Capítulo 7
Un otoño cargado de temporales y aguaceros
dejó las calles de Roma convertidas en un verdadero lodazal.
Tiberio Sempronio Graco visitó a Marco Tulio. El noble romano
acababa de cenar con su esposa, que tras cumplimentar como
anfitriona al ilustre visitante, se retiró discretamente.
—He venido en demanda de tu ayuda —expuso
Tiberio—. Sabes que hace tiempo que considero imprescindible una
reforma de las leyes agrícolas. Roma es cada año más poderosa, pero
a la vez se encuentra más aislada. El campo está en manos de unos
pocos ricos patricios que impiden el acceso a la propiedad a los
campesinos, condenados a la desesperación por la falta de tierras.
La población, angustiada, emigra del campo en busca de refugio en
la ciudad. Esta misma mañana uno de los cuestores me ha dicho que
cada semana se asientan en Roma no menos de tres centenares de
nuevos moradores; de seguir así, en tres o cuatro años la ciudad
tendrá tantos habitantes ociosos que constituirán un grave peligro
para la convivencia. Es necesario un conjunto de leyes que
favorezcan la vuelta al campo de parte de esa gente, o al menos que
eviten que sigan afluyendo en semejantes cantidades a la urbe. Y
por si fuera poco, los esclavos son cada vez más numerosos; creo
que en Roma ya viven más esclavos que hombres libres, y si esto
sigue así tendremos un grave problema.
—La política que ha seguido el Senado en
materia agrícola ha sido funesta. Yo planteo una reforma realista;
soy consciente del peligro que corre la República si continuamos
por estos derroteros, y creo que tú también lo eres. No podemos
permanecer inertes ante semejante perversión. Si cuento con tu
ayuda y con la de mi cuñado Escipión, tal vez la mayoría del Senado
acepte cambiar las leyes de la propiedad agrícola.
—¿Qué me dices?
—Hace siglos que los patricios disfrutamos
de los privilegios que conlleva la propiedad de los grandes
latifundios. La mayoría de los senadores posee extensas propiedades
en Italia, África o Hispania y aspira a ganar nuevas fincas en
Grecia, y quién sabe si en Egipto y en la misma Asia en el
futuro.
—Roma se está haciendo grande gracias a que
estamos conquistando nuevas tierras, pero sin olvidar que siguen
siendo las viejas conquistas la base de nuestro poder. Es probable
que tengas razón en cuanto expones, pero los senadores jamás
aceptarán que les expropies sus tierras para repartirlas en lotes
entre los campesinos —asentó Marco.
—No podemos seguir así. En Italia los
campesinos están al borde de una revuelta; en Sicilia corren
rumores de que los esclavos podrían estar organizando una rebelión
a gran escala; en la Hispania ulterior nuestros legionarios
continúan muriendo ante los muros de Numancia o de cualquiera de
las ciudades fortificadas de las tribus bárbaras que siguen
resistiendo a nuestra presencia… Y aquí, en Roma, en el mismísimo
corazón de la República, late con fuerza entre los plebeyos y los
desheredados de la fortuna el sentimiento de que esta Roma no es la
que ellos desean.
Tiberio Sempronio Graco bebió un buen trago
de vino de Salerno de una copa de plata que le acababa de servir
Marco.
—¿Qué pretendes con esas nuevas leyes? —le
preguntó Marco.
—Que la República no desaparezca, que el
pueblo romano continúe siendo dueño de su destino, que las sombras
de la dictadura queden disipadas del horizonte político. ¿Sabes que
hay senadores que claman por el regreso de la monarquía? Si
Escipión se lo propusiera, existen unos cuantos senadores que no
dudarían en entregarle todo el poder: sería a la vez cónsul,
tribuno de la Plebe, censor, cuestor y pontífice máximo; es decir,
dictador.
—Y lo harían de buena gana si vieran
amenazadas sus propiedades. ¡Ah!, Tiberio, sabes mejor que yo que
muchos de esos senadores, que venderían a su propia madre por una
buena finca en Campania, no vacilarían en aceptar que Roma fuera
gobernada por un dictador que les garantizara que no iban a perder
uno solo de sus privilegios.
—No lo dudo ni por un instante, Marco, pero
considero que eres de la clase de romano que coloca el bien de la
República por encima del privilegio de su estamento. No pido ningún
sacrificio, sólo demando que la tierra que les sobra a algunos
sirva para mejorar la vida de muchos. Creo que es la única manera
de salvar a la República. Mi padre me enseñó a servir a Roma, igual
que hizo el tuyo contigo y tu tío con su hijo adoptivo Escipión;
ayúdame a servirla como merece.
