Capítulo 4
Derrotado por segunda vez en tres días, el
ejército consular se retiró hacia el sur; se habían perdido diez
mil hombres y tres elefantes en dos batallas. Desesperado por
lograr algún triunfo que levantara la moral de sus tropas, Nobilior
ordenó atacar una pequeña y cercana ciudad llamada Uxama, pues sus
espías le habían informado de que los celtíberos habían guardado
allí algunas provisiones para aguantar el duro invierno de la
Meseta. Esa pequeña ciudad estaba construida en lo alto de un
escarpe rocoso de acceso casi imposible. Los romanos intentaron un
ataque rápido, pero fueron fácilmente rechazados. Uno de sus
generales le hizo ver al cónsul que si los numantinos
contraatacaban mientras se asediaba Uxama podrían ser atrapados en
medio de una tenaza enemiga, por lo que Nobilior ordenó la retirada
al campamento que había levantado entre Numancia y Ocilis.
—Me he equivocado —reconoció apesadumbrado
Nobilior ante el consejo de generales y oficiales del ejército—.
Los celtíberos nada saben de táctica y estrategia en campo abierto;
si nos enfrentáramos en una batalla convencional los derrotaríamos
con facilidad, pero ellos aprovechan su conocimiento del terreno y
la sorpresa. Necesitamos más auxiliares hispanos de caballería que
sepan combatir de esa misma manera, que aparezcan de improviso,
lancen un ataque como un relámpago y se retiren a lugar seguro. Esa
táctica causa muchas bajas en el enemigo, y además desmoraliza a
las unidades pesadas, como nuestras cohortes legionarias, que no
pueden desplazarse con tanta rapidez y agilidad.
—Enviaré una embajada a la tribu de los
vacceos. Nos han dicho que son buenos jinetes y que tienen ciertas
causas pendientes con los arévacos, pues en algunas ocasiones éstos
han penetrado en sus tierras y las pan devastado en busca de
trigo.
—¡Biesio! —gritó Nobilior dirigiéndose a un
oficial de caballería—. Mañana mismo partirás con cien jinetes
hacia la tierra de los vacceos. ¡ay cinco jornadas en dirección
oeste. Te acompañarán algunos de nuestros auxiliares carpetanos,
que son buenos amigos de los vacceos. Proponles una alianza: la
amistad y la ayuda de Roma a cambio de que Os proporcionen mil
jinetes y cuantos infantes les sea posible. Ofréceles cinco
denarios de plata a cada jinete y dos a cada infante, y dos
talentos al jefe de esa tribu si nos proporciona esas tropas.
Biesio se puso firme ante Nobilior y aseguró
que regresaría con esos refuerzos.
Habían transcurrido ya dos días desde que
Biesio partiera hacia la tierra de los vacceos cuando, en la
lejanía, los vigías del campamento vieron acercarse a media docena
de jinetes al galope. Nobilior fue avisado de inmediato y al intuir
que algo grave ocurría salió corriendo hacia la puerta del
campamento. Lo que vio le produjo una sensación de horror y vómito.
Cinco de los seis jinetes tenían cortadas las dos manos, la nariz,
las orejas y la lengua, y les habían sacado los ojos. Parecían
guiñapos ensangrentados y se sostenían sobre sus monturas porque
los habían atado con correas por la cintura. Sólo uno de los seis
conservaba los ojos, la lengua, la nariz y las orejas, pero había
perdido la mano derecha.
—¡Por todos los dioses!, ¿qué ha pasado?
—demandó Nobilior.
—Nos estaban esperando emboscados —respondió
el único jinete que podía hablar—. Eran dos, quizá tres mil
hombres. Creo que conocían nuestra misión y la ruta que íbamos a
seguir. Uno de los guías hispanos que venían con nosotros dijo que
había percibido algo extraño un par de millas delante de donde nos
encontrábamos. Biesio lo envió a que inspeccionara el terreno
acompañado de cuatro jinetes de los nuestros, mientras los demás
aguardábamos por precaución. Al cabo de un buen rato el hispano
apareció con los cuatro jinetes sobre la cima de una colina. Se
acercó hacia nosotros al galope mientras nuestros compañeros se
quedaban en lo alto. Nos dijo que se habían encontrado con unos
mercaderes que llevaban vino y aceite de la Bética a la región de
los vacceos y que podíamos seguir adelante. A mí me extrañó que
nuestros cuatro jinetes permanecieran en lo alto de la colina y no
se reunieran con el resto del grupo.
