Capítulo 15

Los trescientos jinetes celtíberos regresaron a Numancia en silencio. Atravesaron las vastas planicies de la Meseta embutidos en sus mantos de viaje, contemplando absortos las nubes plomizas que cruzaban el cielo como terribles presagios. Habían soñado con combatir en campo abierto a las legiones, al lado de Viriato, siguiendo el hacha enhiesta de Aracos, que muchos consideraban un verdadero talismán, pero aunque regresaban sin pelear parecía como si acabaran de perder la última de las batallas.
Al atravesar la cordillera central de la Península, la barrera montañosa que cruza el centro de Iberia de este a oeste, se toparon con unos mensajeros que venían a su encuentro desde Numancia. Les dijeron que una legión con más de doce mil hombres se dirigía hacia Numancia desde el valle del Ebro. Aracos ordenó a sus hombres acelerar el paso para llegar cuanto antes.
Por el eficaz sistema de señales romano, que cubría la mitad oriental y el sur de Iberia, se había trasladado hasta Sedetania la noticia de que Viriato había ofrecido negociar la paz con Roma. El procónsul Pompeyo Aulo, que había fracasado como cónsul ante los muros de Numancia dos años antes, se había puesto en marcha con una legión hacia la ciudad de los arévacos, al recibir el permiso del Senado para llevar a cabo un segundo intento de conquista. Los numantinos estaban negociando un acuerdo de paz que les permitiera ganar tiempo, pero los romanos se habían enterado de que tan sólo se trataba de una argucia y denunciaron la actitud de los celtíberos.
Esta vez Pompeyo Aulo venía pertrechado con potentes máquinas de asedio, catapultas y un regimiento de zapadores. Estaba dispuesto a conseguir la rendición de Numancia por hambre, por sed o por cualquier otro medio.
Cuando llegó Aracos con la caballería, los romanos comenzaban a levantar un campamento estable, aprovechando algunas de las fortificaciones construidas en años anteriores. El otoño se había adelantado y soplaba un frío y seco viento del norte. Una sensación de alivio recorrió los corazones de los numantinos al contemplar el regreso del contrebiense y el brillo de su hacha de combate colgando del flanco de su caballo.
Aracos saltó de su montura y entregó las riendas de Viento a uno de sus hombres; unos guardias le informaron de que el consejo estaba reunido en el edificio del senado y que acudiera allí en cuanto le fuera posible. Aracos se sacudió el polvo del camino, se lavó la cara y las manos y corrió hacia el edificio del senado. El consejo de ancianos estaba debatiendo cómo organizar las defensas ante el nuevo sitio, que esta vez sí parecía ir en serio.
—¡Aracos!, benditos sean los dioses que te han permitido llegar sano hasta nosotros —se alegró el magistrado Tirtanos.
—¿Cuál es la situación? —preguntó Aracos.
—El procónsul Pompeyo manda una legión. Se han asentado en el campamento del este, a cuatro mil pasos de aquí. Tienen varias máquinas de asedio, unas diez catapultas y al menos seis elefantes. Nuestros oteadores han estimado en unos doce mil hombres los efectivos de esa legión.
—Están las trampas preparadas?
—Por supuesto, ya sabes que siempre están dispuestas, pero me temo que esa lección la tienen bien aprendida; no creo que caigan en el mismo error que en el pasado —dijo Tirtanos.
—Bien, antes de nada tengo que deciros que Viriato va a intentar llegar a un acuerdo con los romanos. Prefiere una paz honrosa a seguir luchando. Sabed que a partir de ahora estaremos completamente solos.

∗∗∗

A la semana de formalizar el asedio, unos vigías numantinos avisaron de un movimiento de tropas desde el campamento romano hacia Numancia. Aracos acudió presto a lo alto de los muros y observó a varias cohortes que avanzaban en formación hacia el oeste portando cada legionario varias estacas de madera que comenzaron a clavar a lo largo de una línea de más de mil setecientos pasos de longitud, entre los dos ríos menores. Una vez trazada la línea, una brigada de zapadores equipada con palas y picos comenzó a cavar una trinchera.
—Pretenden rodearnos con un foso —supuso Aregodas.
Aracos miró la zanja que estaban excavando los zapadores y se llevó la mano a la barbilla dubitativo.
—Me parece que no es precisamente eso lo que están haciendo. Fíjate, la excavación va del curso de un río al otro. Humm, ¡condenados romanos, están trazando un canal!
