Capítulo 8 [Año 143 a. C]
El Senado de Roma concedió prioridad
absoluta a la guerra celtibérica, que se había convertido en el
principal problema del Estado. Para hacer frente a los celtíberos,
el Senado envió a Hispania a Quinto Cecilio Metelo, el vencedor de
Macedonia, que acababa de ser elegido cónsul.
Metelo desembarcó en Tarraco con dos
legiones, a las que se unieron un gran número de tropas auxiliares
hasta alcanzar la cifra de treinta mil infantes y dos mil
jinetes.
El cónsul lanzó a sus dos legiones contra
las ciudades de Centóbriga y Nertóbriga. Esta última fue perdonada
porque desistieron de su rebeldía y en atención a los muchos
servicios que había prestado hasta entonces a Roma, pero Centóbriga
fue asediada. Algunos centobrigenses, atemorizados por el acoso
romano, desertaron y huyeron descolgándose por las murallas para
unirse a los sitiadores. Los hijos y parientes de los desertores
fueron colocados en lo alto de las murallas, atados a unos postes,
para que sirvieran de blanco y a la vez de parapeto a los disparos
de las catapultas romanas. Pero la pequeña ciudad no pudo resistir
y fue tomada al asalto.
Destruida Centóbriga y sometida Nertóbriga,
Metelo avanzó hasta la tierra de los vacceos, a los que derrotó
fácilmente, y después atacó a los arévacos, a los que sorprendió en
plena recolección de los cereales.
Desde las atalayas que controlaban los
caminos que desde el Duero o desde el jalón llevaban a la tierra de
los arévacos, los vigías dieron el aviso de que se acercaba un gran
ejército hacia Numancia.
Aracos estaba ayudando en la recolección de
un campo de trigo a un par de millas de Numancia cuando las señales
de los vigías anunciaron el peligro.
—Vamos, vamos, deprisa —les dijo a sus
compañeros—; cargad todo lo que podáis en los carros y regresemos a
la ciudad. Parece que los romanos ya están de nuevo aquí.
Unos jinetes pasaron por el sendero al
galope gritando a todos los que en esos momentos trabajaban en los
campos que dejaran cuanto estuvieran haciendo y que se dirigieran
de inmediato a protegerse tras las murallas.
Los soldados acudieron deprisa a los puestos
que les habían sido asignados en la defensa de cada tramo de muro.
El grupo de contrebienses de Aracos defendía la puerta norte, al
lado de sus casas, en la zona más accesible del cerro donde se
asentaba la ciudad. Dejaron sus pertrechos agrícolas y vistieron su
equipo militar: sencillos cascos cónicos ajustados a la nuca y
sujetos al cuello con correas de cuero, la espada corta, tres
lanzas, un cuchillo largo y el escudo pequeño y redondo; los
arqueros tomaron sus arcos y un carcaj lleno de flechas, y la honda
de badana con una bolsa de proyectiles de glandes de plomo y de
piedra.
Para algunos de los contrebienses aquélla
iba a ser su primera acción de guerra, pero otros llevaban en la
punta de sus cascos algunas de las cabelleras de los enemigos que
habían abatido en combates anteriores.
Aregodas, el lugarteniente de Aracos,
acuciaba a los rezagados para que se apostaran en el tramo de la
muralla que les correspondía defender.
Mediada la tarde, todos los hombres seguían
en sus puestos, pero de los romanos no había ni rastro.
—¿Dónde están? —preguntó a Aregodas uno de
los contrebienses más jóvenes.
—Allí, tras esas colinas. Ahora sus espías
nos están observando; intentan averiguar dónde están nuestros
puntos débiles para atacar por ellos.
Tras las colinas que había señalado Aregodas
comenzaron a surgir grandes columnas de humo.
—Ahí los tienes, muchacho; están quemando
las cosechas. Parece que quieren rendirnos por hambre. El padre de
Aracos estaría contento si viera esto; este invierno habrá menos
trigo y su precio será más alto; Abulos ganará más dinero.
Los incendios continuaron toda la noche. Los
romanos estaban prendiendo fuego a los campos que todavía no habían
sido cosechados. En lo alto de algunos cerros también se veían
arder los pequeños poblados y atalayas de los arévacos.
La noche fue larga y el alba los sorprendió
con un fresco amanecer, pese a estar en pleno verano. Entre los
primeros rayos del sol y los humeantes campos quemados aparecieron
las primeras cohortes romanas. Una legión completa se desplegó ante
Numancia. Las diez cohortes de seiscientos hombres por unidad
estaban perfectamente formadas y equipadas, con los tres manípulos
de cada cohorte claramente diferenciados, con las tres categorías
de legionarios, los veteranos y expertos hastati, armados con sus largas lanzas y sus enormes
escudos cuadrados, los poderosos principes
y los menos expertos triarii. Seis tribunos
militares encabezaban la legión, en cuyos flancos se habían
desplegado los ligeros vélites y dos alas de tropas auxiliares, al
menos diez mil hombres agrupados en varios batallones de itálicos,
galos e iberos, y junto a ellos trescientos jinetes númidas y diez
elefantes. Tras los infantes se alineaba la caballería, otros
trescientos jinetes divididos en dos alas, cada una de ellas
integrada por cinco turmas o escuadrones de treinta caballeros cada
uno.
En primera línea, junto al general legado y
a los tribunos, se alzaban orgullosas las insignias y estandartes
de la legión; era la tercera, la misma que Metelo había utilizado
para, junto con la sexta, someter Macedonia.
