Capítulo 19
Madrid, aeropuerto de Barajas, terminal 4
Iris solía llegar con tiempo de sobra a todas partes. Ya había pasado por el control de la Guardia Civil y el detector de metales y, sentada ante la puerta de embarque, esperaba a que llegara el momento de formar la cola para subir al avión. Aún quedaba más de una hora para que despegara el vuelo a Atenas, donde tomaría el pequeño reactor de turbohélices que la llevaría a Santorini. Sentada frente a los enormes ventanales que daban a la pista, Iris observaba distraída los aterrizajes y despegues bajo un cielo de un azul impoluto.
La mente se le iba constantemente a la lectura de tarot de la víspera y al individuo que se hacía llamar Ragnarok. ¿Qué tenía aquel hombre? Era como si hubiera conocido a dos personas en una, y ambas la habían marcado. Estaba el que se escondía en las sombras y con voz profunda desgranaba los secretos de Iris. Y también el hombre de rasgos afilados y ojos verdes y melancólicos al que ella le había endosado una lección magistral de vulcanología.
«Dios mío, he hablado como una cotorra», pensó. Pero Ragnarok parecía haber escuchado con atención aquella larga disertación geológica.
«¿Qué más te da si no le vas a volver a ver?».
Iris pensó que debía haber muchas otras personas que hubiesen tenido experiencias similares con las cartas. Para comprobarlo, sacó del bolso su tableta. Cuando la pantalla se iluminó, Iris escribió en ella algunas palabras clave. No Solo «tarot», sino también «telepatía», pues se preguntaba si no se habría producido ese fenómeno entre Ragnarok y ella. ¿Cómo si no había podido averiguar cosas tan personales sobre ella, su familia y su profesión? Sobre todo, ¿de qué modo había descubierto que Iris trabajaba precisamente en Santorini?
Entre los resultados, uno rezaba «telepatía en la lectura del tarot». Lo pulsó, buscando algo que la reafirmara en su impresión. Pero el texto completo decía «aparente telepatía en la lectura del tarot».
Iris no quería que nadie le estropeara la ilusión, así que pensó en buscar otra página. Pero, cuando ya tenía el dedo sobre el botón Atrás, recordó que era científica y que, como tal, no debía taparse los ojos a la verdad, de modo que amplió el artículo.
El texto era un extracto de Desmontando la Atlántida y otros mitos, un libro escrito por un tal Gabriel Espada. «Qué coincidencia», pensó Iris, recordando la vieja teoría según la cual la Atlántida estaba emplazada en Santorini. Pagó los dos euros que costaba el libro y se lo bajó. Decidió reservar la parte de la Atlántida para el vuelo y acudió directamente al capítulo sobre el tarot.
Apenas llevaba unos minutos leyendo cuando se dio cuenta de que le ardían las mejillas. Levantó la mirada de la pantalla y miró a su alrededor con gesto avergonzado, como si los pasajeros que se sentaban en los asientos de la sala de espera pudieran leer en su rostro que era una crédula que se había dejado engañar.
Según el libro, lo que Ragnarok había hecho con ella era conocido como «lectura en frío». La palabra «lectura» resultaba muy apropiada, ya que los buenos videntes leían a sus clientes como si fueran manuales de párvulos.
Para ello, se basaban en parte en el lenguaje corporal; pero, sobre todo, en la propia información que pescaban gracias a la colaboración de los clientes.
«La clave», afirmaba el libro, «radica en que los clientes que han pagado un dinero quieren creer que lo están empleando en algo útil. Por eso colaboran de buen grado y ofrecen información al vidente a poco que éste la insinúe».
A Iris la había sorprendido que Ragnarok supiera que la enfermedad de su padre tenía que ver con el pecho.
Ahora descubrió que aquél era un recurso de manual: más de la mitad de las enfermedades mortales se situaban en el pecho o las inmediaciones. Al fin y al cabo, explicaba el libro, la muerte se acababa produciendo por un paro cardíaco, así que de algún modo el vidente siempre llevaba razón. Que era lo importante.
