Capítulo 10 [Año 142 a. C.]
Pese a no conquistar Numancia y fracasar en
sus campañas en Hispania, Quinto Cecilio Metelo fue recompensado
por el Senado con el sobrenombre de Celtibérico, que añadió al de
Macedónico que ya portaba por su victoria anterior en Oriente. El
Senado lo mantuvo además al frente del ejército de Hispania con la
categoría de procónsul. Su alegría fue grande cuando se enteró de
que su hermano Lucio había sido elegido cónsul para el nuevo
año.
Aquel invierno fue especialmente suave para
lo habitual en Celtiberia, pero la quema de las cosechas del verano
anterior había dejado a Numancia con una escasa provisión de trigo.
Los numantinos habían debatido en su senado esta cuestión y habían
acordado realizar en primavera una incursión por las tierras de los
vacceos y de los turdetanos en busca de trigo, cebada y centeno,
bien fuera para comprarlos o para conseguirlos por la fuerza.
Aracos, cuyas hazañas e ingenio le habían
hecho acreedor de un puesto relevante en el senado numantino, se
ofreció para ir hasta Contrebia Belaisca y hablar con su padre, que
siempre sabía dónde encontrar grano al mejor precio.
Afortunadamente, el benigno invierno había producido una caza muy
abundante y las sierras de los alrededores de Numancia estaban
rebosantes de onagros, ciervos, jabalíes, corzos, rebecos y
conejos, que ese año eran tan abundantes que constituían una
verdadera plaga.
Como quiera que esperaban un nuevo ataque,
tal vez a fines de primavera, cuando las cosechas de cereales están
granadas pero todavía no se han recogido, los numantinos decidieron
realizar una gran batida. Si conseguían cobrar muchas piezas y
guardar su carne en salazón, ahumada, seca o en conserva, sería
mucho más fácil resistir a un nuevo asedio, aunque los romanos
volvieran a quemar los campos de cultivo a fines de esa
primavera.
Los druidas realizaron un sacrificio ritual
a las puertas de Numancia para ver si la caza iba a ser propicia.
En verdad que aquel rito no iba a cambiar mucho las cosas, pues ya
estaban preparados trescientos hombres y treinta jinetes para salir
de cacería. Los druidas leyeron en las entrañas de un cordero que
el momento era oportuno y que los dioses, sobre todo Cernunnos,
ayudarían a los cazadores.
La partida caminó durante una jornada entera
hacia el este, en busca de las laderas occidentales del Moncayo, en
cuya sagrada cumbre moraban Neitos, el dios de la guerra, y algunos
otros dioses. Muchas millas alrededor de la gran montaña se
extendían bosques de robles, encinas y quejigos, poblados por
abundantes manadas de animales. La dificultad de la caza estribaba
en la espesura del bosque, cuajado de altos matorrales y de densa
vegetación. Junto a los caballos salvajes, los onagros, los
jabalíes, los ciervos, los corzos y los rebecos, abundaban también
los lobos y los zorros, que eran capturados por el valor de sus
pieles, e incluso algunos osos, que se refugiaban en cuevas
situadas en lo más alto de las escarpadas laderas de la montaña, en
lugares casi inaccesibles para el hombre.
Aracos montaba un caballo que le había
regalado el senado de Numancia, como agradecimiento por la defensa
de la puerta norte en el ataque del verano anterior y por haber
ideado el sistema de trampas que acabó con dos de los elefantes y
provocó la retirada del resto. Se trataba de un magnífico ejemplar
de color pardo, de los que se decía que cambiaban de tono en la
orilla del mar. Era hijo de un alazán de Celtiberia y de una yegua
lusitana de las que Viriato había regalado a los numantinos cuando
los visitó para pedirles que se unieran a él contra los romanos.
Una vieja leyenda decía que a esas yeguas lusitanas las preñaba el
céfiro, el suave y húmedo viento que en Lusitania sopla de
poniente, desde el mar exterior hacia la costa, y que por eso sus
potros eran los más rápidos de todo el mundo.
—Ese corcel es magnífico. El senado de
Numancia te ha hecho un extraordinario regalo. Mira con qué
elegancia trota, magnífico, magnífico.
Era Aregodas quien alababa el porte del
caballo que montaba Aracos.
—Lo llamaré Viento —
dijo Aracos.
—Muy apropiado; sí, ése es un buen
nombre.
La partida de cazadores acampó en un claro
del bosque, a la vista de la montaña sagrada. El senado numantino
había designado a un rico propietario llamado Letuno como jefe de
la partida de caza, y a Aracos como su lugarteniente.
