Capítulo 19
De regreso a Celtiberia, los embajadores
numantinos trasladaron al senado de su ciudad el veredicto del
Senado romano. Tirtanos intervino para decir que habían vuelto a
ser engañados e hizo propósito de no confiar jamás en la palabra de
un romano, y propuso informar a Viriato de cuanto había ocurrido en
Roma para que no se fiara de la paz que estaba negociando con el
procónsul Cepión, e intentar sellar un nuevo acuerdo con el
caudillo lusitano para volver a hacer frente común contra
Roma.
Aracos había planeado viajar a Contrebia
para visitar a su esposa y a su hijo, de los que de vez en cuando
tenía noticias por mercaderes que comerciaban con plata y pieles
entre las tribus de la meseta y las ciudades del valle del Ebro,
pero tuvo que ir con Aregodas y con un escuadrón de doce jinetes a
Lusitania en busca de Viriato. Cada uno llevaba tres monturas, para
ir cambiando de caballo sin apenas descanso. Atravesaron
trescientas millas de montañas y mesetas en seis días, deteniéndose
sólo para dormir y para que pastaran y bebieran los caballos,
cuatro de los cuales murieron en el camino a causa de la
fatiga.
Encontraron a Viriato acampado en unos
parajes rocosos de la sierra central de Lusitania, y nada más
saludarse, Aracos le conminó a romper con Roma y a que olvidase
cualquier acuerdo, pues los romanos lo romperían en cuanto lo
estimaran oportuno.
—Hoy han regresado tres de mis más leales
hombres de una entrevista con el procónsul Cepión;
me han asegurado que Roma desea la paz
—alegó Viriato.
—Eso mismo nos dijeron a nosotros, y luego,
tras recibir treinta talentos de plata, renegaron de su palabra.
Desconfía, Viriato, contigo harán lo mismo.
—Quiero que escuches a mis tres
delegados.
Viriato hizo llamar a los tres hombres que
habían visitado a Cepión para tratar el acuerdo de paz. Se llamaban
Audax, Ditalcón y Minuro.
—Decidle a Aracos qué os prometió el
procónsul romano —les pidió Viriato.
—Nos dijo que Roma quería la paz con los
lusitanos y que nos concederían tierras. No nos pareció que
estuviera mintiendo.
—¡Las tierras ya son vuestras!, siempre han
sido vuestras, y en cuanto a la paz, ¿no os habéis convencido
suficientemente con tantas trampas y mentiras? ¿Cuántas falsedades
más necesitáis?
¿Qué más os tienen que hacer los romanos
para que rechacéis de una vez sus arteras propuestas?
—Yo creo que el romano era sincero —insistió
Audax.
—Ya es tarde; mañana continuaremos esta
charla —terció Viriato.
Aracos miró desconfiado a aquellos tres
hombres; algo notó en sus ojos que le intranquilizó.
La noche comenzaba a caer y Viriato ordenó
que acomodaran a los celtíberos en una tienda, que les
proporcionaran de cenar y que cuidaran de sus caballos.
Aracos y Aregodas se sentaron alrededor de
una pequeña fogata en la que sobre unos espetones se asaban dos
buenas tajadas de ciervo. De una de las tiendas vieron salir a los
tres hombres en los que Viriato había confiado las conversaciones
de paz con los romanos.
—¿Te has fijado en esos tres? —le preguntó
Aracos a su lugarteniente—. Siempre van juntos, parecen nerviosos,
cuchichean al oído y defienden la paz con Roma como si en ello les
fuera la vida.
Los fuegos del campamento se fueron apagando
y todos los hombres se retiraron a dormir a sus tiendas; sólo unos
pocos guardias se quedaron de imaginaria vigilando el
campamento.
Al día siguiente Aracos se despertó al
amanecer; era una mañana tibia y despejada. Salió de la tienda y se
alejó para orinar. Al pasar por delante de la tienda. de Viriato,
observó que la custodiaban dos soldados que charlaban en voz baja
apoyados en sus lanzas.
Después de desayunar, el contrebiense se
dirigió a la tienda de Viriato; los dos guardias le dijeron que su
jefe todavía estaba durmiendo. Aracos les preguntó que cuánto
tiempo hacía que estaban de guardia, y los dos contestaron que eran
los últimos del turno de noche. En el campamento ya había una
notable actividad y la mayoría de los hombres estaban levantados.
Táutalo, el lugarteniente de Viriato, se cruzó con Aracos.
—Buenos días, celtíbero. ¿Vienes de hablar
con Viriato?
—Vengo de su tienda, pero no lo he visto,
los dos guardias me han dicho que todavía no se había
despertado.
—Es extraño; Viriato apenas duerme, y jamás
se levanta después del amanecer. Acompáñame. Táutalo y Aracos
fueron hasta la tienda del caudillo lusitano, donde la guardia
había vuelto a cambiar.
—¿Todavía duerme Viriato? —les preguntó
Táutalo.
—Sí. Los del turno anterior nos han dicho
que dio órdenes para que no se le molestara hasta mediada la mañana
—dijo uno de los guardias.
—Eso él no lo haría jamás. ¡Viriato,
Viriato! —gritó Táutalo.
—Vamos adentro —indicó Aracos.
Táutalo y Aracos entraron en la tienda y
contemplaron el cuerpo de Viriato tendido en el suelo junto a su
lecho. Estaba tumbado de bruces sobre un enorme charco de sangre,
tenía la armadura puesta y un enorme cuchillo clavado en el
cuello.