—Roma está en peligro. Fíjate en todos esos
inútiles cónsules, pavoneándose embutidos como salchichas en sus
corazas doradas y envueltos en sus mantos púrpuras. La mayoría de
ellos no vale siquiera lo que el más inexperto vélite de la peor de
nuestras legiones, y en cambio dirigen la guerra en Hispania o en
Grecia. Tú mismo has visto los desastres a que nos han abocado sus
intereses bastardos y su cretinismo. Este mismo año, los vacceos,
un pueblo irrelevante de Hispania cuyas gentes cabrían en el Circo
Máximo y aún quedarían gradas vacías, han derrotado al cónsul Lucio
Furio, que ni siquiera se atrevió a mantener el asedio de Numancia
y salió de allí corriendo, medio muerto de miedo y con el rabo
entre las piernas.
—Yo estuve luchando en Numancia, Tiberio, y
te puedo asegurar que no es tan fácil conquistar esa ciudad.
—Y jamás lo será mientras los soldados que
integran nuestras legiones sean testigos de los abusos de la
aristocracia. ¿Acaso crees que nuestros soldados no se dan cuenta
de que nuestras conquistas sólo redundan en beneficio de los más
poderosos y de que las mejores tierras van a parar a las manos de
los latifundistas? Son los legionarios quienes derraman la sangre
por Roma, pero son los oligarcas los que recogen los frutos que esa
sangre riega. Y mientras las cosas sigan así, el futuro de Roma
será incierto.
—¿Has hablado de esto con Escipión?
—No. He preferido hacerlo antes contigo. Sé
que tienes un gran ascendiente sobre él.
—Es mi primo, pero también es tu
cuñado.
—Sí, pero ya sabes que a veces los lazos
familiares son más un estorbo que una ventaja.
—Tu estrategia pasa por la elección de los
nuevos cónsules, ¿no es así?
—Por supuesto —asentó Tiberio.
—Yo ya lo intenté una vez, y no salí
elegido. Hace falta algo más que una buena hoja de servicios a la
República para ser elegido en los comicios consulares.
—Puedes intentarlo de nuevo. Si nos movemos
bien, puedes ser elegido.
—Ya perdí una vez.
—Pero estuviste a punto de ganar.
—Entonces tenía el apoyo de Escipión, y ni
siquiera así lo logré. Ahora sería mucho más difícil.
—¿No te apoyaría? —preguntó Tiberio.
—Sí, creo que sí lo haría, pero me temo que
por motivos bien diferentes a los tuyos. Para Escipión sólo importa
Roma… bueno, después de él mismo.
—Lo siento, Tiberio, no puedo ayudarte. Mi
familia es una de las más nobles de Roma; me debo a mi
linaje.
—Tu padre hubiera obrado de manera
distinta.
—Tal vez, pero yo no puedo compararme con
él; su estatura humana era demasiado grande para mí.
—Si cambias de opinión…
—Una vez, hace algún tiempo, un viejo amigo
de Hispania vino a verme. Habíamos luchado juntos en Numancia, en
Grecia y en Cartago, nos habíamos intercambiado regalos y una
tésera de amistad eterna. Yo hubiera dado mi vida por él, pero…
ahora combate al lado de los numantinos. Por lo que me han contado
algunos veteranos de las campañas de Numancia, sigue matando
romanos con su hacha de combate. Cuando me confesó que se había
enrolado en las filas numantinas mi corazón se encogió de dolor; le
dije entonces que si alguna vez nos enfrentábamos en el campo de
batalla, mi brazo no temblaría al atravesarlo con mi espada. Ésa
era entonces mi opinión sobre él. Ahora…, no sé, quizá me temblara
la mano al ver sus ojos y no fuera capaz de asestarle un golpe
mortal.
—¿Qué quieres decirme con esto?
—Que si cambio de opinión, lo sabrás
enseguida. En cualquier caso, te deseo suerte, Tiberio, vas a
necesitarla, y mucha.
Tiberio Sempronio Graco no logró convencer a
Marco Tulio para que se presentara de nuevo a las elecciones al
consulado. En los comicios fueron elegidos Quinto Calpurnio Pisón,
a quien se le adjudicó el mando militar en Hispania, y Servio
Fulvio Flaco.