Y así era. Los ingenieros romanos habían planeado la construcción de un canal de mil setecientos pasos de longitud, más de milla y media, entre los dos ríos menores de Numancia, a fin de encerrar a los numantinos en el interior de un cerco de agua que impidiera salir de la ciudad o entrar en ella.
—Tal vez quieran rendirnos por hambre encerrados en nuestra propia ciudad, u obligarnos a salir a luchar a campo abierto, pero vamos a darles una buena sorpresa.
Tras varias semanas de excavación, el canal tenía ya una longitud de mil pasos y una profundidad de al menos veinte pies.
Aracos preparó un ardid para causar el mayor daño posible a los romanos.
—Escuchad —les dijo a sus hombres—: Desde hace tres días la profundidad del canal es mayor que la altura de tres hombres. He estudiado la forma de trabajar y los horarios de las guardias. Lo hacen de la siguiente manera: trabajan unos dos mil zapadores en cuatro turnos de tres horas en el cómputo romano del transcurso del día. Eso significa que dentro de la zanja están en cada momento unos quinientos hombres. Otros tantos vigilan nuestros movimientos desde la parte superior de la zanja, colocados de dos en dos en puestos de guardia separados por unos tres pasos. Contando con los aguadores, los zapadores y los vigilantes, en cada turno hay unos mil doscientos hombres. Cada turno es revisado y dirigido por un tribuno, que permanece al borde de la zanja.
—Mi plan es el siguiente: el momento más propicio para efectuar un ataque es antes de producirse el relevo de uno de los turnos, especialmente el penúltimo, mediada la tarde, que es cuando tienen el sol de frente si miran hacia Numancia. En ese momento los que cavan están cansados y el relevo está saliendo del campamento, por lo que si les atacamos entonces tardaría al menos media hora en llegar en su ayuda. Bien, atacaremos en ese preciso instante, antes del cambio del tercer turno. Será una carga sorpresa en la que la velocidad de ejecución de nuestra maniobra es fundamental. La caballería saldrá por la puerta oeste y bordeará la ladera norte de la colina de Numancia hasta alcanzar la altura máxima del lugar donde excavan. En cuanto hayamos ganado esa posición, mil infantes saldrán por la puerta norte, en la zona de «la bajada al llano». Si actuamos con celeridad, cogeremos por sorpresa a los zapadores y evitaremos que los vigías puedan agruparse. Lo liaremos esta misma tarde. Y recordadlo bien: el arma que nos dará la victoria es la rapidez.
Tal cual había planeado, la caballería, mandada por el propio Aracos, salió con el máximo sigilo dando un pequeño rodeo. En unos instantes ganó la posición y cogió por sorpresa a los vigilantes, que con el sol de frente tenían dificultades para la visión. Entre tanto, la infantería descendió la rampa de «la bajada al llano», la zona más accesible de!a ciudad, y corrió hasta el borde del canal. Los desprevenidos guardianes fueron fácilmente reducidos, pues no lograron agruparse, y los zapadores quedaron a merced de los numantinos, metidos dentro de la zanja, a veinte pies de profundidad y sin posibilidad de defensa.
Cuando se dio cuenta de lo que pretendían los numantinos, el tribuno de turno, un veterano militar llamado Opio, intentó agrupar a sus hombres, pero no tuvo tiempo de concluir la maniobra y él mismo fue abatido con un venablo. Los numantinos cayeron como centellas y dejaron muertos sobre el terreno a más de cuatrocientos romanos. La grieta abierta en la piel de la tierra parecía una fosa excavada para enterrar en ella a los cadáveres de los legionarios.
Acabada la matanza, los numantinos se retiraron tan deprisa como habían llegado. Cuando los del último turno llegaron del campamento y se asomaron a la zanja, sólo pudieron ver los centenares de cadáveres de sus compañeros atravesados por venablos, lanzas, flechas y espadas.
Pero los veteranos de la quinta legión no se amilanaron ante la masacre y renovaron sus esfuerzos en la excavación del canal, ahora mucho mejor preparados y con enormes efectivos protegiendo a los que trabajaban. En unos pocos días más finalizaron el canal entre los dos ríos; habían cavado una trinchera de mil setecientos pasos de largo por quince pies de ancho y cincuenta de profundidad. Sólo los romanos eran capaces de hacer algo semejante en tan poco tiempo y con tantas dificultades. Todo el lado oeste de la colina de Numancia había quedado cerrado por ese enorme foso; ahora las inmediaciones de Numancia estaban totalmente rodeadas por los fosos naturales del gran río Duero y de los dos ríos menores y por el canal artificial construido por los legionarios.