—Biesio dio la orden de continuar la marcha
confiado en el informe del hispano y penetramos en un estrecho
desfiladero que apareció de repente, como tallado en medio del
páramo por la mano de un gigante. Cuando quisimos darnos cuenta del
engaño ya era tarde; dos de los guías hispanos acicatearon a sus
corceles y salieron a todo galope hacia delante. Fue entonces
cuando comprendimos que nos habían tendido una trampa. Los cuatro
romanos que acompañaron al hispano en su inspección habían sido
capturados y asesinados; los que cabalgaban sobre la colina eran
cuatro celtíberos que se habían puesto los uniformes de nuestros
compañeros. A lo lejos y con el sol casi de frente no pudimos
apreciar el cambio. La huida de los dos hispanos fue la señal para
que los celtíberos apostados a ambos lados del desfiladero cayeran
sobre nosotros con toda su furia. Recibimos una lluvia de piedras,
flechas y jabalinas que nos diezmaron, y cuando todavía no nos
habíamos recuperado de ese ataque aparecieron por los dos extremos
del desfiladero sendos escuadrones de caballería de los bárbaros, a
la vez que desde las escarpadas paredes de roca caían sobre
nosotros centenares de demonios aullando como fieras y
acribillándonos con sus jabalinas.
—Nada pudimos hacer. Nos superaban en veinte
a uno al menos, tenían ganada la posición y luchaban con la ventaja
que les proporcionaba su número y la sorpresa de la emboscada.
Mataron a todos; sólo nos dejaron con vida a nosotros seis, para
que, según dijeron, fuéramos testigos de lo que le ocurriría a
cualquier romano que pretendiera acabar con su libertad. El que
hablaba era un celtíbero al que los demás llamaban Ambón, y que
parecía ser el jefe de todos ellos. Se dirigió a nosotros en latín,
no muy bien hablado pero lo suficiente como para entenderlo.
—Ante nuestros ojos, que mis cinco
compañeros todavía conservaban, alinearon los cadáveres de nuestros
soldados y de los auxiliares hispanos que no habían desertado para
unirse a ellos, y uno a uno les fueron cortando las manos y la
cabeza, con las que hicieron una macabra pira a la que prendieron
fuego avivándolo con ramas y leña seca.
—El cadáver de Biesio fue atado a la cola de
uno de sus caballos y arrastrado por el desfiladero hasta que quedó
hecho trizas. Después vinieron hacia nosotros; a mis cinco
compañeros les arrancaron primero la nariz, la lengua y las orejas
con unas tenazas de hierro, y luego les cortaron las manos con una
hachuela; por fin, les sacaron los ojos, y arrojaron todo a la
hoguera.
—El tal Ambón se dirigió a mí; me dijo que
recordara bien cuanto había visto y con su propia espada me cortó
la mano derecha. Mientras un bárbaro me vendaba la herida, Ambón me
habló de nuevo y me indicó que si conservaba la nariz, los ojos,
las orejas y la lengua era para que jamás olvidase el olor de la
carne quemada de mis compañeros legionarios, la visión de la
venganza de los numantinos, los gritos de terror de los romanos
torturados y para que contara a todos lo que nos iba a suceder si
volvíamos a atacar su ciudad.
Acabado su relato, el soldado romano se
derrumbó exhausto y lloró como un niño.
Nobilior ordenó que llevaran a una tienda a
los seis supervivientes y que los atendiera su médico
personal.
Marco irrumpió como un caballo desbocado en
la tienda donde Aracos y varios auxiliares contrebienses comían un
caldo caliente, queso y un poco de pan.
—¡Hay traidores; entre vosotros los hispanos
hay traidores a Roma! —gritaba el decurión.
—¿Qué pasa ahora? —le preguntó Aracos.
—Traduce a esos malditos bárbaros que el
escuadrón de Biesio ha sido atacado por los numantinos en una
emboscada preparada por unos traidores hispanos. Sabemos que hay
más, muchos más, entre vosotros. Si alguien conoce a uno de esos
traidores, debe denunciarlo de inmediato a un oficial romano, o en
caso contrario…
—Aguarda un momento, Marco. Puede ser que
alguno de los iberos sea un espía al servicio de los numantinos,
pero la mayoría ha sido fiel servidora de Roma. En la batalla de la
hondonada, en Uxama y en el ataque a las murallas de Numancia
fueron las tropas auxiliares iberas las que llevaron la peor parte
y las que sufrieron más bajas.
—Limítate a traducir lo que te he dicho, y
que les quede a todos bien claro.
En ese momento unos gritos sonaron en el
exterior de la tienda. Marco y Aracos salieron fuera y vieron a un
legionario romano que corría por la calle del campamento gritando
como un loco:
—¡Ocilis se ha pasado a los celtíberos, nos
han dejado sin reservas!, ¡estamos atrapados, vamos a morir todos,
todos!
