Capítulo 15
Aracos y Briganda jugaban con Abulos en la
estancia principal de su casa con unas figuritas de caballos de
terracota que el padre le había regalado al niño. Unos golpes
sonaron en la puerta, y en el umbral apareció Aregodas con gesto
serio.
—Ya vienen.
No hizo falta nada más para que Aracos
entendiera que Escipión y todo su poderoso ejército habían puesto
rumbo a Numancia desde la tierra de los vacceos.
—¿Cuánto tiempo tardarán en llegar hasta
aquí?
—Tres, tal vez cuatro días. Nuestros
oteadores aseguran que se trata del más numeroso ejército que jamás
han visto reunido. Cuatro legiones, unos cincuenta mil hombres, lo
componen, además de las tropas númidas de caballería, arqueros y
honderos y doce elefantes.
—Cincuenta y cinco mil… tal vez sesenta mil…
Creo que esta vez sí podrán con nosotros —musitó Aracos.
Mientras los dos amigos comentaban este
asunto, unas trompas sonaron en el exterior de la casa de Aracos.
Cuando salieron a ver de qué se trataba, vieron a Olíndico que se
acercaba por la calle vestido con una túnica y un gorro druida y
precedido por un faraute, que portaba un estandarte rematado con la
cabeza disecada de un lobo, y por dos trompeteros; tras él
caminaban dos druidas cubiertos con sus mantos azafranados y
tocados con sendos gorros cónicos, y varios guerreros de la
compañía de «los hijos de la luz».
—¡Por todos los dioses! ¿Qué pasa aquí?
—exclamó Aregodas.
—Me parece que nuestro amigo Olíndico va a
sorprendernos otra vez —comentó Aracos.
Cuando llegó ante ellos, Olíndico se detuvo,
alzó la mano y los que le precedían se pararon también. A una
indicación suya, los dos trompeteros hicieron sonar sus
instrumentos con más vigor si cabe.
—Que Lug esté con vosotros y os colme de
bendiciones —dijo Olíndico.
—Que haga contigo lo mismo —repuso
Aracos.
—Tal vez os extrañe esta comitiva, pero Lug
me ha concedido un bien precioso, una señal de que el triunfo caerá
de nuestro lado.
Olíndico extendió el brazo derecho hacia
atrás como aguardando la entrega de alguna cosa. Uno de los colegas
de «los hijos de la luz» salió de la comitiva y corrió hasta
Olíndico con una lanza en la mano, que entregó al caudillo
numantino.
Este cogió la lanza, la enarboló señalando
al cielo con la punta y dijo:
—Esta pasada noche ha venido Lug a mis
sueños y me ha dejado este presente; se trata de una lanza de
plata, hecha de luz y de metal, como el mismo dios a quien
veneramos. Me ha encargado que encabece la resistencia de Numancia
contra los romanos y que os conduzca a todos a la victoria. Esta
lanza es la señal de que Lug está con nosotros, de que su luz nos
guía y de que nos ayudará a derrotar a los romanos.
—Llevas el gorro de los druidas —le dijo
Aracos.
—Soy un druida —repuso de inmediato
Olíndico—; desde esta noche Lug me ha nombrado su intermediario
entre él y los numantinos. Esta lanza es la señal, el venablo de
luz con el que Lug gobierna los cielos. El senado de Numancia me ha
nombrado jefe supremo de esta ciudad.
—Esta noche celebraremos una fiesta; será la
última antes de que Escipión se presente ante nuestros muros. ¡Qué
iluso ese romano!, no sabe la que le espera.
Olíndico volvió a alzar su lanza y continuó
por la calle recorriendo toda la ciudad, entre los cánticos
guerreros de la multitud, que lo seguía enfervorizada.
—¿Has visto y oído lo mismo que yo?
—preguntó Aregodas con un rictus de escepticismo.
—Sí. Olíndico ha convencido a toda esa gente
de que es el enviado de Lug, el salvador de Numancia —repuso
Aracos.
—¿Y qué opinas?
—Bueno, Olíndico es un hombre muy extraño.