—¡Nos han aislado; Numancia es una isla rodeada de cursos de agua y fosos por todas partes! - exclamó un sorprendido Tirtanos, que nunca había visto nada parecido.
—No importa, Numancia siempre ha estado rodeada de ríos, fosos y barrancos —alegó Aracos.
—Pero nos han cortado «la bajada al llano», la zona por donde siempre hemos salido y entrado a la ciudad —dijo el magistrado.
—Bueno, el invierno se echa encima y con las obras del canal han olvidado construir un campamento estable; o se marchan o lo pasarán muy mal. Y nosotros tenemos provisiones suficientes, e incluso podemos realizar alguna salida en busca de más. Esos legionarios estarán agotados con el ritmo de trabajo que han soportado estos días. Si fuéramos unos millares más saldríamos a por ellos y los venceríamos, pero nos superan en tres a uno; debemos esperar a que sea el invierno quien los derrote.
Pocos días antes de comenzar el invierno llegaron al campamento de Pompeyo numerosas tropas de refresco. Los numantinos quedaron consternados al ver que los refuerzos eran más de media legión, pero a los tres días se reconfortaron al observar que más de cinco mil legionarios y auxiliares abandonaban el sitio rumbo al sur. Las nuevas tropas que habían llegado de Roma eran las encargadas de relevar a los veteranos de la quinta, que se licenciaban tras seis años ininterrumpidos de guerras.
Aracos se dio cuenta enseguida de la inexperiencia de los recién llegados. Todos los días recorría los alrededores de Numancia sobre su caballo Viento y podía observar a lo lejos la impericia de los legionarios novatos.
Con las primeras nieves, Aracos creyó que Pompeyo levantaría el campamento y se retiraría a invernar en las tierras menos frías de la Sedetania, o en las más templadas de la costa oriental, pero pasaban los días, el invierno avanzaba y Pompeyo parecía dispuesto a quedarse.
—Ese Pompeyo tiene cojones, pero va a arrastrar a la muerte a la mitad de sus hombres — comentó Aracos a Aregodas cuando vieron que se cubría el campamento romano con el manto de la primera gran nevada.

[Año 139 a. C]

El invierno fue terrible. Pompeyo había decidido quedarse ante Numancia, tal vez arrepentido por no haber impedido que se perpetrara la matanza de la zanja a causa del poco celo que puso en la protección de los hombres que la estaban cavando. Pero al no disponer de edificios sólidos, la mayoría de los soldados tuvo que dormir en tiendas de lona, soportando un frío intensísimo.
Las fuentes y manantiales se habían helado, por lo que los romanos tuvieron que recurrir al consumo de aguas estancadas en cisternas, lo que produjo enfermedades y terribles dolores en los estómagos de los legionarios noveles, no acostumbrados al duro clima del gélido invierno de la Meseta. Los hielos dejaron inservibles muchos alimentos y Pompeyo tuvo que ordenar que una cohorte se preparara para salir en busca de provisiones.
Enterado de eso por algunos desertores romanos y auxiliares ibéricos que de vez en cuando escapaban del ejército para buscar refugio en Numancia, Aracos preparó una emboscada a las puertas mismas del campamento de Pompeyo, pero no cuando salieron a por los víveres sino al regreso, pues el contrebiense pretendía matar a muchos romanos y a la vez apoderarse de los alimentos que llevaran consigo.
La cohorte se dirigió hacia el sur, atravesando con gran esfuerzo los campos nevados y helados hasta llegar a Ocilis, donde se aprovisionaron de aceite, vino, miel y trigo. Una noche, Aracos, que había sido informado por sus espías de que los que habían salido a por alimentos regresarían al día siguiente, tomó a quinientos de los más duros y aguerridos celtíberos, entre ellos a los miembros de la compañía de «los hijos de la luz», y salió de Numancia por los senderos helados. Para pasar inadvertidos a los oteadores romanos, ordenó que cada uno de ellos se cubriera con un manto o un lienzo blanco, incluso la cabeza. Así pudieron llegar hasta las mismas puertas del campamento, donde aguardaron emboscados entre los montones de nieve el regreso de la cohorte con los suministros. Cuando estuvieron a su alcance, Aracos saltó ante la cabeza de la fila de legionarios que caminaban cansinos sobre la nieve y con sendos golpes de su hacha derribó a un decurión y a un legionario. Como rayos fueron surgiendo los celtíberos por todas partes, acribillando a los confiados romanos, que habían relajado su guardia al verse ya ante las mismas puertas de su campamento; entre los dos bandos se trabó una feroz lucha. Observando cómo sus compañeros eran atacados ante sus propios ojos, los guardias del campamento salieron en su ayuda, pero el estrecho paso que conducía a la puerta estaba tomado por los numantinos, que también los abatieron con facilidad; los guardias tuvieron que replegarse al interior mientras Aracos y los suyos saqueaban las carretas de alimentos y regresaban deprisa a Numancia.