Un centurión pudo reducir al legionario
enloquecido y, tras inmovilizarlo con cuerdas y acallarlo, se lo
llevaron de allí.
—¡Hemos perdido Ocilis! —clamó Marco.
—¿Que significa eso? —demandó Aracos.
—¿No lo entiendes? En Ocilis guardábamos la
mayoría de nuestros suministros, armas, municiones, dinero, plata,
oro… Ocilis era nuestro seguro en caso de retirada, y ahora estamos
atrapados aquí, en medio de Celtiberia. Ocilis es la llave de los
caminos del curso alto del río jalón, sin esa llave no podemos
retirarnos. Nuestra situación es muy grave.
∗∗∗
El cónsul Nobilior maldecía a Hispania, a
los celtíberos y a su fortuna. Los de Ocilis, ante las noticias que
les llegaban de los desastres romanos frente a Numancia, habían
decidido reducir a la guarnición que se había quedado en la pequeña
ciudad y pasarse al lado de los numantinos. Los habitantes de
Ocilis eran titos, una tribu celtíbera que había sido sometida por
los belos y que había firmado un pacto con los romanos por miedo a
ser atacados por los arévacos. Pero las derrotas del ejército
romano y las catástrofes ante Numancia y Uxama los habían inducido
a romper el acuerdo con Roma y ofrecerse como aliados de los
arévacos.
La situación del ejército consular era
desesperada. El corto verano de la meseta hispana había llegado a
su fin y las noches comenzaban a ser frías. Unas pocas semanas más,
y las primeras nieves cubrirían los caminos de Celtiberia
haciéndolos impracticables. Nobilior, reunido con su consejo de
generales y oficiales, estudió varias posibilidades. Una era
retirarse por el valle del Jalón hacia el Ebro o al campamento
levantado junto a Segeda, pero Ocilis estaba ahora en manos del
enemigo, y esa ruta, sin las espaldas a cubierto, podía ser una
ratonera, sobre todo al atravesar los desfiladeros del Jalón aguas
abajo de Ocilis, donde un puñado de celtíberos apostados en las
alturas podía acabar con cierta facilidad con todo un ejército.
Otra consistía en descender por el Duero hasta la tierra de los
vacceos y, o bien invernar allí, o bien atravesar las montañas del
centro de la Meseta. para pasar el invierno en la Carpetania. Una
tercera, apuntada por un jefe tribal de los lusones de Turiaso, una
tribu celtíbera aliada de Roma, era atravesar la cordillera de
Celtiberia por el paso del norte de la gran montaña sagrada llamada
Moncayo para invernar en Turiaso y sus alrededores; esta
alternativa presentaba serias dificultades: desde el campamento
romano hasta Turiaso había tres o tal vez cuatro duras jornadas de
marcha, no existía ningún camino apropiado para los carros y
carretas y había que caminar durante toda una jornada a través del
enorme bosque de encinas de Buratón, que los celtíberos
consideraban sagrado, lo que significaba que algunos de los
auxiliares romanos podían negarse a hacerlo. Además, el bosque era
a su vez un terreno muy propicio para las emboscadas.
Un tribuno, ante la falta de decisión de
Nobilior y las dificultades de una retirada segura hasta tierras
aliadas, propuso quedarse en ese campamento durante todo el
invierno, enviar correos que informaran de su situación y esperar a
que en la primavera siguiente llegara otro ejército de reserva con
el cual conquistar Numancia.
—Somos muy superiores en número a los
arévacos y a los helos. Podemos resistir con facilidad en este
campamento. Esos bárbaros desconocen las tácticas de asedio a
fortificaciones y no tienen máquinas con las que batirnos. Lo más
seguro es mantenernos aquí y aguardar la llegada de la
primavera.
—Perdona, tribuno — intervino un general
veterano de las guerras de Iberia—; creo que es la primera vez que
combates en Hispana. Aquí, en el interior de esta península, los
inviernos son los más duros que puedas imaginar. Durante días y
días no deja de helar, estos páramos son barridos incesantemente
por vientos del norte que soplan con tanta fuerza que son capaces
de derribar a una carreta con dos bueyes y, además, apenas tenemos
víveres. Nuestras principales reservas de trigo, aceite, vino y
dinero estaban en Ocilis. Como encargado de la intendencia, no
puedo asegurar que con lo que nos queda podamos alimentar a todos
nuestros hombres durante más de tres meses. En la mejor de las
circunstancias, un ejército de ayuda tardará al menos seis meses en
socorrernos; para entonces todos estaremos muertos de hambre o de
frío.
—Dices, general, que tenemos alimentos para
tres meses… —intervino Nobilior.
—Así es, cónsul.