¿Recuerdas cuando se presentó con sus compañeros de «los hijos de
la luz»?; eran poco más de media docena pero él habló como si se
tratara del general de toda una legión.
∗∗∗
Aracos se reunió durante toda la tarde con
los oteadores que habían seguido los pasos del ejército de Escipión
durante las últimas semanas. Las cuatro legiones se acercaban a
Numancia desde el sur, después de haber realizado un amplio
movimiento envolvente desde el norte y el oeste. Habían seguido el
curso del Duero hasta la gran curva en la que este río cambia de
dirección unas millas al sur de Numancia.
—Prepararemos una emboscada en la garganta
donde el río gira hacia el oeste, tal vez…
—Escipión estará preparado para ello —repuso
Aregodas.
—Ya lo sé, pero tenemos que hacer todo lo
posible para no encerrarnos en estos muros. Creo que Escipión está
dispuesto a levantar un cerco hasta que nos rinda por hambre.
Olíndico aceptó el plan de Aracos, pero
aseguró que sería mejor esperarlo parapetados tras las
murallas.
—Numancia es inexpugnable. Nos protegen
nuestra muralla y el dios Lug; los romanos nada pueden hacer contra
ellos —había asegurado el caudillo druida.
—La muralla no está del todo completada; hay
zonas en las que ni siquiera existe y en otras no es sino una tapia
de piedras y adobes, por eso debemos atacarlos antes de que se
presenten aquí — repuso Aracos.
Los hombres de Aracos cayeron sobre la
vanguardia del ejército romano, formada por dos cohortes de
legionarios y varios escuadrones de auxiliares hispanos. Aracos
saltó sobre los primeros legionarios enarbolando su hacha de
combate, con la que lanzó terribles golpes con cada uno de los
cuales tumbó a un legionario. Sus hombres, con las largas
cabelleras al viento y los rostros cubiertos con pintura blanca y
negra, le siguieron aullando como lobos hambrientos. La sorpresa
del ataque no aterrorizó a los legionarios, como había ocurrido
hasta entonces, cuando ante la carencia de instrucciones de sus
jefes no sabían qué hacer. Pese a ser sorprendidos, supieron
guardar la calma y uno de ellos consiguió hacer sonar un cuerno
pidiendo ayuda; al poco tiempo apareció en la garganta el mismísimo
Escipión al frente de una turma de caballería a la que apoyaban
desde lo alto de la garganta varios escuadrones de jinetes
númidas.
Aracos, sorprendido por la rapidez de la
respuesta del cónsul y al observar la enorme superioridad de los
romanos, dio a sus hombres la orden de escapar de allí.
—Ha aparecido como un rayo; Escipión ha
aprendido de los errores que cometieron sus antecesores, no volverá
a caer en una trampa —lamentó un abatido Aracos de regreso a
Numancia.
—¡Has observado cuantos eran! Jamás había
visto tanta caballería junta, ni siquiera en el asedio de Cartago.
En un instante han acudido en ayuda de los que habíamos emboscado
no menos de tres mil jinetes, y todos sabían qué tenían que hacer
en esa situación —dijo Aregodas.
—Están bien entrenados.
Olíndico apareció vestido con la túnica y el
gorro druidas y enarbolando su lanza de plata.
—Os dije que sería mejor esperarlos aquí en
Numancia —dijo el caudillo arévaco.
—Escipión ha inculcado a sus hombres una
buena dosis de valor y de moral —comentó Aracos-.
Son los mismos legionarios a los que tantas
veces hemos vencido, pero ahora parecen otros hombres, como si se
hubieran transformado. Ya no he visto en sus ojos el terror de
antaño, sino la serenidad de los que se creen seguros del triunfo
porque confían en el valor y en el genio de su jefe.
—¡Bah!, estas murallas los detendrán; jamás
han podido con ellas —aseguró Olíndico.
—Las de Cartago eran más altas, más gruesas
y tenían más soldados para defenderlas, y cayeron ante el empuje y
el tesón de Escipión —dijo Aregodas.
—Lug no es el dios protector de Cartago, lo
es de Numancia; Lug evitará que los romanos ocupen nuestra ciudad.
Lug nos hace invencibles —tronó Olíndico.