«Qué idiota he sido», pensó, apartando la mirada de la pantalla libro. Fuese quien fuese Gabriel Espada, parecía que hubiera escrito aquellas páginas pensando en ella, en la pobre crédula de Iris Gudrundóttir, compungida por la muerte de su padre, recién entrada en la crisis de los treinta y replanteándose la relación con su novio y su futuro personal.
Y, sin embargo, Iris no conseguía explicarse cómo Ragnarok había sabido que ella trabajaba en Santorini. ¿Por qué no en Hawaii o en su Islandia natal o en cualquier otra región volcánica del mundo? Eso no lo explicaba el libro.
«Quieres creer en él porque te resulta atractivo», se dijo. Pero lo cierto era que le había pagado a aquel hombre cuatrocientos euros por que le tomara el pelo. Menos mal que, aunque la idea se le había pasado por la cabeza, no había llegado a besarlo. «Dios mío, ¿y si me hubiera acostado con él?», pensó, ruborizándose todavía más.
El timbre del teléfono «extraoficial» la sacó de sus pensamientos.
Iris tenía dos nokias iguales de color blanco, cada uno con un número y una cuenta bancaria diferentes. Había decidido comprar el segundo hacía un par de años, harta de que Finnur le trasteara con el móvil. Su novio no sólo le cogía las llamadas cuando ella estaba en la ducha, sino que le leía los mensajes y a veces los respondía por ella. También le borraba o le cambiaba los móviles de antiguos compañeros de clase o de amigos que considerase atractivos y, por tanto, peligrosos.
Desde entonces, Iris siempre dejaba al alcance de Finnur el móvil oficial y se guardaba junto a ella el otro, con el que se ponía en contacto con todas aquellas personas que su novio no habría aprobado.
Entre ellos, el hombre que la estaba llamando ahora: Eyvindur Freisson. Vulcanólogo y biogeoquímico, y profesor de postgrado de Iris en el Osservatorio Vesuviano.
Iris dudó un segundo. No le quedaban muchas ganas de hablar ahora, pero Eyvindur siempre tenía algo curioso que contar, y le vendría bien para olvidarse del estúpido engaño que había sufrido el día anterior. De modo que contestó.
—¿A que no sabes el lío que he organizado esta vez? —dijo Eyvindur sin más preámbulos.
—Pues no, la verdad. He tenido unos días algo agitados. Mi padre ha muerto.
—Ah —se limitó a contestar Eyvindur.
Iris no se ofendió por su laconismo, pues lo conocía de sobra. Eyvindur debía estar pensando en lo que él quería contarle a Iris, no en lo que podía escuchar. Aunque era un hombre atractivo y un auténtico encantador de serpientes, cuando su mente se concentraba en algo, su empatía se reducía a cero y no le importaba un comino lo que su interlocutor pudiera sentir o pensar.
Excepto, claro, que se tratara de una interlocutora y quisiera acostarse con ella. Seducir mujeres en general y jovencitas en particular se le daba de perlas. Iris lo sabía de primera mano, pues ella y Eyvindur habían sido amantes durante los meses que estudió en el Osservatorio Vesuviano. Por aquella época, había roto con Finnur después de un noviazgo de año y medio. Después volvieron, pero en el ínterin se produjo el affaire con Eyvindur.
Era algo que Finnur no le perdonaba, y se lo sacaba a colación siempre que podía.
—¿Cómo pudiste acostarte con un viejo como ése?
—No era tan viejo. Sólo tenía cincuenta y pocos años —contestaba Iris. En realidad, eran cincuenta y siete.
—¿Sólo? —preguntaba Finnur con retintín, y luego se explayaba en una descripción de lo que, según él, debía ser un amante cincuentón. El vello corporal largo, blanco y áspero, la barriga flácida y colgante (al igual que otras partes del cuerpo, se apresuraba a añadir), el olor dulzón a enfermedad y hospital que exudaban los viejos.
De nada servía que Iris le dijera que Eyvindur se conservaba en forma en todos los sentidos y que, por supuesto, no era tan viejo como para oler a asilo. Pues, después de criticar el físico de Eyvindur, Finnur la emprendía con sus teorías.
