Capítulo 7
Una extraña comitiva se puso en marcha hacia
Roma. La componían veinte miembros de cada una de las tres tribus
celtíberas enemistadas con Roma, arévacos, belos y titos, y la
primera cohorte de la sexta legión, que mandaba el centurión Marco
Cornelio Tulio.
Caminaron durante cinco jornadas jalón abajo
hasta el Ebro; en Salduie subieron a unas barcas con las que
descendieron por el gran río hasta su delta, desde donde caminaron
de nuevo hasta Tarraco, la mayor ciudad de los romanos en la
Península.
—Mira, Aracos, ésa es Tarraco, la Roma de
Hispania. Y así serán todas las ciudades cuando Roma sea la dueña
de toda esta tierra, una imagen repetida de la Roma eterna.
Los legionarios de la primera cohorte fueron
acomodados en unos pabellones de la guarnición de Tarraco, en tanto
los celtíberos acamparon en sus tiendas junto a una de las puertas
de la ciudad. Fueron muchos los curiosos que se acercaron a
contemplar de cerca a los que llamaban bárbaros. Los tarraconenses
eran iberos en su mayoría, pero se consideraban romanos y estaban
orgullosos de ello. Muchos eran legionarios licenciados que habían
recibido tierras y solares para construir sus casas como pago a
muchos años de servicio en las guerras en Hispania.
En cuanto lo permitieron los vientos, dos
birremes zarparon de Tarraco hacia la capital de la República.
Ninguno de los celtíberos había visto antes el mar, y por ello fue
muy difícil convencerlos para que subieran a bordo de las naves.
Marco tuvo que emplear todas sus dotes persuasivas para explicar al
jefe numantino Ambón, que encabezaba la embajada celtíbera, para
que a su vez transmitiera a sus compañeros que más allá de aquella
extensión de agua que no parecía tener límite estaba Roma. Al fin,
los celtíberos aceptaron subir a bordo, muchos de ellos a
regañadientes, y no sin antes celebrar un sacrificio a Dercenna y
Nutha, las deidades de las aguas en el panteón celta, que eran
adoradas como divinidades de las fuentes, y al dios Alto, deidad de
las aguas que moraba en las lagunas y los ríos.
—¿Estás seguro de que más allá de este mar
está Roma? —preguntó Aracos.
—Así es, créeme —aseguró tajante
Marco.
El joven belaisco subió a la primera de las
birremes y ojeó con cierto temor la nave.
—¿Allá dices que está Roma? —preguntó
señalando con el brazo hacia el este.
—Sí, en esa dirección, pero navegaremos
primero hacia el norte, siguiendo la costa; es una ruta más larga,
pero más segura. Parece que los cartagineses están inquietos; el
gobernador de Tarraco me ha dicho que es probable que estalle una
nueva guerra entre Roma y Cartago. Sería la tercera. Unos
mercaderes de garum que han llegado de
Málaga han visto naves de guerra púnicas entre la isla de Ibiza y
la costa de la Península, debemos tener cuidado por ello.
La travesía del Mediterráneo occidental la
hicieron en apenas dos semanas, navegando siempre con la costa a la
vista. Los tres primeros días la mayoría de los celtíberos los pasó
inclinados sobre la borda, vomitando cuantos alimentos ingerían.
Alguno de ellos dijo que prefería morir devorado por los monstruos
cuyas sombras se veían de vez en cuando bajo las aguas que
continuar en aquel estado. Pero al cuarto día de navegación ya casi
nadie se quejaba y todos recuperaron el apetito. No se cruzaron con
ningún navío hostil, sólo con algunas barcas de pescadores y con
dos naves grandes y panzudas de las que se utilizaban para
transportar vino y aceite de Italia a Iberia.
Las dos birremes llegaron al puerto de
Ostia, a media jornada de Roma, al atardecer.
—Desembarcaremos antes de que anochezca y
pernoctaremos aquí. Mañana saldremos temprano hacia Roma. Este
puerto es el de Ostia; todavía no alcanza la grandiosidad del de
Alejandría o Cartago, pero no tardará mucho en ser el mayor del
mundo —comentó Marco mientras las birremes realizaban la maniobra
de atraque.
∗∗∗
—Roma —anunció Marco señalando la ciudad que
se extendía al frente.
Habían salido de Ostia con los primeros
rayos del sol y, tras media jornada de marcha por una vía empedrada
que los celtíberos no habían dejado de mirar asombrados, alcanzaron
a ver la ciudad que pretendía convertirse en señora del mundo. Roma
se extendía sobre siete colinas, en la orilla izquierda del río
Tíber, el mismo cuyo curso habían seguido durante toda la mañana
desde el puerto de Ostia los sesenta celtíberos y la primera
cohorte de la sexta legión.
