Capítulo 9
California, Fresno
La puerta de la caravana de Randall estaba entreabierta. Joey llamó con los nudillos y pasó directamente.
Randall estaba sentado en el suelo de linóleo, en la posición del loto, leyendo un libro que tenía aspecto de ser bastante antiguo.
—¡Hola, Randall! —saludó Joey—. ¿Qué estás haciendo?
Al ver que su amigo no respondía, Joey se acercó más a él y se inclinó para mirarle la cara.
—Randall…
Tenía los ojos abiertos, aparentemente clavados en el libro. Pero cuando Joey le pasó la mano por delante, ni siquiera parpadeó.
—¿Qué te pasa? ¿Estás haciendo yoga o algún rollo jedi?
«Está soñando con los ojos abiertos», pensó Joey. Había escuchado o leído en alguna parte que despertar a un sonámbulo podía ser fatal, así que prefirió dejarlo por el momento.
Detrás de Randall, sobre la mesa que por las noches convertía en cama, había varios libros más, diez o doce. Joey no los había visto nunca, así que imaginó que Randall debía tenerlos guardados en el arcón que había bajo la mesa-cama. Pasó al lado de su amigo, culebreando entre él y el pequeño frigorífico, ya que la caravana era bastante estrecha.
Los volúmenes, que no tenían título ni portada, estaban encuadernados en piel. Al abrirlos, comprobó que no estaban impresos, sino escritos a mano con una letra indescifrable. No por defecto de la caligrafía, pues los caracteres se veían trazados con pulso nítido y firme y en líneas perfectamente paralelas. Pero a Joey el alfabeto le resultaba tan desconocido como el élfico o el klingon.
Las hojas, con los bordes cortados a mano, no eran de papel, sino de un material amarillento más grueso y rígido. Al tocarlas, Joey las notó resbaladizas al tacto, como si estuvieran untadas en aceite, y pensó que tal vez eran de pergamino.
Mientras se dedicaba a pasar páginas, todas ellas garrapateadas con los mismos caracteres desconocidos, se preguntó quién habría escrito todo aquello. Joey habría jurado que algunos de esos libros tenían siglos de antigüedad. ¿Serían una herencia de la olvidada familia de Randall?
En varios de los manuscritos se veían ilustraciones coloreadas con tinta aguada. Algunos dibujos reproducían plantas, otros animales. También había figuras geométricas que parecían representar constelaciones o signos zodiacales, hombres y mujeres desnudos o vestidos con ropas muy extrañas, y paisajes y ciudades de arquitecturas diversas.
«Tengo que dejarlo ya», pensó Joey, mirando de reojo a Randall. Pero su amigo seguía inmóvil, tanto que se acercó de nuevo a él para comprobar si respiraba.
Poniendo la mano delante de su nariz, notaba un leve soplo en el dorso. Cronometrando con su móvil, comprobó que esa espiración se repetía cada veintisiete segundos. ¿Cómo no se asfixiaba con tan poco aire?
—Randall. Randall, ¿estás bien?
Pero su amigo seguía absorto en su trance. Joey se inclinó sobre el libro que tenía apoyado en los muslos. Estaba escrito con la misma caligrafía que los demás, pero sus hojas se veían incluso más amarillentas.
Lo que más le llamó la atención fue el dibujo que había en la parte superior de la doble página, pero no lo distinguía bien, porque estaba al revés. Como no se atrevía a coger el libro para darle la vuelta, le hizo una foto con el móvil. Después, invirtió la imagen y la proyectó sobre la puerta de la caravana para examinarla.
El dibujo representaba una isla, o más bien dos. Había una isla exterior en forma de anillo, con una pequeña abertura por la que salía un barco, y otra en el centro de la bahía interior. Esa isla era en realidad una montaña, o más bien un volcán, a juzgar por la columna de humo y llamas que brotaba de su cima. Todo estaba rotulado con títulos ininteligibles, ya que el autor había empleado la misma caligrafía que para el resto de los libros.
Había también dos ciudades, una en cada isla. Las casas y los habitantes estaban representados con un tamaño desproporcionado, pues si el autor los hubiera dibujado a escala con el volcán habrían sido poco más que puntos de tinta.
En la ciudad interior, construida sobre la ladera del cráter, se levantaba una pirámide escalonada, como los teocalis de Chichen Itzá que Joey había visto en simulaciones 3D. Estaba rematada por una cúpula amarilla. Junto a ella, en lo alto de la pirámide, se veía a una mujer con falda de campana y una chaqueta abierta que dejaba ver sus pechos, y un tipo que la agarraba de la mano y llevaba unos cuernos en la cabeza.
Delante de la pareja había una especie de altar, y sobre el altar un hombre desnudo al que alguien le estaba arrancando el corazón. De nuevo, la imagen le recordó a Joey a los sacrificios mayas y aztecas.
«Esto se lo tengo que enseñar a los colegas de clase», pensó Joey, mientras enviaba la imagen directamente a su página de VTeeny.
El algoritmo de encriptación del móvil de Joey era tan sólo de 64 bits. De ellos, la mitad consistían en código vacío, pues desde hacía años a las autoridades les interesaba controlar las comunicaciones telefónicas y las compañías no les oponían demasiada resistencia. En cuanto a los archivos del VTeeny de Joey, ni siquiera estaban codificados, ya que ni se le había pasado por la cabeza protegerlos: no tenía cuentas bancarias, documentos comprometedores, ni guiones de cine que pudieran plagiarle.
Apenas habían pasado un par de minutos cuando un potentísimo motor de búsqueda que rastreaba Internet constantemente detectó unos patrones familiares en las imágenes que Joey acababa de enviarse a sí mismo. Fue la peculiar caligrafía de los libros de Randall la que disparó una señal de alarma, pues el buscador estaba programado para rastrear un sistema de escritura singular del que, hasta el momento, sólo se conocía una muestra en el mundo: el misterioso manuscrito conocido como el Códice Voynich.
Sin saberlo, Joey acababa de revelar el paradero de Randall a dos enemigos que llevaban buscándolo desde tiempo inmemorial.