Capítulo 19
Es muy importante romper el asedio por algún
flanco. Debemos intentarlo una y otra vez, hasta que consigamos
abrir una brecha en esa circunvalación —insistió Aracos.
—Si lo logramos, el espíritu que sostiene a
los romanos se vendrá abajo. Han trabajado muy duro y su moral se
resquebrajará si atravesamos el cerco. Escipión ha basado toda su
estrategia en la solidez de ese muro y en su impenetrabilidad;
demostrémosle que también podemos con él como hemos hecho antes con
los demás cónsules y generales romanos —reiteró Retógenes.
—Si lanzamos un ataque masivo y por sorpresa
sobre un sector del muro, podríamos romperlo y escapar en busca de
ayuda —dijo Aracos.
—¿Estás seguro de poder conseguirlo?
—preguntó Olíndico.
—No hay nada seguro. El foso es bastante
profundo y ancho y el muro parece sólido, pero si actuamos deprisa
tal vez lo logremos. Escuchad: lanzaremos un ataque con…, digamos
doscientos hombres, sobre el sector norte, donde se unen el Duero y
su afluente septentrional. Aguardaremos a que acudan allí las
tropas de retén, y de inmediato mil hombres cargarán sobre el
flanco noroeste, a la derecha del campamento de Escipión, enfrente
de «la bajada al llano». Concentraremos nuestras fuerzas en esa
zona. Habrá que ir provistos de escalas y tablones largos para
superar el foso y el muro. Bastará con que una docena de hombres
salten al otro lado y corran hasta ocultarse en las colinas
boscosas del este.
—He calculado que en ese sector hay un
romano por cada diez pasos; eso significa que dispondremos de
bastante tiempo hasta que puedan concentrar en ese punto los
efectivos necesarios para rechazar nuestro ataque.
—Lo haremos dentro de tres días, al
atardecer. En ese momento habrá luna nueva, y si alguno de nosotros
logra escapar le será más fácil ocultarse en la noche sin luna
—concluyó Aracos.
—Los que lo consigan se dirigirán a Lutia,
Uxama y Termancia. Allí demandarán auxilio; deberán contar cuál es
nuestra situación y prevenirles de que si cae Numancia, las
ciudades celtíberas que todavía no han aceptado el yugo romano
serán sometidas a esclavitud. Necesitamos ayuda, toda la ayuda que
sea posible explicó Olíndico.
Aracos miró a Retógenes. El arrojo y
valentía del formidable guerrero numantino le recordaba a
Aregodas.
∗∗∗
Por fin llegó el día señalado para intentar
romper el asedio. Durante toda la jornada los guerreros numantinos
afilaron sus armas y desentumecieron sus músculos. Aracos pasó
revista uno a uno a todos los que iban a participar en la
estratagema, cuyo número era algo más de la mitad de todos los
guerreros disponibles.
Al atardecer, cuando el sol comenzaba a
declinar, doscientos jinetes cargaron sobre el lugar indicado por
Aracos en el flanco del Duero. En cuanto los vieron salir de la
ciudad, los atentos vigías de las torres hicieron ondear sus
banderolas rojas y tocaron las trompas de guerra. Todos los
defensores del sector paralelo al río Duero se encaramaron sobre el
muro y empuñaron arcos y ballestas.
Escipión, avisado del ataque numantino,
salió de su aposento en el campamento norte y subió corriendo hasta
lo más alto de una de las torres.
Desde allí observó la carga de los
doscientos jinetes sobre el muro a la altura del Duero.
—¿Mandamos refuerzos, cónsul? —le preguntó
uno de sus generales.
—Humm… No. Son pocos. Creo que se trata de
una maniobra de distracción. Seguramente esperan que acudamos allí
en masa y dejemos desprotegido alguno de los flancos del muro.
Marco, ordena a tus hombres de reserva que estén listos para
repeler un ataque masivo de numantinos — dijo Escipión a su
pariente.
—¿Pero dónde, cónsul?
—En el flanco noroeste, el lugar más débil
de nuestro cerco.
Marco Tulio ordenó que tres cohortes de la
legión sexta gémina acudieran deprisa para reforzar la guarnición
del sector murado de la circunvalación entre el campamento de
Escipión y un pequeño campamento situado en la zona más llana de
los alrededores de Numancia, justo enfrente de «la bajada al
llano».
El propio Escipión le ordenó al encargado de
señales de la torre que estuviera bien atento a la puerta norte de
Numancia y que en cuanto viera salir por ella a nuevos efectivos,
le avisara con un toque de trompa.
Y así ocurrió. En cuanto los doscientos
jinetes numantinos consiguieron entablar tul combate frente al río
y atrajeron la atención de los romanos, mil numantinos salieron a
toda prisa de la ciudad y corrieron por «la bajada al llano» para
cargar contra el muro del sector noroeste. Iban provistos de
escalas y largos tablones para salvar el foso y se mostraban
dispuestos a romper el asedio como fuera. Avisados de la inmediatez
de la carga, los ballesteros de las torres y los encargados de las
catapultas lanzaron una andanada de piedras y flechas que tumbó a
un par de docenas de celtíberos, provocando un momento de
indecisión entre los demás.