Ambón quedó paralizado ante la extensión de
Roma.
—¡Es cien veces Numancia! —exclamó ¡Fijaos
en esos edificios, en esas columnas! Sobresalen por encima de las
murallas, y tanta gente…; debe de haber mil veces mil
romanos.
El efecto de asombro que había pretendido
provocar el cónsul Claudio Marcelo en los celtíberos en cuanto
éstos vieran Roma lo había conseguido. Los arévacos, titos y belos
caminaban hacia la ciudad con los ojos desorbitados, contemplando
el tropel de carretas y bestias de carga que iban y venían de un
lado para otro.
La noche anterior Marco había enviado a un
mensajero para que anunciara al Senado que los embajadores de los
celtíberos llegarían al día siguiente. Un decurión con una escuadra
de caballería de la guardia del Pretorio alcanzó al galope a la
embajada hispana cuando ésta se encontraba a unos mil pasos de los
muros de Roma.
—Sé bienvenido a Roma, centurión Marco
Tulio. Tengo orden de que los bárbaros acampen en la campiña, junto
al bosquecillo de cipreses; ahí aguardarán hasta que los senadores
decidan recibirlos.
—De acuerdo. Aracos, comunícales a los
celtíberos que acamparán junto a aquellos árboles.
—¿No pueden entrar en Roma? —preguntó el
belaisco.
—No en tanto no lo permita el Senado.
Unos pretorianos indicaron a los celtíberos
el lugar donde debían desplegar sus tiendas. Junto a ellos se
instalaron también las tiendas de los legionarios.
—Tú, Aracos, ven conmigo, deseo que mi
familia conozca al hombre que me salvó la vida sobre los muros de
Uxama.
Marco y Aracos entraron en Roma por la
puerta de Ostia, en el tramo de la muralla Serviana que discurre al
pie de la colina del Aventino. La casa de la familia de Marco
estaba situada entre las colinas del Palatino y del Celio; era una
amplia mansión en torno a un gran patio porticado y abierto a un
estanque en el centro.
—¡Marco, Marco, ha regresado Marco! —gritó
su hermana pequeña Claudia avisando al resto de la familia.
La madre de Marco salió al encuentro de su
hijo y lo abrazó con efusión.
—Me anunciaron que no llegarías hasta dentro
de una semana —le dijo.
—Tuvimos una buena travesía, buen tiempo y
viento favorable.
—¿Y éste, es acaso tu esclavo? —le preguntó
señalando a Aracos.
—No, no, es un hombre libre. Es mi ayudante,
un hispano de la ciudad de Contrebia Belaisca; su nombre es
Aracos.
El joven belaisco no entendía la lengua en
la que hablaban madre e hijo, pero al escuchar su nombre, sus
labios dibujaron una sutil sonrisa.
—Aracos, ven, voy a presentarte a mi madre
—le dijo Marco en latín.
—Madre, éste es Aracos, hijo de Abulos.
Aracos, mi madre, Livia.
—Sé bienvenido, hispano —lo saludó Livia en
latín, alzando la mano al estilo romano.
—Gracias, señora; pero perdona, ¿en qué
lengua hablabais entre vosotros?
—En griego. El latín es la lengua de los
romanos, pero algunas familias patricias solemos emplear el griego
para hablar entre nosotros; no sé, es un signo de distinción, de
estilo tal vez. Aquí el idioma griego se considera muy elegante y
culto, no en vano buena parte de nuestra cultura procede de Grecia,
y la mayor parte de los preceptores de los hijos de la aristocracia
son esclavos griegos. Desde que los derrotamos en Pydna hace
dieciséis años muchos sabios griegos se han instalado en Roma. La
griega es una civilización en decadencia que ya ha cumplido su
papel en la historia, ahora ha llegado nuestro tiempo, comienza la
edad de oro de Roma. Al fin y al cabo, Roma fue fundada por griegos
que emigraron desde Troya cuando esta ciudad fue destruida por los
aqueos.
Marco se dirigió con su madre a un
jardincillo en la parte posterior de la casa y, ante un nicho
abierto en un muro que contenía un altar dedicado a los dioses
manes, lares y penates, los protectores del hogar y de la familia,
quemó un poco de incienso en memoria de su padre y de sus
antepasados.
—Bien, ya he cumplido con los dioses
familiares. Ahora comamos, estoy hambriento.
Marco le contó a su familia que Aracos le
había salvado la vida combatiendo contra los arévacos en una
pequeña ciudad llamada Uxama, en el extremo del mundo, tras las
montañas azules de la profunda y misteriosa Celtiberia.
