Capítulo 1 [Año 137 a. C.]

La muerte de Viriato había aliviado de muchos problemas a los romanos en Hispania, pero Numancia seguía sin ser conquistada, desafiando a las legiones, derrotando a cuantos cónsules, procónsules y pretores aparecían por aquellas tierras, aterrorizando con la sola mención de su nombre a cuantos jóvenes romanos eran llamados a filas cada año para componer las cuatro nuevas legiones consulares y cuestionando la capacidad militar de la que tan orgullosa estaba la República. La resistencia de la pequeña ciudad celtíbera, cuya extensión era similar a la de un barrio de Roma, constituía un reto permanente a la superioridad romana, un desafío a su potencia y a su ambición de convertirse en la dueña del mundo.
El Senado decidió que los dos nuevos cónsules deberían centrar todo su esfuerzo en la conquista de Numancia. Los elegidos fueron Cayo Hostilio Mancino y Marco Emilio Lépido Porcina. Hostilio Mancino fue destinado a Hispania y nada más recibir la noticia se dirigió al templo de Vesta para hacer un sacrificio. Se presentó ante el altar de la diosa con una jaula con doce pollos, pero cuando los arúspices se disponían a sacar las aves de la jaula para sacrificarlas y leer los presagios en sus entrañas, los pollos se escaparon revoloteando entre las risas de los curiosos que se habían acercado hasta el templo para presenciar el espectáculo. Aquello se consideró como un mal augurio, pero el cónsul recompuso su semblante y pocos días después embarcaba en Ostia con su ejército rumbo a Hispania. Algunos de los que estaban allí presentes dijeron que cuando el cónsul subía a bordo de una de las trirremes se oyó una voz que le prevenía «Mancipo quédate»; todos interpretaron aquella voz, a cuyo dueño nadie pudo identificar, como otro mal presagio.
Mancino llevó consigo como cuestor al joven y brillante Tiberio Sempronio Graco (el hijo del cónsul que derrotara a los celtíberos y a los cartagineses en compañía de Escipión), quien acababa de cumplir veinticinco años. Cuando atravesaba las tierras próximas a Roma, Tiberio contempló una región de gente empobrecida a causa del mal reparto de la propiedad agraria. Fue entonces cuando se dio cuenta de que para evitar el colapso social y económico de la República por la acumulación de la tierra en pocas manos era imprescindible una reforma agraria y una redistribución equitativa de la propiedad.
En cuanto desembarcó en Hispania, Mancino se dirigió de inmediato hacia Numancia y se instaló en un campamento a dos millas al oeste de la ciudad arévaca. Desde allí desplegó a sus dos legiones y las organizó en seis grupos y tres turnos, de manera que siempre hubiera dos de ellos operativos.
Los numantinos atacaban a los romanos con salidas rapidísimas y por sorpresa; golpeaban con fuerza en los lugares donde menos se esperaba, lanzaban sus venablos y flechas y se retiraban deprisa, antes de que la pesada maquinaria de la legión pudiera reaccionar y organizar sus filas para repeler el ataque. Aracos organizó a sus huestes en grupos mezclados de jinetes e infantes. Para ganar en rapidez y agilidad, los obligó a despojarse de todo material que fuera superfluo; el equipo militar de los numantinos quedó reducido a una túnica corta en verano y el sagum con capucha en invierno, tres venablos o lanzas cortas, una lanza larga, la espada larga de doble filo para los jinetes y la falcata para los infantes y un ligero escudo redondo de madera con el umbo de metal; sólo se protegían la cabeza con un casco cónico. Con tan ligero bagaje, los jinetes celtíberos, montados sobre sus ágiles y velocísimos corceles, aparecían de improviso una y otra vez ante los desatentos romanos, lanzaban sus dardos sobre los pesados manípulos de legionarios y salían a todo galope lejos del alcance de la pesada infantería romana.
Aprovechando la ventaja que les proporcionaba el conocimiento del terreno y la libertad de cada guerrero para obrar según creyera oportuno en cada momento, los numantinos aparecían de improviso ante cualquier partida de romanos que se despistara lo más mínimo, lanzaban sus armas y desaparecían entre las espesuras y las quebradas como tragados por la tierra.