—Bien, en ese caso mandaremos a sus casas a
la mitad de los auxiliares hispanos. Este campamento es
suficientemente grande como para acoger al resto. Nos
fortificaremos aquí, racionaremos las provisiones y aguardaremos la
llegada de la primavera.
—Escucha, cónsul: aun reduciendo el ejército
a la mitad, seguimos siendo demasiados. Este campamento apenas
tiene espacio para diez mil hombres —insistió el general encargado
de la intendencia.
—Esta es mi última decisión. Ordenad a
vuestras tropas que se pongan de inmediato manos a la obra. Hay que
reforzar las murallas del campamento, mejorar la defensa de las
puertas y excavar trincheras y fosos exteriores. Todos los víveres
se recogerán en unos almacenes junto al edificio del pretorio y
serán racionados de manera que se garantice su duración al menos
hasta mediada la primavera. Respondes de ello con tu cabeza,
general.
Nobilior dio instrucciones para que unos
diez mil auxiliares hispanos marcharan a pasar el invierno a sus
casas. Pero antes de que eso ocurriera planeó un nuevo ataque
sorpresa a Uxama. Los arévacos seguían teniendo en esa pequeña
ciudad, a dos jornadas al suroeste de Numancia y a una y media al
oeste del campamento romano, sus principales almacenes de
provisiones para el invierno; si los sorprendían, podían apoderarse
de las provisiones.
Diez mil soldados, la mayoría auxiliares
hispanos, salieron del campamento hacia Uxama. Nobilior confiaba en
que tras el primer ataque fracasado, los arévacos no esperarían que
se produjera tan pronto un segundo envite, pero los caminos que
llevaban al campamento romano estaban permanentemente vigilados por
oteadores numantinos, que enseguida informaron sobre las
intenciones de los romanos.
El ataque a Uxama se produjo al atardecer.
Los romanos y sus auxiliares, sobre todo carpetanos, oretanos,
nertobrigenses y belaiscos, batieron las murallas mediante escalas,
catapultas y ballestas con fiereza, pero los defensores, que habían
sido advertidos del ataque y se habían reforzado con mil
numantinos, los rechazaron una y otra vez. En una de las cargas, el
decurión Marco Tulio logró alcanzar la parte superior de uno de los
muros. Durante unos instantes mantuvo su posición firme en lo alto
de la muralla, aguardando a que se fueran incorporando nuevos
efectivos de su escuadrón de contrebienses, pero antes de que
pudieran hacerlo llegaron corriendo por el camino de ronda una
docena de guerreros arévacos de la reserva, que desde el interior
de la ciudadela acudían con mucha movilidad a cubrir aquellos
sectores de la muralla donde era necesario un refuerzo. Cuando
Marco quiso darse cuenta de su situación, ya estaba rodeado por
media docena de guerreros, en tanto los demás habían rechazado a
los que escalaban el muro tras el decurión. El joven oficial
romano, viéndose rodeado y perdido, encaró a sus oponentes
dispuesto a morir matando. Gracias a su mayor destreza en el manejo
de la espada en el combate cuerpo a cuerpo abatió a un celtíbero
que lo acometió con mucha violencia pero dejando desprotegido su
flanco derecho, por donde Marco lo atravesó con una certera
estocada. Un segundo enemigo también cayó, pero en la pelea el
decurión perdió su espada, y estaba a punto de ser atravesado por
la jabalina de otro celtíbero, cuando en lo alto del parapeto, de
un ágil brinco, apareció Aracos, quien de un certero golpe de hacha
descabezó al atacante. Los otros tres combatientes quedaron
paralizados al ver la cabeza de su compañero volando por encima de
las suyas y salpicando de sangre sus rostros.
—Vamos, decurión, salta, éste es un mal
sitio para quedarse —le gritó Aracos a Marco ofreciéndole la mano
izquierda, mientras en la derecha mantenía firme y desafiante el
hacha de combate.
El joven romano se encaramó al parapeto con
un fuerte impulso de piernas y la ayuda del brazo de Aracos y ambos
saltaron al exterior de la muralla, donde se amontonaban decenas de
cadáveres. Rodaron unos cuantos pasos por la ladera y al levantarse
pudieron ver a los romanos que se retiraban derrotados mientras
desde lo alto de los muros de Uxama los defensores agitaban al aire
sus armas, aullando ebrios de victoria.
—Me has salvado la vida, no lo olvidaré —le
dijo Marco a Aracos.
—Los romanos nos pagáis para eso —respondió
el joven belaisco.
—Desconocía tu habilidad en el manejo del
hacha de combate.
—Sabes muy pocas cosas de mí.
—Jamás olvidaré esto —reiteró Marco.
Aracos miró al oficial romano con una
expresión distante.
—«Jamás» es una palabra que no existe en
vuestra lengua —le dijo.