—Celtiberia… —murmuró Livia—; sólo con
escuchar ese nombre los jóvenes romanos tiemblan de miedo. Esta
República está perdiendo algunos de los valores que la han hecho
poderosa. Cuando eran jóvenes, tu padre y todos los muchachos de su
edad ardían en deseos de empuñar la espada para mayor gloria de
Roma, pero ahora son muy pocos los que quieren ir a combatir a la
guerra de Hispania.
—La guerra sólo causa desgracias —se atrevió
a intervenir Aracos.
—Mi esposo me enseñó que la guerra nos ha
hecho grandes; Roma es así por la guerra. Nosotros no queríamos la
guerra, pero Aníbal, ese astuto cartaginés, nos la impuso. Él fue
el causante de que Roma se dotara de una poderosa maquinaria
militar que ahora es difícil de detener. El general púnico cometió
un terrible error al subestimar el orgullo romano. Fue nuestro gran
enemigo, pero debemos agradecerle que levantara nuestro ánimo. Un
poeta llamado Nevio escribió hace unos años un poema titulado
L a guerra púnica
en el que une el destino de Roma a la voluntad de los dioses, y
Ennio, uno de nuestros mejores poetas actuales, nos enseña en su
poema Euhémero que los dioses no fueron
sino simples mortales divinizados en un tiempo pasado a causa de
sus hazañas. Por eso hay algunos romanos que anhelan ser
considerados como dioses en un futuro, y saben que sólo podrán
lograrlo si consiguen protagonizar grandes gestas épicas. Así se
construye la grandeza de Roma.
—Pero, señora, acabas de decir que los
jóvenes romanos tienen miedo —replicó Aracos.
—La mayoría, tal vez. Pero los imperios no
los construyen las masas, sino los grandes hombres. Grecia era un
conglomerado de ciudades enfrentadas entre sí hasta que Filipo y su
hijo Alejandro Magno las unieron a todas para constituir las bases
de un formidable imperio. Nuestro problema radica ahora en que
patricios y plebeyos compartimos el poder en la República. Hasta
hace algún tiempo los patricios éramos los únicos que gobernábamos
Roma, pero desde que participan en el gobierno los plebeyos… sólo
nos quedan algunos privilegios, como suministrar sacerdotes a
algunos colegios. Yo siempre he sostenido, como mi difunto esposo,
que el poder político debe ser ejercido por los mejores, por la
aristocracia, pero algunos plebeyos se han enriquecido gracias a
los negocios, al préstamo y al comercio, y el dinero se ha
convertido en el principal aval de los poderosos. Afortunadamente,
sigue habiendo en Roma hombres capaces de sobreponerse a todo
eso.
—La guerra en Hispania es terrible, madre
—intervino Marco. Los celtíberos pelean como fieras heridas; su
valor es extraordinario. Pese a que los superábamos en número, nos
vencieron en cuantas ocasiones nos enfrentamos a ellos. Utilizan su
conocimiento del territorio como su mejor aliado y saben emplear
muy bien sus armas. Será difícil conquistar toda Hispania.
—Ya lo sé. En el Senado se ha propuesto
cambiar el sistema de leva de tropas. Ante las quejas de
favoritismo, en la recluta de los nuevos contingentes se va a
proceder al sorteo y el tiempo de cumplimiento del servicio militar
se reducirá de diez a seis años, y todo gracias a la ferocidad de
los celtíberos. Sabes, hijo, la semana pasada oí un poema satírico
en el que se decía que ante la necesidad de terrenos en el
Quirinal, Hispania sería el próximo gran cementerio de Roma.
—No entiendo qué significa eso —se extrañó
Aracos.
—El Quirinal es una de las siete colinas
sobre las que se asienta la Roma de los antiguos reyes. Su ladera
norte es un cementerio público que algunos ricos comerciantes
quieren comprar para construir un barrio de casas para el pueblo,
alquilarlas a altos precios y hacerse así mucho más ricos todavía.
Los poetas satíricos utilizan la voracidad de esos nuevos ricos
para criticar lo que está pasando en la ciudad. Roma crece muy
deprisa y los nuevos barrios engullen antiguos cementerios.
Todo terreno es poco para los edificios que
surgen por todas partes, y por eso el poeta ironizaba con construir
los cementerios de Roma en Hispania, porque así habría más espacio
para edificar y de paso los romanos serían enterrados donde más
mueren, en la propia Hispania.
Aracos se extrañó de que una mujer hablara
de esa manera y demostrara semejante conocimiento de la política
romana, pero sobre todo de que asumiera la voluntad de hacer grande
a Roma, la misma que había tenido su marido y la que había heredado
su hijo.