Las patrullas romanas que el cónsul destacó por los alrededores de la ciudad fueron diezmadas con facilidad, y durante tres meses el ejército de Mancino sufrió numerosos reveses en cuantas salidas llevó a cabo contra los numantinos. Los centuriones más veteranos se vieron obligados a plantearle al cónsul que, mientras estuviera el ejército disperso en pequeños grupos y patrullas, serían presa muy fácil para los numantinos, mucho más habituados a ese tipo de combates. Muchos de ellos habían luchado varios años en Hispania y sabían que en ese tipo de lucha los guerreros hispanos eran muy superiores a los legionarios, que necesitaban amplios espacios para maniobrar y para poder desplegarse con garantías de éxito.
Convencido de que la táctica seguida hasta entonces sólo había causado pérdidas y derrotas, Mancino ordenó a sus legados que formaran una de las dos legiones y mandó que avanzara por el valle del río que fluía hasta Numancia desde el campamento, buscando amedrentar a los numantinos mediante una manifestación de fuerza. Aracos, informado por sus oteadores de esa maniobra, envió varios escuadrones de caballería para que se escondieran entre las barranqueras de unos cabezos donde el valle se estrechaba, a mitad de camino entre el campamento romano y la ciudad. Para despistar a los romanos, hizo formar a la infantería ligera y la mandó avanzar al encuentro de la legión que venía valle abajo.
Mancino se frotó las manos cuando le comunicaron que los numantinos habían salido de sus muros y que ofrecían batalla en campo abierto, donde los romanos eran muy superiores. Los infantes celtíberos se detuvieron bajo los cabezos del estrecho y aguardaron la llegada de los legionarios.
Seguro de su triunfo, el cónsul ordenó mediante las banderas de señales que las primeras líneas de hastati enristraran sus lanzas, alzaran sus escudos y cargaran sobre la infantería numantina. Tal y como había ordenado Aracos, los celtíberos comenzaron a retroceder ordenadamente hasta que arrastraron a las primeras cohortes a la zona donde se estrechaba el valle. Cuando los legionarios creían tener al alcance de la mano su primera victoria, desde ambos lados de los escarpes surgieron varios escuadrones de infantes numantinos arrojando flechas, venablos y piedras sobre los sorprendidos romanos, mientras por detrás cargaba la caballería ligera destrozando la formación de los vélites y de las demás tropas auxiliares.
Rodeados por todas partes, con las alturas de los flancos ocupadas por los numantinos, Mancino, viéndose acorralado, ordenó a sus hombres que se retiraran hacia el campamento. Los legionarios, desorientados y sin instrucciones precisas, retrocedieron en medio del acoso de los arévacos, quienes, aprovechando su mayor ligereza, atacaban una y otra vez las alas de la legión, causando muchas bajas. Sólo la experiencia y la calma de algunos centuriones, que supieron organizar a sus hombres en formaciones compactas, evitó que aquella retirada no se convirtiera en una verdadera masacre.
Cuando llegaron a la seguridad del campamento, alguien hizo con el rumor de que dos ejércitos de vacceos y cántabros se acercaban desde el norte y el oeste en ayuda de los numantinos. Mancino, presa de pánico, prohibió a sus hombres que hicieran hogueras, y en la oscuridad de la noche les ordenó salir del campamento para ir a refugiarse al que Nobilior había construido hacía dieciséis años, que aunque estaba abandonado desde entonces, era más seguro y todavía conservaba los muros. La marcha nocturna la hizo sin antorchas, por caminos pedregosos, con gran esfuerzo para sus hombres.
Durante toda la noche y todo el día siguiente los hombres que quedaban de las dos legiones se mantuvieron apostados entre las ruinas del campamento, sin que Mancino ordenara reforzar los muros, arrumbados en algunos tramos, o restaurar las puertas, cuyos batientes de madera habían desaparecido.
En el segundo amanecer, Mancino subió sobre los muros levantados por los hombres de Nobilior; esperaba ver a lo lejos los humos de los hogares de Numancia, pero se topó con los guerreros numantinos que rodeaban el campamento.
Aracos cogió su lanza, colocó un paño blanco en la punta y se acercó al galope hasta la puerta del campamento romano, que había sido tapiada con una carreta y unos troncos.