En la ciudad hubo alegría por la nueva victoria, pero de los quinientos que habían salido sólo regresaron trescientos.
—La misma historia de siempre. Los vencemos una, otra vez, pero siguen ahí, renovando su ejército, siempre con nuevas tropas que llegan en primavera y que sustituyen a todos y cada uno de los caídos en combate. En cambio, nosotros…; hoy hemos perdido a doscientos de nuestros mejores hombres, a los cuales jamás podremos sustituir —confesaba Aracos a Aregodas sus temores.
—Todavía somos tres mil soldados y unos doscientos jinetes —dijo el lugarteniente de Aracos.
—Ni siquiera una legión. Si reuniéramos a todos los celtíberos con posibilidad de combatir en un único ejército, podríamos formar a duras penas dos legiones, mientras que Roma puede reclutar cada año al menos cuatro.
—Y entonces, ¿a qué esperan para liquidarnos?
—Tú mismo lo viste cuando servíamos ante los muros de Cartago. ¿Recuerdas? El Senado debatía si destruir la ciudad de Aníbal antes o después, midiendo los plazos como si se tratara de un juego, para entre tanto, unos cuantos seguir ganando enormes sumas de dinero. Además, cada general quiere obtener lo que los romanos llaman el triunfo, y entrar victorioso en Roma desfilando sobre una cuadriga, vestido como su dios Júpiter, coronado de laurel y tocado con el manto púrpura bordado con hilos de oro. En ese desfile portan sobre carros el botín conseguido y muestran grandes carteles con el nombre de los pueblos derrotados, cuyos prisioneros son arrastrados con cadenas entre los insultos y las imprecaciones del pueblo romano antes de ser ejecutados como ladrones o vendidos como esclavos. Me confesó una vez un romano que para que un general obtenga el triunfo debe haber liquidado al menos a cinco mil enemigos en una sola acción de guerra.
—En Numancia no llegarnos a esa cantidad; tendrían que matarnos a todos y después liquidar a los de Termancia y a los de Uxama.
—Con tal de lograr el triunfo, contabilizarían entre los vencidos a mujeres, ancianos y niños —supuso Aracos.
—¿Sabías todo esto antes de aceptar nuestra propuesta para que fueras nuestro jefe?
—Lo suponía, Aregodas, lo suponía.
—¿Y por qué aceptaste? Tu padre no tenía derecho a hacerte cumplir su pacto de amistad con el lusitano. Tenías, y tienes, una esposa, tierras, una casa, ahora un hijo… ¿Qué demonios se te había perdido en Numancia en esta guerra que no es la tuya?
—¿Y qué importa en estos momentos todo eso? Estamos aquí, en medio de estas tierras congeladas, rodeados de romanos, acosados y solos… Tú viniste a mí, tampoco a ti se te había perdido nada en esta guerra.
—No podía soportar a los romanos, su afán por dominarlo todo, su superioridad, su altanería…
—Pero igual que yo, tú también estuviste con ellos, a su servicio.
—Bueno, era un trabajo. Compraron mi espada por un tiempo y me pagaron bien por ello, pero no podía entregarles gratis ni mi libertad ni mi conciencia.
—¿Libertad? ¿Acaso crees que aquí somos libres?
Aregodas miró a Aracos. Le puso la mano en el hombro y le dijo:
—¿Y tú me preguntas eso? ¿Qué crees que eres cuando cabalgas con Viento persiguiendo a un corzo, o cuando paseas por la vereda del Duero intentando pescar algún pez, o cuando decidiste dejarlo todo para luchar por esto? Eres libre; somos libres. Aunque ahí fuera estén todos los romanos, todas esas malditas legiones con sus orgullosos estandartes y Sus brillantes insignias doradas, con sus ufanos generales cubiertos de entorchados y con toda su maquinaria de guerra, mientras tengamos la capacidad de sostener una espada en nuestras manos, mientras sea así, seremos libres. No conozco qué otra cosa puede ser la libertad para un celtíbero.