Capítulo 34

Port Hurón, Michigan

—La jefa quiere verlos —dijo el agente que abrió la puerta de la habitación.

—¿A él también? —dijo Alborada, señalando a su compañero. De no ser porque respiraba muy lentamente y de vez en cuando parpadeaba, Randall habría podido pasar por una estatua de cera.

—A él también.

El agente los llevó hasta el despacho de la jefa de policía, que se presentó como Carol Ollier.

—Les pido disculpas por no haber hablado antes con ustedes. Esa erupción será en la otra punta del país, pero la mierda nos está llegando ya hasta el cuello, y perdonen por la expresión.

Alborada le calculó unos cincuenta años. Estaba algo entrada en carnes y era guapa, aunque tenía una lozanía un tanto vulgar para su gusto, con unas mejillas tan brillantes como una manzana a la que le han sacado brillo con la manga.

—¿Qué le pasa a su amigo? —preguntó.

Alborada se volvió hacia Randall. Seguía en un estado que él sólo habría sabido definir como catatónico. Aunque tal vez no fuera el término más exacto. ¿Aislamiento autista? Tenía los ojos abiertos, pero con la mirada perdida en la lejanía, y no hablaba. Si lo sentaban, se quedaba sentado; si lo ponían de pie, se mantenía erguido; y si le agarraban de un codo y tiraban de él, andaba con pasitos muy cortos y sin mover los brazos.

—Su amigo parece un viajero del tiempo —insistió la jefa de policía—. Es como si hubiera aterrizado aquí directamente desde los años setenta. ¿Qué ha fumado para estar así?

—Nada que yo haya visto. Pero no es exactamente mi amigo.

—¿Y cómo es que han llegado juntos en ese reactor?

—Ya se lo expliqué a sus agentes. ¿Puede decirme por qué nos retienen aquí?

—No se impaciente, señor Alborada. Vuelva a contarme su historia.

Aunque la paciencia no era la mayor virtud de Alborada, se resigno y le contó a la jefa de policía una versión edulcorada de la verdad, según la cual había viajado a California para conocer y entrevistar al señor Randall, que poseía información valiosa sobre el misterioso manuscrito Voynich. En su relato, los matones armados que lo acompañaban no iban armados con pistolas, sino equipados con cámaras, luces y equipos de sonido, y su muerte había sido un heroico acto de servicio.

No había peligro de que el Sousa Malo ni los demás contradijeran su versión. Si sus cadáveres no habían volado por los aires con la primera explosión, ahora debían estar enterrados bajo miles de toneladas de escombros volcánicos. Como todo aquello que se encontraba en un radio de cien kilómetros a la redonda.

—¿Ha hablado con su familia para tranquilizarla? Me han dicho que perdió el móvil.

—No tengo familia cercana —mintió Alborada con todo su aplomo—. ¿Va a decirme de una vez por qué me tiene retenido aquí? Soy ciudadano de la Unión Europea y tengo mis derechos.

—En la Unión Europea seguro que sí. Pero aquí el Presidente ha decretado el estado de emergencia nacional. Eso equivale prácticamente a la ley marcial.

—Eso no quiere decir que pueda usted retenernos sin motivos.

—No soy yo quien los retiene, señor Alborada. Estoy obedeciendo instrucciones del FBI.

—¿Del FBI? ¿Es que hemos cometido un crimen federal?

—No exactamente. Pero al montar a esos treinta niños en un reactor y llevárselos a miles de kilómetros de su casa se han metido en un pequeño problema.

Alborada se volvió hacia Randall, y se preguntó por enésima vez por qué no despertaba y usaba sus poderes para convencer a la policía de que les dejara marchar.

—¿Qué pretendía que hiciéramos? Si los hubiéramos abandonado allí, ahora estarían muertos.

—Lo que han hecho es una heroicidad, sin duda —reconoció Carol—. Pero vivimos en una sociedad hiperprotectora con los menores. A mí misma me pusieron una multa por hacer fotos a mis propios hijos en las cataratas del Niágara. ¿Lo puede usted creer?

—Yo ya me creo todo —dijo Alborada. Evidentemente, el motivo de que al muchacho chicano lo tuvieran en una habitación separada era evitar que los dos adultos cometieran abusos con él.

—No tenemos noticias de los padres de los críos ni de la dirección del colegio —prosiguió la jefa de policía—. Por lo que se sabe, su pueblo ha sido sepultado por una nube ardiente.

—Una terrible tragedia.

—En efecto. El caso es que la tutela de esos niños debería pasar al estado de California. Pero resulta imposible contactar con las autoridades de allí. De hecho, es posible que en California ya no exista nada remotamente parecido a la autoridad.