Los ataques de Finnur eran claramente ad hóminem y se debían a un ataque de cuernos injustificado, por cuanto en aquellos meses Iris y él no eran novios oficiales. Pero había que reconocer que Finnur no estaba solo en sus argumentos: a lo largo de su carrera, Eyvindur se había ganado más detractores que admiradores.
Todos reconocían que era un hombre brillante. Como biogeoquímico, sus estudios sobre el uso de microorganismos para descomponer plásticos a gran escala y convertirlos en materias reutilizables podrían haberle valido el Nobel. Pero en lo personal y profesional se saltaba todas las normas. Su adagio favorito lo había extraído de las Fundaciones de Asimov: «Nunca permitas que tu sentido de la moral te impida hacer lo que está bien».
En cuanto a lo intelectual, tenía un impulso irrefrenable que lo llevaba a abrazar teorías que él consideraba heterodoxas y otros tildaban directamente de «descabelladas». Iris creía en muchas de ellas, en parte porque ella misma era un poco iconoclasta y en parte porque Eyvindur la fascinaba. Pero normalmente no se atrevía a expresar esas teorías en voz alta ni por escrito.
—Cuéntame cuál es ese lío, Eyvindur.
—¿No has visto las noticias?
—Hay millones de noticias en la red. ¿A qué te refieres?
—La gente ha empezado a evacuar Nápoles. ¿Se ha anunciado una alerta por el Vesubio? Ni se ha anunciado ni ha sido por el Vesubio.
—¿Qué quieres decir? —A Eyvindur le gustaban los rodeos y las adivinanzas, algo que a veces divertía a Iris, pero que en otras ocasiones la sacaba de quicio.
—Que no hay alerta oficial. Fui yo quien dijo ante las cámaras de televisión que lo mejor que podía hacer todo el mundo era preparar las maletas y marcharse lo más lejos posible.
—¿Y la gente te ha hecho caso?
—Los napolitanos tienen mucha pachorra, ya sabes. Recuerda ese hospital que inauguraron a siete kilómetros del Vesubio.
—Sí, no es que se preocupen mucho por el volcán.
—Yo calculo que me habrá hecho caso la décima parte de la población, sobre todo porque las autoridades y el propio Osservatorio se han apresurado a desmentirme. Pero con ese diez por ciento ha bastado para colapsar las carreteras.
El vulcanólogo sonreía como un niño satisfecho de su última trastada.
—¿Y lo dices con esa calma?
Eyvindur se encogió de hombros.
—He perdido mi puesto en el Osservatorio. Pero no me preocupa.
—Claro, a estas alturas qué más te da.
—Me duele que me malinterpretes precisamente tú, Iris. No tiene que ver con mi edad ni con la jubilación. He hecho lo correcto. Y ya te he dicho que no se trata del Vesubio.
—¿Los Campi Flegri?
Eyvindur asintió.
—Ya sabes que esta zona siempre ha destacado porque el terreno sube y baja muy despacio, como se puede comprobar por el nivel de la costa.
—Aja —dijo Iris. Aquel fenómeno se llamaba «bradiseísmo».
—Ahora el suelo lleva varias semanas subiendo, algo que ha ocurrido otras veces, pero no tan rápido.
—¿Cuánto?
—Cuarenta centímetros en la última semana.
Cuando Iris silbó entre dientes, Eyvindur sonrió satisfecho.
—No es sólo eso. Se están produciendo microtemblores que aquí no son normales. También hay cambios en la composición de la Solfatara, y el lago Averno muestra un contenido muy alto de dióxido de carbono.
—O sea, que…
—… que la cámara de magma está llenándose a gran velocidad. Y no hablamos de una cámara como la del Vesubio, sino de algo mucho más grande. Muchísimo más grande.
—¿Y por qué el Osservatorio no ha dado todavía la alarma?
—Tienen miedo de volver a pifiarla como en 2012. Acabarán dando la alarma, seguro, pero me temo que ya será demasiado tarde.
—Igual que en Santorini —dijo Iris—. Todo está ocurriendo demasiado rápido.
—Más incluso de lo que te imaginas. Pero no te llamaba exactamente por eso.