Los jóvenes contrebienses parecían
inquietos; habían visto en algunas ocasiones a los soldados
romanos, pero nunca en una formación tan formidable como
aquélla.
De inmediato sonaron trompas y timbales y
por la cima de las colinas apareció otra legión, tan bien formada
como la tercera. Al frente estaba el cónsul Cecilio Metelo vestido
con el paludamentum, la capa púrpura que
simbolizaba su poder supremo y su imperio militar.
Aracos aguzó la vista y respiró con cierto
alivio cuando contempló que el estandarte de esta legión era el de
la quinta; al menos en esta ocasión no tendría que enfrentarse a su
amigo Marco y a sus ex compañeros de la sexta.
—¡Por Lug —clamó Aregodas—, dos legiones!
Los romanos se han tomado este asunto muy en serio.
Los más jóvenes de entre los contrebienses y
numantinos temblaban de miedo, pero Aracos acudió a confortarlos y
darles ánimo.
—No temáis. Esta demostración de fuerza es
puro «teatro» —esta palabra la pronunció en latín y no la
entendieron—; quiero decir que tan sólo muestran sus poderes para
amedrentarnos. Vamos, respondámosles, demostremos a esos romanos
que no los tememos.
Aracos se encaramó sobre el parapeto de la
muralla, alzó su temible hacha de combate, se quitó el casco y
comenzó a gritar agitando sus largos cabellos rizados. Al verlo y
oírlo, todos los defensores hicieron lo mismo. Las largas
cabelleras de los celtíberos comenzaron a ondear al viento, que
llevaba hasta los legionarios romanos sus terribles aullidos.
—¡Vamos, vamos, aullad como lobos, que vean
los romanos el destino que les espera! —gritaba Aracos en medio del
bullicio de los hombres, que a un tiempo agitaban sus cabellos y
blandían sus armas.
Sin inmutarse por aquellos gritos y gestos,
Metelo consideró que aquella pequeña ciudad no podía resistir un
asalto contundente del ejército romano y lanzó el ataque a las tres
primeras cohortes de la tercera legión, pero los numantinos
resistieron el envite encaramados en sus murallas sin apenas bajas.
Unos cuantos triarii quedaron retrasados
cuando se produjo la primera retirada. Aracos vio la debilidad de
su posición y ordenó a sus mejores hombres que los siguieran. Los
contrebienses saltaron desde las murallas y corrieron con sus armas
ligeras hacia los confiados legionarios que se retiraban sin haber
cubierto sus espaldas. Muchos triarii de la
segunda y la tercera cohortes, unos doscientos legionarios, fueron
abatidos por los hombres de Aracos, que regresaron victoriosos al
abrigo de los muros tras su contundente salida.
Los numantinos aclamaron desde lo alto de la
muralla la acción relampagueante de Aracos y los suyos.
Metelo, burlado y colérico, ordenó entonces
cargar a los diez elefantes de los númidas. Los enormes paquidermos
se acercaron hasta el pie de la colina, pero al atravesar una zanja
poco profunda el suelo se hundió bajo sus enormes patas. Las
ingeniosas trampas que había ideado Aracos, copiando lo que había
visto hacer a Tiberio Sempronio Graco ante Cartago, funcionaron
perfectamente. Habían sido fabricadas para soportar el peso de
varios hombres, pero no para aguantar la enorme mole de los
elefantes. Dos de esas bestias cayeron en sendos agujeros tan
profundos como la altura de dos hombres y en cuyo fondo se habían
colocado varias estacas aguzadas en las que quedaron ensartados los
dos elefantes y sus conductores.
Los barritos de la pareja de elefantes
atrapados en las trampas y heridos por las estacas inquietaron a
los otros ocho, que, pese a los esfuerzos de sus cuidadores, se
negaron a seguir adelante.
Metelo contempló furioso las murallas de
Numancia y el alboroto que se había formado sobre ellas por la
algarabía y el contento de los defensores. Comprendió que las
laderas de aquella maldita colina estaban repletas de trampas y que
sería imposible atacarla en esas condiciones. Numancia había vuelto
a vencer a las legiones romanas.
Aracos limpió su hacha ensangrentada y
ordenó a la mitad de sus hombres que se retiraran a descansar y a
comer, mientras el resto quedaba de guardia sobre los muros
contemplando cómo se replegaban las dos legiones.
—Os dije que sólo era una demostración. No
traían torres de asalto, ni catapultas, y lo que es más importante,
no estaban convencidos de la victoria.
Aracos fue aclamado por sus hombres y los
numantinos lo pasearon a hombros por las calles de la ciudad.
—No creáis que todo esto ha acabado —dijo
Aregodas devolviendo a todos a la realidad tras la euforia—;
volverán, los romanos siempre vuelven.
—Quizá, pero esta vez han aprendido una
buena lección —dijo uno de los más jóvenes.
—Es cierto —aseveró Aracos—, pero en cada
encuentro tenemos menos cosas que enseñarles y menos ingenios con
qué sorprenderlos.
Desde Numancia, el cónsul Quinto Cecilio
Metelo, que ya se había imaginado regresando a Roma en triunfo, se
dirigió a Termancia, ciudad también de los arévacos, fracasando de
nuevo en su intento de conquista.
Entre tanto, Viriato había derrotado en el
valle del río Anas a dos ejércitos romanos, a los que obligó a huir
y a refugiarse en Córduba.