Durante la cena, alrededor de una hoguera,
los cazadores prepararon la batida que realizarían al amanecer. Un
experto cazador que se ganaba la vida persiguiendo lobos y zorros
les indicó cuáles eran los mejores terrenos para la caza en esa
época del año. La primavera estaba comenzando y eran muchos los
animales que se acercaban a los arroyos a beber el agua fresca del
deshielo del Moncayo, cuya cumbre estaba cubierta por una extensa
cabellera de nieve.
—Haremos una batida en forma de media luna.
Los jinetes acosarán a las piezas desde levante, empujándolas hacia
el oeste, y los infantes aguardarán apostados en la orilla opuesta
del arroyo que tenemos a nuestras espaldas. Hay una zona en la
ribera izquierda que es muy escarpada; las piezas tienen que ser
dirigidas hacia allí, donde tendrán dificultad para superar el
escarpe, de modo que será más fácil abatirlas desde arriba —dijo el
cazador de lobos.
—Aracos tendrá el mando de la caballería
—intervino Letuno.
—Imaginad que los animales son romanos a los
que perseguimos; tenemos que lograr encaminarlos hacia donde los
esperan nuestros hombres emboscados. Nuestra misión —explicó Aracos
dirigiéndose a los jinetes— es engañar a los animales, perseguirlos
sin que se den cuenta de que los estamos llevando a una trampa y
allí abatirlos.
Amaneció; el cielo estaba cubierto y un
ligero viento soplaba del sur.
—La dirección del viento nos favorece
—comentó el cazador.
—En ese caso, manos a la obra —ordenó
Letuno.
Los infantes se apostaron en el soto de la
ribera, ocultos tras los matorrales; cada uno ellos portaba dos
lanzas largas, tres venablos y un arco y un carcaj con abundantes
saetas, además de la falcata y un cuchillo
largo.
Los jinetes partieron hacia el este, dando
un largo rodeo. Cuando se encontraron a unas diez millas del
arroyo, Aracos ordenó que se desplegaran en forma de media luna;
eran sólo treinta, pero separados por unos veinte pasos uno de otro
ocupaban un frente de más de media milla. Se había fijado para el
inicio de la partida el toque de una trompa de terracota por parte
de uno de los jinetes. Cuando Aracos comprobó que todos los
caballeros estaban desplegados, ordenó el toque de trompa y comenzó
la batida.
Sirviéndose de largas pértigas, los jinetes
comenzaron a golpear los matorrales, a tocar las trompas y a hacer
sonar los silbatos de terracota, avanzando hacia el este en
formación. Aracos había dado órdenes estrictas de no romper el
frente y de que cada jinete mantuviera con los compañeros de la
izquierda y la derecha la misma distancia inicial de unos veinte
pasos.
No tardó mucho tiempo en saltar de entre los
matorrales la primera pieza, un rebeco. Después, conforme los
jinetes avanzaban hacia el este, surgieron otros animales. Los
caballeros hacían mucho ruido, gritaban y golpeaban la espesura con
sus pértigas, hacían sonar silbatos y trompas y gritaban cuanto sus
gargantas eran capaces de hacerlo; se trataba de asustar al mayor
número de animales, obligarles a salir de sus escondites y
dirigirlos hacia la trampa del arroyo.
Entre tanto, los infantes se mantenían en
silencio en sus puestos de caza, agudizando el oído para advertir a
lo lejos los toques de trompa de sus compañeros. Tras la larga
espera, una pieza apareció en el claro del arroyo; era un ciervo de
mediano tamaño, un macho joven y solitario. Algunos hombres se
mostraron inquietos, y Letuno tuvo que calmarlos susurrándoles que
si se movían podían echar a perder todo el trabajo realizado hasta
entonces. El joven ciervo se detuvo a la orilla del arroyo, alzó la
cabeza al frente como si intuyera el peligro y después giró el
cuello hacia atrás, de donde procedían los estridentes sonidos que
se oían cada vez más cerca. Tras el ciervo aparecieron varios
corzos y una piara de jabalíes encabezados por un enorme macho. Los
venados se habían detenido desconfiados ante el arroyo, pero el
jabalí macho cruzó la corriente sin detenerse un instante y todos
los demás animales lo siguieron. Al otro lado del arroyo los
animales se encontraron con la dificultad del escarpe. El gran
jabalí fue también el primero en intentar superarlo, pero sus
pezuñas resbalaron y a punto estuvo de rodar por la inclinada
pendiente. Los venados dieron grandes saltos, pero apenas pudieron
alcanzar el borde del escarpe. El nerviosismo de todos los animales
fue en aumento cuando oyeron ya muy cerca las trompas de los
jinetes.