—Cuéntame. —Iris levantó la mirada hacia la pantalla. Quedaban tres minutos para el embarque—. Rápido, no tengo mucho tiempo.
—He detectado nanobios más abajo que nunca, Iris. Y además se están multiplicando.
Iris asintió.
Una de las razones por las que muchos colegas miraban con escepticismo a Eyvindur era su obsesión por estudiar la vida que bullía bajo la corteza terrestre.
Eyvindur había adoptado y desarrollado las hipótesis del astrónomo Thomas Gold; otro personaje que, como él mismo, se había adentrado en campos alejados de su especialidad. Según la teoría de ambos, el origen de los combustibles fósiles era muy distinto del que aceptaba la ciencia oficial.
La creencia más extendida era que el petróleo se había formado a partir de los restos de enormes masas de plancton y algas enterrados hacía millones de años bajo capas de sedimentos.
En cambio, Eyvindur sostenía, siguiendo a Gold, que esos combustibles procedían de épocas aún más antiguas, cuando cuerpos protoplanetarios de gran tamaño colisionaron entre sí para crear la Tierra. En muchos de esos cuerpos había metano en abundancia y otros compuestos de carbono, y las presiones y el calor del interior de la Tierra los habían transformado en hidrocarburos.
A partir de entonces, esos compuestos habían ido migrando poco a poco hacia las alturas, aprovechando grietas y fisuras entre las rocas, lo que explicaba que aparecieran nuevas reservas de petróleo cuando ya se creían agotadas. En su viaje a la superficie, los hidrocarburos alimentaban la vida que bullía bajo la corteza terrestre.
Que, según Eyvindur, era la vida originaria.
—Aunque nos pueda parecer lo contrario —sostenía en sus conferencias—, hace miles de millones de años bajo la corteza terrestre reinaba un entorno mucho menos hostil para la vida que en la superficie. Cuando aparecieron los primeros microorganismos, la Tierra estaba sometida a un bombardeo constante de asteroides y cometas, además de los rayos cósmicos que habrían alterado y destruido el código genético de cualquier forma embrionaria de vida. Así que la superficie no era precisamente el lugar más seguro.
¿De qué vivían esas primitivas formas de vida, según Eyvindur? No dependían del flujo energético del sol, sino de interceptar el flujo de los hidrocarburos hacia la superficie, de parasitar el «sudor» de la Tierra.
—Se están multiplicando. Los nanobios —repitió Iris, como si leyera el planteamiento de un problema en un examen—. ¿Y qué tiene que ver eso con el aumento de actividad en el núcleo de la Tierra?
—Piensa en ello.
Iris no tenía ganas de pensar, pero intentó seguir el razonamiento de su antiguo mentor.
—Al haber más energía en el interior de la Tierra, los nanobios disponen de más suministro y pueden multiplicarse. ¿Es así?
—Ésa sería la explicación más fácil.
«Otra vez con sus adivinanzas». Como profesor, los exámenes de Eyvindur eran un suplicio para los estudiantes con poca imaginación. Nunca planteaba preguntas del tipo: «Hábleme del gradiente térmico de la Tierra», sino más bien como: «Imagínese un planeta sin gradiente térmico. ¿A qué causas podría deberse tal situación?»
—Vale, ahora me saldrás con la teoría de la complejidad, seguro. «El todo es más que la suma de las partes».
—Lo cual se aplica también a los nanobios, claro está.
Eyvindur sostenía que, aunque los nanobios eran tan pequeños que el contenido genético que cabía en su interior era muy reducido, lo intercambiaban entre sí. De algún modo, según él, se asociaban creando redes orgánicas que, en sí mismas, eran formas de vida superiores.
Iris aceptaba la existencia de los nanobios. Pero le resultaba más difícil creer que de la suma de esas minúsculas partes surgiera una especie de organismo colectivo. ¿Qué sería lo siguiente que defendería Eyvindur? ¿Que aquel organismo constituido por cuatrillones de nanobios poseía una mente propia?
—Piensa en ello, Iris. Y no olvides tampoco el Alan Hills.