∗∗∗
En los días que siguieron, los dos amigos,
el romano Marco y el belaisco Aracos, no hicieron otra cosa que
esperar a que el Senado se decidiera a recibir a la embajada de los
celtíberos. Marco le enseñó la ciudad a su ayudante y aprovecharon
el tiempo para visitar Roma, e incluso asistieron al teatro, a una
representación de una tragedia de Eurípides que fue escenificada en
griego y que Marco le tuvo que ir traduciendo a Aracos.
Por fin, Marco recibió en su casa el aviso
de que al día siguiente escoltara a los celtíberos hasta el Senado,
pero en la orden había unas instrucciones inesperadas.
—El Senado recibirá mañana a los embajadores
celtíberos, pero no a todos —le dijo a Aracos.
—Los sesenta son demasiados, claro.
—No, no es eso. Sólo permitirá que entren en
Roma los representantes de los belos y de los titos;
los arévacos no pueden hacerlo.
—Los arévacos son el pueblo más orgulloso de
toda Celtiberia; se sentirán ofendidos. Fue el propio cónsul quien
los invitó a venir.
—Pues la decisión del Senado es firme.
Marco acudió al campamento de los celtíberos
para comunicarles la decisión del Senado. El jefe arévaco Ambón
enarcó las cejas y dijo:
—Creo que el Senado de Roma no desea la paz.
Ahora comprendo: nos ha hecho venir hasta aquí para ganar tiempo,
para humillarnos y para dividirnos todavía más. Debimos desconfiar
de ese nuevo cónsul.
Marco Tulio escoltó a la delegación de belos
y titos hasta la Grecóstasis, un edificio cercano al del Senado
donde los embajadores extranjeros esperaban hasta ser recibidos en
audiencia. Desde allí pasaron al Senado, donde los senadores
ocupaban sus escaños vestidos con sus reglamentarias togas blancas
ribeteadas de púrpura. Todos ellos calzaban los calceus *, las sandalias de
tiras de cuero encarnado con un arco de luna de marfil en el
empeine, su principal distintivo, del que se mostraban muy celosos.
Los celtíberos, vestidos con sus chaquetas de cuero y sus capotes
de piel de lobo, fueron observados por los senadores como lo hace
un comprador que visita el mercado y se encuentra con un objeto
exótico y extraño.
Aracos había sido avisado por Marco para que
actuara de traductor del latín al celta.
Tras una fría y distante bienvenida de los
senadores, se concedió el turno de palabra al jefe de la delegación
de los belos, quien ofreció la paz a los romanos y la vuelta a la
situación como estaba en tiempos del cónsul Graco. Los belos y los
titos se comprometían a seguir pagando tributos a Roma pero
manteniendo su autonomía, y además conservando la facultad de
acuñar moneda propia, con su leyenda y sus símbolos. De una bolsa,
el portavoz de los belos sacó unas monedas de Segeda; eran unos
ases de bronce y unos denarios de plata acuñados dos años antes en
los que había una cabeza junto a un león y un jinete con un ave
rapaz sobre el brazo y el nombre de Segeda en caracteres ibéricos.
El belo dijo que Segeda había acatado veinte años atrás la
autoridad de Roma, pero que aquellas monedas eran la prueba de que
era posible mantener su propia autonomía y a la vez reconocer la
supremacía romana.
—¿Ahora queréis la paz? —clamó uno de los
senadores—. Esta propuesta deberíais haberla hecho el año pasado a
Nobilior, pero por el contrario abandonasteis Segeda y os fuisteis
a aliar con los numantinos. El Senado de Roma debe rechazar la paz
que ahora ofrecéis.
* Debería poner calcei, en plural (Nota del escaneador).
Belos y titos, asustados ante la ira de
muchos senadores, pidieron al Senado que castigase a los arévacos,
pues dijeron que si en alguna ocasión habían obrado contra Roma era
porque temían las represalias que los arévacos pudieran tomar
contra ellos a causa de su actitud conciliadora.
Los senadores sonrieron. Habían logrado lo
que el hábil Claudio Marcelo había previsto en su plan: enfrentar a
los celtíberos entre sí y ganar tiempo para la guerra.
El portavoz del Senado anunció a belos y
titos que la decisión final les sería comunicada por el propio
Nobilior, que había regresado a Roma tras ejercer todo su año como
cónsul en Hispania.
De inmediato y como ya estaba previsto y
pactado, el Senado aprobó que la siguiente leva de tropas se
produciría por sorteo, pues los ciudadanos seguían molestos y
acusaban a los cónsules por haber sido injustos y sectarios en años
anteriores en la recluta de soldados para el ejército de
Hispania.