Capítulo 26
Olíndico observó la matanza desde la
muralla. Batidos desde el muro y los torreones por las ballestas,
las catapultas y los arqueros, ni uno solo de los compañeros que
atacaron el muro romano con Aracos consiguió alcanzar ni siquiera
el foso. El guerrero del hacha fue uno de los últimos en caer, y
aún pudo arrastrarse malherido unos pasos, hasta que su corazón
dejó de latir apenas a diez pasos de la base del muro que unas
semanas antes había escalado burlando el cerco.
Olíndico se vistió con su túnica y su gorro
de druida y le comunicó a Escipión que al día siguiente se
entregarían. Esa jornada la emplearon en prepararse para morir los
que habían optado por suicidarse.
La mayoría de los numantinos decidió
quitarse la vida en sus propias casas; los padres degollaron a sus
hijos y esposas y luego se abrieron el vientre con la espada,
todavía empapada con la sangre de sus familiares. Un terrible
lamento de muerte y horror se extendió por toda la ciudad.
A la mañana siguiente, los supervivientes se
presentaron en el lugar convenido por Olíndico y Escipión, justo al
pie de «la bajada al llano», donde los aguardaban seis cohortes,
perfectamente formadas tras sus orgullosos estandartes. Escipión
estaba flanqueado por todos sus generales, por su hermano Fabio
Máximo, por Marco Tulio, por el poeta Lucilio y por el historiador
Polibio. El antiguo cónsul llevaba sobre los hombros el manto
púrpura de su dignidad consular, aunque hacía ya unos meses que
había sido sucedido en ese cargo.
La comitiva que descendía por la ladera
norte de Numancia, encabezada por Olíndico, parecía una comparsa de
espectros recién llegados del averno. Hombres, mujeres y niños
aparecieron con los cabellos largos y greñosos, cubiertos de
harapos infectos que olían a muerte y a podredumbre, los ojos
enrojecidos por el llanto y el horror, los labios cortados y
llagados, los dientes mellados y amarillentos y las encías
amoratadas y sangrantes, las uñas largas pero quebradas, como
garras de fieras desesperadas. Arrastraban los pies deformados por
el frío, llenos de mugre, envueltos en un olor tan fétido que
algunos oficiales romanos, pese a estar acostumbrados a la
hediondez de los campamentos, tuvieron que hacer esfuerzos para no
vomitar de asco.
Todo en aquellos numantinos era inhumano;
todo menos su mirada, que aunque derrotada y perdida expresaba un
odio eterno y terrible, y parecía encerrar el cruento recuerdo de
tener que haberse comido a sus propios parientes y amigos.
—Esto no es digno de Roma —comentó Polibio
en voz alta para que lo oyera el propio Escipión.
—Puede que no lo sea para un estoico como
tú. Ya sé que crees que todos los hombres somos hermanos, pero Roma
debe dar un escarmiento a cuantos se enfrenten a ella; así es como
la autoridad romana se ha extendido por el mundo, y así ha de
seguir siendo.
Marco Tulio intentó identificar entre
aquellos mugrientos numantinos a Aracos, pero Escipión, al
contemplar la inquietud de su primo, le dijo:
—Tu amigo no está entre esos desgraciados;
el guerrero del hacha cayó en el grupo de locos que atacó hace dos
días nuestro campamento. Ordené que quemaran su cuerpo y arrojaran
sus cenizas al Duero.
Marco apretó los dientes y acató la decisión
de Escipión con una inclinación de cabeza.
—¿Y ahora? —preguntó Fabio Máximo.
—Apresad a esa chusma. Liquidad a los
viejos, a los heridos y a los muy enfermos, los que puedan ser
recuperados que se laven en el río y que coman las sobras de los
legionarios; hay que procurar que mejoren de aspecto para que
cuando los vendamos como esclavos nos proporcionen algún beneficio.
Con esa pinta nadie daría ni un sextercio por todos ellos.
—Tú, querido hermano, selecciona a los
cincuenta hombres que tengan mejor planta, los llevaremos a Roma
para certificar nuestro triunfo.
—¿Y qué hacemos con la ciudad?
—Saquead todo cuanto de valor contenga y al
resto prendedle fuego.
—Pero general —alegó Marco Tulio—, no
tenemos autorización del Senado para destruir Numancia.
Escipión se volvió hacia su pariente, le
lanzó una mirada fulminante y le dijo:
—Aquí la única autoridad válida es la mía;
no lo olvides, Marco, no lo olvides jamás.
Tras ser saqueada Numancia, las murallas y
muchas casas fueron derribadas y los legionarios prendieron fuego a
lo que quedó de la antaño orgullosa ciudad de los celtíberos. Sus
tierras fueron repartidas entre las ciudades vecinas, las mismas
que durante el asedio habían aprovisionado a los romanos y habían
rechazado ayudar a los numantinos.
∗∗∗
Escipión dejó al mando del ejército a su
pariente Marco Tulio, encargándole que levantara los campamentos y
abandonara Numancia retirando al ejército hacia los cuarteles de
invierno del valle del Ebro. Él tenía prisa por llegar cuanto antes
a Roma para anunciar a todos su triunfo sobre Numancia.
El general Marco Tulio, una vez acabado el
trabajo y mientras las legiones se marchaban por el camino del
oeste alejándose de la humeante Numancia, se acercó hasta la orilla
del Duero. Se agachó, y con la mano cogió un poco de agua con la
que se humedeció la cara; después sacó de una bolsa su mano derecha
de bronce con el texto de la tésera y lo leyó por última vez.
Desenvainó su cuchillo del cinturón y se hizo un pequeño corte en
la palma de la mano; cuando la sangre empezó a manar, empapó la
tésera con su propia sangre y la arrojó con fuerza al centro del
río.
—Mi querido Aracos —susurró—, ésta es la
única manera de que una parte de mí se quede aquí contigo. Por
siempre.