La jefa de policía meneó la cabeza y dio un sorbo de su lata de Dr. Pepper. Al pensar en la cantidad de calorías basura que tenía ese mejunje azucarado, Alborada frunció el ceño. No era extraño que Carol Ollier estuviera tan oronda.

—No me puedo creer que esté diciendo una frase tan melodramática. «Nada remotamente parecido a la autoridad». Pero me temo que las cosas son así. La tutela de esos niños ha pasado a las autoridades federales, de modo que el FBI se ha puesto en contacto conmigo aduciendo la Federal Kidnapping Act.

—¿Secuestro federal? —protestó Alborada—. Eso es ridículo.

—Eso mismo he dicho yo. Pero de momento no me queda más remedio que retenerlos, señor Alborada. Cuando los agentes del FBI vengan a hablar con usted…, bueno, y con su silencioso amigo —añadió, mirando a Randall—, seguro que todo se aclara.

—¿Y eso cuándo ocurrirá?

—No lo sé, señor Alborada. Ya le he dicho que estamos en medio de una emergencia nacional, El FBI está desbordado, como las demás agencias federales. Mientras tanto, les trataremos bien, se lo aseguro.

* * *

Cuando volvió a quedarse solo con Randall en la habitación, Alborada pensó en la pregunta de la jefa de policía.

«¿Ha hablado con su familia para tranquilizarla?».

«No tengo familia cercana…».

Antes de subir al Gulfstream, Alborada había tirado el móvil a la pista y lo había pisoteado hasta romperlo. Fue una ocurrencia del momento: si llevaba el móvil encima, Sybil podría localizarlo en cualquier momento y lugar. Y ahora que Adriano Sousa estaba muerto y SyKa a miles de kilómetros, lo último que quería era que ella lo encontrara.

Aun así, podría haber hablado con Marisa durante el vuelo, ya que la piloto del reactor había permitido que los niños utilizaran los móviles para hablar con sus familias. Lo cual, por otra parte, fue un esfuerzo inútil. Tres de ellos habían conseguido contactar con sus padres, pero las comunicaciones se interrumpieron enseguida. Aquellos chicos provenían de la escuela elemental de Bishop, un pueblo situado a unos cincuenta kilómetros de Long Valley. Una distancia segura para un volcán normal, pero saltaba a la vista que lo que había estallado allí no lo era. Todos los medios de comunicación hablaban ya sin ambages de «supervolcán».

En cualquier caso, Alborada, aunque podría haber pedido un móvil, había decidido no ponerse en contacto con Marisa y su hijo, ni siquiera para mandar un brevísimo «estoy vivo». Si no lo había hecho no era sólo por evitar que Sybil lo localizara. Empezaba a pensar que era preferible que Marisa lo creyera muerto. Mejor ser la viuda de un ejecutivo fallecido en la erupción de Long Valley que la esposa de un presidiario encerrado por un asesinato con sórdidas implicaciones sexuales. Entre las acciones y cuentas a su nombre y el seguro de vida, Marisa tenía de sobra para salir adelante.

Otra cuestión era si él podría vivir sin Marisa y, sobre todo, sin el niño. Además, ¿adonde podría ir?

«¿Y si me dejo barba y me dedico a recorrer el mundo con Randall?», fantaseó. Librarse de todas las ataduras, el tunero, los coches, las acciones, las casas. Dormir en un pajar, en un polideportivo o al raso, hacer autoestop, trabajar con las manos en cualquier parte para ganarse el pan…

Saboreó aquellas ensoñaciones que él mismo sabía absurdas. Dudaba de que esa vida tuviera tantos atractivos reales para alguien acostumbrado al lujo. Además, estaba convencido de que no le resultaría tan fácil escapar de Sybil. Para empezar, había venido hasta Port Hurón en su Culfstream. No era una moto que se pudiera aparcar en cualquier parte sin que su dueño se enterara.

Miró a Randall. Éste parpadeó, y durante un instante Alborada creyó que había salido del trance.

Falsa alarma. Aquel individuo tan peculiar que se decía padre de Sybil Kosmos seguía ausente, perdido en sus propios pensamientos o en la nada.

Alborada se levantó, lo agarró de los hombros y lo sacudió con fuerza.

—¡Maldita sea, despierta de una vez! ¡Tú eres el único que puede sacarnos de aquí! ¡Despierta!

Fue como mover un saco de garbanzos. Cuando se cansó, Alborada cayó de rodillas y contuvo un sollozo. «Un caballero nunca llora en público» era otra de las normas del código Alborada.

—Tú eres el único que me puede salvar… —musitó, desesperado.

Ciertamente, si alguien le hubiera pedido que resumiera en una sola palabra el estado de su espíritu, le habría contestado: «Desesperación».

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