—¡Por todos los dioses! ¡Viriato, Viriato!
—exclamó Táutalo.
Incorporaron el cuerpo de Viriato e
intentaron reanimarlo, pero Aracos sintió en la piel del lusitano
el frío abrazo de la muerte.
—Está muerto; degollado. Hace ya bastantes
horas que lo han asesinado; su cuerpo está frío —dijo el
celtíbero.
Táutalo convocó a todos los hombres del
campamento mediante toque de trompa y observaron que faltaban
Audax, Ditalcón y Minuro y los dos guardias del primer turno de
noche. Los guardias del segundo turno comentaron que cuando habían
el hecho el relevo a los del primero éstos les habían dicho que
tenían orden de Viriato de que nadie lo molestara hasta mediodía, y
que pasaran esa instrucción en cada relevo. Otro guardia que hacía
su turno de imaginaria junto al redil de los caballos dijo que
Audax, Ditalcón y Minuro habían cogido seis caballos y habían
salido del campamento poco después de anochecer. Le dijeron que
acababan de recibir de Viriato la orden de partir de inmediato
hacia Híspalis para transmitir un mensaje urgente al procónsul
Cepión; dijo también que dos de los guardias de la tienda de
Viriato habían aparecido poco después y se habían llevado dos
caballos pretextando que debían alcanzar a los tres mensajeros para
darles nuevas instrucciones.
El asunto estaba bastante claro. Con la
complicidad de los dos guardias del primer turno de imaginaria,
Audax, Ditalcón y Minuro, hombres de confianza del caudillo
lusitano, habían entrado en la tienda de Viriato y lo habían
asesinado clavándole un cuchillo en el cuello para que ni siquiera
pudiera gritar. Después habían huido del campamento con la excusa
de cumplir una misión urgente. Los dos guardias habían esperado a
ser relevados de su turno para no levantar sospechas, les habían
dicho a los siguientes que tenían orden de que su jefe no fuera
molestado y que la pasaran en cada relevo.
Gracias a ese ardid habían ganado una
ventaja de medio día. Con semejante adelanto y caballos frescos,
los asesinos de Viriato estarían al menos a cincuenta millas de
allí.
Al anunciar la muerte de Viriato, muchos de
sus hombres, fieros guerreros curtidos en cien batallas, lloraron
como niños desprotegidos. Durante todo el día velaron el cadáver de
su caudillo, y al atardecer hicieron una gran pira con madera de
encina, el árbol sagrado de los druidas, de alcornoque y arbustos
aromáticos. El cadáver de Viriato fue vestido con su mejor armadura
y con sus armas de combate, y la pira comenzó a arder justo en el
momento en el que el sol se ocultaba tras la línea del horizonte.
Diez corceles fueron sacrificados ante la pira funeraria mientras
unos hombres a caballo y otros a pie daban vueltas alrededor de la
hoguera cantando himnos de guerra, gritando lamentos desgarradores
y maldiciendo a los traidores.
La hoguera duró toda la noche, y al amanecer
los lusitanos organizaron varios combates para honrar al caudillo
muerto. Unos cuantos elegidos salieron del campamento y en un lugar
apartado cavaron un enorme agujero, colocaron en el fondo una gran
vasija con las cenizas de. Viriato, introdujeron en ella sus armas,
construyeron un túmulo de piedras a su alrededor y lo cubrieron de
nuevo con tierra.
De regreso al campamento, Táutalo le confesó
a Aracos que Viriato había sido el caudillo más apreciado por su
pueblo, pues a sus dotes de mando, valor, atrevimiento y audacia,
unía una generosidad sin límites. Jamás aceptó recibir una parte
del botín mayor que las del resto de sus hombres, pese a que por
ser su jefe tenía derecho a ello, e incluso a veces distribuía su
parte entre los demás. Aracos le dijo a "Páutalo que Viriato había
sido asesinado por disponer de pocos guardias, pero el lusitano le
respondió diciendo que en el tiempo que Viriato había estado al
frente de los lusitanos jamás ninguno de sus hombres se había
rebelado contra él, y que confiaba de tal modo en ellos que jamás
llegó a imaginar siquiera que uno solo pudiera traicionarlo.
Táutalo era un hombre noble y leal, pero no
tenía ni la capacidad de mando de Viriato ni su genio estratégico.
Pese a ello, y por haber sido el lugarteniente de tan formidable
caudillo, los lusitanos lo eligieron como su nuevo jefe. Aracos
comprendió enseguida que el lugarteniente de Viriato no sería capaz
de reunir en torno suyo a los pueblos de Iberia, y se despidió
deseándole suerte.
Al poco tiempo de regresar a Numancia se
enteraron de que Táutalo había realizado una incursión por el este
de la Península, intentando llegar hasta la gran ciudad de Cartago
Nova, pero el procónsul Cepión lo interceptó y los lusitanos se
entregaron a los romanos, sometiéndose como súbditos; Cepión les
quitó las armas y, para calmar el espíritu que todavía mantenían
desde que se lo inculcara Viriato, les concedió algunas tierras en
las sierras al norte del río Betis. Los formidables guerreros que
había adiestrado Viriato se convirtieron en campesinos sometidos a
la República, y la guerra de Lusitania se dio por concluida.
Ahora, definitivamente, Numancia sí estaba
sola frente a Roma.