Capítulo 70

Santorini, isla de Kameni

Iris pasó todo el día escondida en una zona de aa, lava que se había desgasificado y fragmentado muy rápidamente, formando un paisaje de rocas quebradas, un laberinto de aristas afiladas en el que resultaba casi imposible caminar. Ella misma, pese a estar acostumbrada a moverse por terrenos similares, se hizo un corte en la pantorrilla y diversos rasguños. Pero lo que pretendía era, precisamente, ocultarse en un lugar donde no pudieran encontrarla.

Se escondió en un peñasco negro bajo el que había quedado un hueco en el que cabía sentada o agachada. La roca era grande y parecía sólida. No obstante, cada vez que el suelo se estremecía, Iris rezaba para que la piedra no se venciera a un lado y la aplastara debajo. Pero no se atrevía a permanecer a cielo abierto. Kosmos seguramente recibía imágenes por satélite en tiempo real que le mostraban hasta la última piedra volcánica de Kameni.

Intentó hablar de nuevo con Eyvindur, pero ella misma sabía que era un esfuerzo destinado al fracaso. Los Campi Flegri y Nápoles se habían convertido en un infierno y la devastación se extendía en ondas concéntricas. Las tinieblas habían cubierto Roma, que había despertado aquel viernes bajo una copiosa lluvia de ceniza. Las autoridades recomendaban abandonar la ciudad, pese a que se encontraba a doscientos kilómetros del centro de la erupción.

Después llamó a Gabriel Espada varias veces. Tenía el móvil apagado. Si había cumplido su palabra, probablemente ahora se encontraría volando de Madrid a Santorini. ¿La caballería? Iris trató de imaginarse a Gabriel como un agente secreto experto en armas marciales irrumpiendo a tiros en la mansión de Kosmos.

Definitivamente, no le cuadraba. Si iba a ayudarla, mucho se temía que no sería por la fuerza bruta.

* * *

Iris tenía el don de conciliar el sueño en cualquier parte. Bajo la roca de aa quedaba una concavidad más lisa, una especie de burbuja en la que consiguió acomodarse en posición fetal. Casi sin darse cuenta se quedó dormida.

Pero a media tarde despertó al notar un temblor más fuerte que los anteriores. Pese al temor a que la detectaran los satélites, salió de debajo de la piedra. Justo a tiempo, porque con un seco crujido la roca se desplomó sobre la concavidad y se partió en dos grandes fragmentos. Una esquirla salió despedida y arañó a Iris en el cuello.

«Por qué poco», se dijo, imaginándose aplastada bajo aquella masa de varias toneladas.

El viento había cambiado. La columna eruptiva del volcán de Kolumbo flotaba ahora sobre la bahía. Cuando la trepidación del suelo se calmó, Iris buscó otro escondrijo. Aunque había salido a cielo abierto, se hallaba entre unas sombras que tal vez ocultaran su imagen.

Olía a quemado y a huevo podrido. Iris se sacudió las mangas y brotó una pequeña polvareda. Era ceniza que caía del cielo y que provenía de Kolumbo. Pero ese hedor a azufre cada vez más intenso, mucho se temía, provenía de la misma Kameni.

Aunque no tenía sus instrumentos, le bastaba con pegarse al suelo para captar la grave vibración que subía desde las profundidades. Casi podía ver cómo la cámara de magma enterrada bajo la bahía se llenaba cada vez más y la roca fundida ascendía hacia la superficie, expulsando burbujas de gas que enseguida colapsaban bajo la presión y provocaban estallidos constantes, el origen del tremor volcánico.

«Tengo que salir de aquí», pensó. Pero no se atrevía a bajar hasta la ensenada que hacía de puerto, la única vía de escape de Kameni. Todas las embarcaciones que había allí amarradas pertenecían a Kosmos o a patrones que le debían su sueldo. Iris recordaba que, cuando llegó al islote el miércoles para asistir al cumpleaños, también había visto un par de lanchas. Tal vez alguna de ellas tendría las llaves puestas y…

«Y Superman va a venir volando a salvarme. No seas ilusa, Iris».

Tenía que esperar, al menos, hasta que se hiciera de noche. Confiaba en que la erupción no arreciara demasiado, o más bien rezaba para ello.

Pero, mientras el sol bajaba, el suelo seguía trepidando con temblores cada vez más frecuentes, agrupados en racimos.

Las horas se le hicieron eternas. A ratos el viento cambiaba y se llevaba lejos la nube de Kolumbo. Pero a última hora de la tarde, la lluvia de ceniza se intensificó. Cada vez resultaba más molesto respirar.

Iris se levantó y trepó a una roca. Estaba segura de que ya no podían verla, pues desde allí no alcanzaba a ver el mar. Ni siquiera la mansión de Kosmos: tan sólo intuía su presencia por el difuso resplandor de unas luces en aquella extraña niebla.

Con mucho cuidado, salió de la zona de aa y tomó el camino que bajaba hacia el embarcadero. Una vez allí, ya decidiría qué hacer.

El camino se le hizo más largo de lo habitual, pues tenía que avanzar con suma precaución para no tropezar o caer por las cuestas y barrancos que rodeaban el sendero. Por fin, llegó a la ensenada. En ese mismo momento estaba arribando un barco con las luces encendidas, un pequeño pesquero.

Iris se agazapó tras unas rocas. Seguramente, los recién llegados serían hombres de Kosmos. Cuando desembarcaran, quizá podría subir al barco y sacarlo de allí. Iris no tenía licencia de patrón, pero en Islandia y después en Hawaii había pilotado más de una barca. No podía ser tan difícil.

Salvo porque apenas había visibilidad.

Oyó pasos que subían por el camino, y se agazapó un poco más. Después oyó voces masculinas. No hablaban en griego, sino en español.

—¿Y ése es tu fantástico plan? —preguntó una voz que le sonaba familiar.

—Deja de tocar las narices, Herman. Si se te ocurre algo constructivo, dilo. Si no, cierra el pico.

Esa segunda voz no sólo le era familiar, sino de sobra conocida. Iris salió de detrás de la roca y se plantó en el camino.

Cinco figuras brotaron de entre la niebla. Eran cuatro hombres y una mujer joven y muy guapa que llevaba en brazos un perrito al que trataba de cubrir de la lluvia de ceniza.

Al ver a Iris, Gabriel Espada se paró en seco en mitad del camino.

—¡Iris!

Después de dos días de miedo, soledad y tensión, Iris se dejó llevar por el impulso, corrió hacia Gabriel y lo abrazó con todas sus fuerzas.

—¡Has venido! ¡Has venido!

Gabriel la apartó un poco y la miró a los ojos.

—Claro que he venido. A veces puedo parecerlo, pero no soy un fraude, Iris Gudrundóttir.

El suelo tembló con tanta fuerza que Iris tuvo que agarrarse más fuerte a Gabriel para no caer. Unos segundos después, se oyó una fuerte explosión.

Iris se volvió. Todo lo que había más allá de cincuenta metros era un borrón difuso, que empezaba a teñirse de rojo por la caída del sol. Pero más allá se veía un carmesí más intenso, un resplandor que fue ganando altura poco a poco.

Lava, sin duda. La erupción había empezado. Iris cruzó los dedos para que fuera tan lenta como la del año 2012. Eso les dejaría unas horas.

Pero no confiaba demasiado en ello.

Atlántida
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