Lo que faltaba. El meteorito Alan Hills 84001. Aparte de sostener que los nanobios eran la forma de vida primigenia, Eyvindur aseguraba que su origen era extraterrestre.
Panspermia. Semillas de todo. Aquél era el nombre de la hipótesis según la cual la vida está diseminada por todo el Universo. ¿Cómo había llegado esa vida a la Tierra? Según Eyvindur, en forma de nanobios que viajaban dentro de meteoritos y cometas, alimentándose de los compuestos orgánicos que había en su interior.
De ser así, la vida en la Tierra podría ser resultado de un juego de billar cósmico. Literalmente. Ahí entraba en juego el Alan Hills. Millones de años atrás, el impacto de un asteroide sobre Marte arrancó fragmentos de roca que alcanzaron suficiente velocidad como para huir de la gravedad marciana. Uno de dichos fragmentos, después de un viaje de cientos de millones de kilómetros, acabó estrellándose en la Antártida.
Y en aquel meteorito, catalogado como Alan Hills 84001, se habían encontrado restos de microorganismos.
El Alan Hills 84001 no era el origen de la vida en la Tierra, pues había caído cuando ya existían seres humanos en ella. Pero, según Eyvindur, mostraba claramente el mecanismo de la difusión de la vida en el Cosmos.
¿Qué demonios tenía que ver todo eso con la posible erupción de los Campi Flegri, de Santorini y de otros supervolcanes?
—Señoras y señores pasajeros del vuelo 2038 con destino a Atenas, en breves momentos se va a proceder al embarque en la puerta 45.
Iris suspiró aliviada. No se encontraba con fuerzas para seguir pensando.
—Eyvindur, tengo que dejarte. Mi vuelo va a salir.
—El vuelo es la clave, Iris. No lo olvides —respondió Eyvindur, y antes de que ella pudiera añadir algo más, colgó.
«Si esperas que me pase dos días dándole vueltas a tu adivinanza, estás listo», se dijo Iris, guardándose el móvil.
No obstante, se quedó unos instantes pensativa. Cuando quiso darse cuenta, la cola ya se había formado y ella, que había llegado casi la primera a la sala de espera, se había quedado la última. Mientras esperaba a que los demás pasajeros pasaran por el mostrador, volvió a desenrollar la tableta con la intención de buscar más información sobre los nanobios.
Pero al encontrarse con el texto que estaba leyendo cuando la llamó Eyvindur, recordó la lectura del tarot y el beso de Ragnarok y so olvidó de todo lo demás.
Se preguntó quién era el autor de ese libro y, en concreto, de ese capítulo que parecía especialmente escrito para una incauta como ella. Volvió a mirar el nombre. Gabriel Espada.
Al teclearlo junto con el título del libro, la entrada del buscador le sugirió una entrevista. Iris pinchó, por curiosidad. Cuando la ventana de vídeo se abrió en la pantalla, sintió que el estómago se le encogía como si acabara de tragarse un bloque de hielo.
Era él.
«Sólo una vez en mi vida me ha sucedido algo que me haya hecho pensar que lo paranormal puede existir», decía Gabriel Espada, alias Ragnarok. «Una única experiencia positiva contra decenas de pruebas negativas».
«¿Puedes decirnos cuál fue esa experiencia positiva?».
El entrevistado sonrió, socarrón.
«Es un secreto que sólo podrás arrancarme si tienes el don de la telepatía. Pero todo el mundo sabe que la telepatía no existe…».
—Será hijo de puta… —masculló Iris.
Al oírla, el pasajero que hacía cola delante de ella, un hombre trajeado de unos treinta y cinco años, se dio la vuelta.
—¿Le pasa algo, señorita?
Iris se dio cuenta de que tenía los ojos llorosos. Se los enjugó con el dorso de la mano, cerró la pantalla del lector y negó con la cabeza. El hombre sonrió protector.
—Si puedo ayudarla en algo…
Iris volvió a negar. Esperaba que no le tocara sentarse al lado de aquel tipo. Como intentara ligar con ella durante el vuelo, iba a pagar por las faenas que le habían hecho todos los hombres del mundo.