—¡Adelante, adelante! —gritó Aracos al ver
dudar a sus hombres, que jamás se habían enfrentado a una fortaleza
semejante.
El hacha del contrebiense alzada al aire
animó a los atacantes que ya habían alcanzado el foso y mantenían
un intercambio de disparos de arco y de honda con los defensores
del muro.
—¡Deprisa, deprisa, las escalas, los
tablones! —gritó Aracos.
Varios hombres se acercaron al foso
protegidos con sus escudos de madera y bronce y lanzaron al otro
lado los tablones para poder sortearlo y alcanzar el muro. En ese
preciso momento el camino de ronda del muro romano se llenó de
legionarios armados con arcos y lanzas que habían acudido prestos
desde el campamento cercano. Provistos de garfios, lograron
derribar los tablones y las escalas que habían lanzado los
numantinos, mientras desde lo alto de las torres más cercanas las
catapultas vomitaban piedras, las ballestas disparaban decenas de
saetas y los honderos acribillaban a los numantinos que intentaban
salvar el foso para acercarse a la base del muro.
Aracos alentaba a sus hombres enarbolando el
hacha de guerra, pero comprendió que la sorpresa que pretendía no
había funcionado y su estratagema había fracasado.
—¡Retógenes, ordena a tus hombres que se
retiren! —gritó Aracos.
—No. Todavía podemos lograrlo —dijo el
valeroso numantino.
—¡Mira! Acuden miles de legionarios. —Aracos
indicó con el brazo hacia lo alto del muro, a su derecha, a un
centenar de pasos hacia el este.
Entre las primeras sombras del atardecer,
Retógenes observó a varias cohortes de legionarios que corrían por
el camino de ronda hacia el lugar donde estaban atacando los
numantinos.
—No. Aún podemos, aún podemos —insistió
Retógenes Caraunio, pese a la evidencia.
—Maldita sea, nos van a matar a todos.
¡Vámonos, retirada, retirada! —ordenó Aracos. Retógenes apretó los
dientes y dio media vuelta.
—No nos siguen; eso es señal de que podemos
abrir brecha. ¡Volvamos, volvamos al muro! — pidió Retógenes.
—No lo entiendes, cabezota. Escipión no
pretende librar un combate en campo abierto; espera liquidarnos por
hambre. No nos seguirán; saben que nuestra debilidad radica en
nuestra desesperación. No tenemos ni medios ni hombres para superar
esa barrera mientras esté bien defendida y dispuesta para
rechazarnos; sólo podríamos cruzarla si obtenemos la ventaja de la
sorpresa, y por ahora la hemos perdido.
Retógenes bajó su espada y retrocedió de
mala gana.
De regreso a Numancia, Aracos hizo un
recuento de bajas: sesenta hombres habían muerto o habían quedado
tumbados en el campo y dos centenares estaban heridos de diversa
consideración.
—¿Qué ha pasado? ¿Alguien ha conseguido
romper el cerco? —preguntó Olíndico.
—No. Han logrado rechazar todos nuestros
ataques. Hay al menos un soldado por cada paso del muro, otro en la
reserva y varios regimientos alerta en cada uno de los siete
campamentos para acudir al lugar donde se produzca un ataque de
nuestra parte. Desde las torres avisan con banderolas rojas del
peligro y de inmediato acuden al punto atacado las tropas de retén.
Las murallas de Numancia están más lejos del muro de circunvalación
que cualquiera de sus campamentos. Si avisan de nuestro ataque en
cuanto nos ven salir, dos o tres cohortes pueden llegar a cualquier
punto del muro antes que nosotros alcancemos el foso.
—Además, desde las torres se domina un
amplio espacio de tiro; en todas ellas hay instaladas al menos una
catapulta y una ballesta con las que pueden batir el espacio
anterior al foso, lo que dificulta nuestro acercamiento.
—Por lo que pude ver y oír mientras serví en
el ejército romano, jamás general alguno había planeado una
circunvalación de este tipo y de este tamaño.
—Ya te he dicho que lo mejor es resistir
tras nuestras murallas —reiteró otra vez Olíndico.
—Mi querido amigo, nuestras murallas le
importan bien poco a Escipión. Mira el estado de algunos lienzos,
hasta un niño de pecho podría saltarlos. El cerco sería igual si no
dispusiéramos ni de un solo palmo amurallado. Lo que teme Escipión
no son nuestras fortificaciones, sino a nosotros, a los numantinos
—repuso Aracos.
—Yo opino que debemos atacar otra vez,
intentemos de nuevo la sorpresa. No pueden estar permanentemente en
guardia, tiene que haber algún momento en el que se relajen, en el
que bajen los brazos lo suficiente como para que podamos
sorprenderlos. Quebrar este asedio es vital para la marcha de esta
guerra intervino Retógenes.
Durante el invierno, a distintas horas y en
distintos puntos, los asediados intentaron romper el cerco mediante
ataques sorpresa. Pero una y otra vez eran repelidos por los
defensores romanos, siempre atentos, siempre preparados para
rechazar los desesperados asaltos de los numantinos, que solían
acabar con la retirada de los guerreros celtíberos en cuanto varías
decenas de muertos quedaban tumbados en el suelo, muchos de ellos
sin haber podido alcanzar siquiera el foso.