Letuno había ordenado a sus hombres que no
movieran uno solo de sus músculos hasta que él no diera la orden de
disparar. A su lado estaba el experto cazador, que al contemplar la
desesperada situación de las presas le indicó que ya era el momento
de iniciar la caza. A una señal de Letuno, uno de sus hombres hizo
sonar una trompa de terracota. Al unísono, los cazadores salieron
de sus escondites y comenzaron a lanzar una lluvia de flechas sobre
los aterrorizados animales. Alguno de los corzos intentó volver a
la otra orilla, pero de la espesura del boque aparecieron los
primeros jinetes con sus lanzas en ristre, cerrándoles la
retirada.
—Al pecho, al pecho, procurad darles en el
pecho —gritaba el experto cazador, preocupado por que no se
estropearan las pieles.
Aracos observó a un magnífico ejemplar de
rebeco que escapaba arroyo arriba y tiró de las riendas de su
montura.
—Vamos, Viento — le
gritó al caballo—, es hora de que demuestres que mereces llevar
este nombre.
El contrebiense azuzó a su corcel, apretó
las piernas contra los costados del caballo, se asió con fuerza a
las riendas y lo lanzó a la carrera en pos del rebeco. Durante
media milla Viento corrió tras el rumiante
sin apenas recortarle distancia, pero a partir de ahí la velocidad
del caballo se mantuvo y la del rebeco fue decayendo. Cuando se
colocó a su altura, Aracos alzó su lanza, apuntó al cuello del
animal y la arrojó con todas sus fuerzas. La jabalina se clavó en
la cerviz del rebeco y éste cayó envuelto en una nube de polvo.
Aracos tiró con fuerza de las riendas para detener a Viento y saltó al suelo corriendo hacia la pieza
abatida mientras sacaba de su cinturón su hacha de combate. El
rebeco estaba intentando levantarse cuando Aracos lo alcanzó y con
un tremendo tajo le seccionó la parte superior del cuello.
Cargó el rebeco sobre el lomo de Viento y regresó corriente abajo hacia el lugar de
la batida. Veinticinco piezas habían sido muertas, entre ellas el
gran jabalí, que había causado graves daños en la pierna de un
hombre que se retorcía de dolor.
—Está perdiendo mucha sangre, hay que atajar
esa cuantiosa hemorragia o morirá —dijo Letuno. Aracos saltó de su
caballo y examinó al herido.
—Hay que cortarle la pierna y cauterizarle
la herida; no queda más remedio.
—¿Sabes cómo hacerlo? —le preguntó
Letuno.
—He visto cómo lo hacían los cirujanos del
ejército romano.
—Hazlo.
Aracos ordenó que encendieran una fogata y
puso a calentar la hoja de su cuchillo. Ordenó que sujetaran al
herido y le colocó un pedazo de cuero entre los dientes y un
torniquete a la altura de la ingle. El cuchillo seccionó
limpiamente los tejidos de la pierna, que de la rodilla para abajo
estaba totalmente desgarrada, como si hubieran cortado la carne a
flecos. El herido no pudo soportar el dolor y cayó desmayado cuando
Aracos aplicó la hoja rusiente del cuchillo a los tejidos recién
cortados.
Las piezas abatidas se colocaron sobre los
caballos, y el herido en unas parihuelas. Algunos hombres tenían
rasguños, contusiones y abundantes cortes en las manos, pero, salvo
el que había perdido la pierna, todos estaban bien.
—Ha sido un buen día, algunas jornadas más
como ésta y tendremos carne suficiente para el invierno —dijo
Letuno.
La partida de caza regresó a Numancia a los
diez días. Traía más de doscientas piezas grandes entre jabalíes,
corzos, rebecos, ciervos y onagros, y muchas menores, como conejos,
palomas, perdices y oropéndolas. Muchas de las piezas ya habían
sido desolladas y su carne ahumada y salada en el campamento de los
cazadores.
—Te dije que era un magnífico animal
—comentó Aregodas cuando Aracos le quitó la manta del lomo a su
caballo nada más llegar a Numancia.
—Tenías que haberlo visto cuando perseguí al
rebeco el primer día de caza; en verdad que corre como su nombre,
como el viento.
Aracos acarició el cuello de Viento; el animal lo miró como si hubiera entendido
las palabras de los dos amigos. Entre los celtíberos, cuidar a los
caballos era considerado un alto honor, y Aracos le encomendó a
Aregodas que desde entonces se encargara de Viento.