—Deseo hablar con vuestro cónsul —gritó.
Breves instantes después, Mancino se presentó sobre los muros junto a la puerta.
—Yo soy Cayo Hostilio Mancino, ¿qué deseas, bárbaro? —preguntó.
—Estáis atrapados y sin víveres. Un ejército de veinte mil vacceos y otro de quince mil cántabros están apostados junto a Numancia. Esperan una indicación mía para atacar este campamento y acabar con todos vosotros. Los vacceos no han olvidado lo que hicisteis en Cauca, ni creo que lo olviden jamás; reclaman venganza y están dispuestos a no dejar a ninguno de vosotros con vida. Y en cuanto a los cántabros…, bueno, yo no me atrevería a mantener con ellos ni una disputa de taberna; les encanta comerse crudo el hígado de sus enemigos cuando todavía está caliente.
—Por lo que respecta a nosotros, los celtíberos, mira —Aracos señaló al grupo de jinetes que se mantenía a unos cien pasos detrás de él—: de los flancos de nuestros caballos cuelgan las cabelleras de los enemigos que hemos abatido en el campo de batalla; pronto colgarán allí las vuestras.
Aracos mentía. Detrás de Numancia no había ningún ejército vacceo y la ferocidad de los cántabros no llegaba a semejantes extremos, pero Mancino había perdido el control y era capaz de creerse cualquier cosa.
—¿Y qué propones?
—Un tratado. En él deberá quedar claro que el ejército romano se rinde y que el acuerdo de paz se firma en condiciones de igualdad entre Roma y Numancia. En caso contrario, mañana mismo atacaremos este campamento, y más vale que os encomendéis a todos vuestros dioses, pues dejaré que sean los cántabros los primeros que entren en este recinto; tienen ganas de darse un buen atracón de vísceras romanas.
Dame tiempo.
—No hay tiempo. O firmas el tratado o no podré contener a mis aliados. No han venido hasta aquí para esperar sentados a que te decidas.
Mancino y Aracos acordaron un tratado por el que las dos legiones consulares rendían sus armas a los numantinos y se acordaba una paz duradera y estable entre Numancia y Roma, que firmaban el tratado en condición de ciudades iguales. En la negociación de las condiciones intervino Tiberio Sempronio Graco; gracias a él y a que los celtíberos todavía recordaban la nobleza de su padre, se salvaron de la muerte los treinta mil romanos.
Cuando los romanos abandonaban el campamento, Aregodas, que contemplaba junto a Aracos y a Olíndico la salida de los legionarios, dijo:
—Deberíamos acabar con ellos, ahora que podemos. Sabes que el Senado jamás aceptará ese tratado.
—Hemos dado palabra a Tiberio Sempronio Graco de que les dejaríamos retirarse en paz —asentó Aracos.
—¿Y quién es ése?
—El hijo del único romano al que los celtíberos recuerdan sin odio. Tal vez te acuerdes de él, estuvo con Escipión en el asalto a Cartago.
—Sí, era aquel anciano de cabellos canos que parecía un rey.
—El mismo. Este otro Tiberio es su hijo; fue el único romano que nos defendió ante el Senado.
—¡Ah, sí!, se trata de ese joven que hablaba con la elocuencia de un retórico y la contundencia de un filósofo.
—Mi padre sirvió a las órdenes del suyo —dijo Aracos.
—Pues bien que siento que se firme esta paz; no sé si alguna vez volverá a presentarse una oportunidad como ésta para colgar de mi caballo un buen número de cabelleras romanas.
—Hemos dado nuestra palabra a Tiberio, pero aunque no hubiera sido así, no podíamos hacer otra cosa. Tarde o temprano se hubieran lado cuenta de que no había ni vacceos ni cántabros junto a nosotros. Irse a las bajas que les hemos causado, siguen siendo dos legiones, disponen de treinta mil hombres para combatir, y nosotros apenas podemos reunir a cuatro mil. Hemos hecho lo mejor para nosotros. Desde ahora sí podremos decir que, al menos en una ocasión, Roma se rindió a los celtíberos y Numancia trató de tú a tú a la poderosa República.