Capítulo 16
Escipión saltó del caballo y le entregó las
riendas a uno de sus ayudantes. Lentamente, como si quisiera
disfrutar de cada uno de sus pasos, avanzó ladera arriba de la
colina cubierta de hierba y matojos secos. Se detuvo unos
instantes, aspiró profundamente y caminó los últimos pasos hasta
alcanzar la cima. Al otro lado, tendidas sobre el cerro sagrado de
los arévacos, observó las casas y las murallas de Numancia a unas
cinco millas de distancia.
Tras el cónsul se alinearon sus principales
generales y consejeros, que lo habían seguido también a pie pero
unos pocos pasos más atrás. Allí estaban los generales Mario Tulio
y Fabio Máximo, hermano mayor del cónsul que acudía a Hispania como
legado, el noble Cayo Marco, uno de los que más se habían
distinguido en los meses de entrenamiento, el rey Yugurta de
Numidia, el joven Cayo, hermano del famoso Tiberio Sempronio Graco,
su amigo íntimo el poeta Lucilio, el arrojado y valeroso Rutilio
Rufo, gran escritor y notable hombre de leyes, el cuestor Fabio
Buteón y los historiadores Sempronio Asellio y Polibio, el
principal consejero de Escipión, quien a pesar de haber cumplido ya
los setenta años había seguido la marcha del ejército como el más
sufrido de los legionarios.
Durante un buen rato Escipión contempló
Numancia. El río Duero trazaba un profundo foso paralelo a la
ladera oeste del cerro, mientras por la sur corría un pequeño curso
de agua, muy mermado a finales del estío. Encerradas tras la
irregular muralla de piedra recrecida con un parapeto de adobe se
agrupaban a lo largo de calles rectas, como trazadas por un cordel,
mil casas, tan apretadas unas a otras que no dejaban otro espacio
libre que el que ocupaban las calles empedradas con losas y
cantos.
—La recordaba más grande y mejor amurallada
—comentó Escipión sin dirigirse a nadie en concreto y sin dejar de
mirar hacia Numancia.
—¿Cómo dices, Publio? —demandó Polibio, que
no estaba dispuesto a perderse ni una sola de las frases de su
pupilo, pues pretendía escribir una historia de aquella
guerra.
—Que la recordaba más grande. Hace ya varios
años que estuve aquí, y en mi cabeza se habían mezclado imágenes de
varias ciudades hispanas. De la suma de todas ellas concebí una
Numancia imaginaria, muy grande, poderosa, llena de edificios y
templos, como las ciudades hispanas de la Bética. Y en cambio,
fijaos, amigos, Numancia es poco más que un poblachón, una gran
aldea de modestas casas de piedra con tejados de bálago.
—En la lejanía yo he admirado esta ciudad, y
sabía que algún día mi destino y el suyo se cruzarían, pero a la
vista de sus muros, todavía la admiro más, y no entiendo cómo no
hemos podido conquistarla hasta ahora. Veinte años hace ya que
nuestras legiones sucumben una tras otra ante este villorrio,
veinte años en los que nuestras águilas han sido derrotadas y
humilladas por un puñado de bárbaros que ni siquiera son capaces de
construir un templo digno para sus dioses, veinte años en los que
nuestros mejores jóvenes han derramado su sangre en estas vaguadas
por la incompetencia de los generales que los mandaban, veinte años
que… Pero tanta ignominia, tantas derrotas han llegado a su
fin.
—Oídme bien, amigos —Escipión se giró hacia
sus compañeros—: Juro ante los dioses inmortales de Roma, ante mis
antepasados, ante los genios protectores de mi familia y ante
vosotros, mis mejores amigos, los varones más nobles y honrados de
nuestra gloriosa República, que no me marcharé de aquí sin que
Numancia sea conquistada o capitule ante nuestro poder y nuestra
fuerza.
—Sabéis bien que jamás he faltado a uno de
mis juramentos solemnes. Escipión cruzó sus brazos sobre el pecho y
volvió a mirar hacia Numancia.
—¿Qué ordenas, cónsul? —preguntó Marco
Tulio.
—Que los hombres se desplieguen por las
colinas alrededor de la ciudad, quiero que los numantinos observen
que somos tantos que podríamos rodear varias veces su ciudad
dándonos la mano unos a otros.
—¡¿Vamos a atacar la ciudad?! —exclamó un
sorprendido Fabio Máximo.
—No, hermano, no; vamos a cercarla. Durante
estos meses he estado ordenando a las tropas que construyeran
empalizadas, levantaran campamentos y cavaran fosos y trincheras
una y otra vez; no era sólo para endurecer sus manos, sino para
acostumbrarlos a preparar un cerco impermeable. Vamos a construir
una cerca que encierre a los numantinos en su propia ciudad.
—Pero, Publio, eso jamás se ha realizado.
Fíjate bien en la ciudad; buena parte de su perímetro está rodeado
por los cauces y barrancos de los dos ríos, y hacia el norte y el
oeste se extiende una amplia llanura de difícil control…
—Levantaremos un rasuro con una empalizada y
un foso, y varios campamentos alrededor de toda la ciudad, de diez,
doce o quince millas de longitud si es necesario. Será un cerco tan
tupido que ni siquiera una rata podrá salir de ahí sin nuestro
permiso. Ordenad a todos los ingenieros militares que mañana, al
amanecer, se presenten en este mismo lugar provistos de pergaminos,
tinteros y plumas. Y ahora ordenad a los hombres que se desplieguen
rodeando toda la ciudad desde las colinas más próximas y que alcen
agitando los estandartes, las espadas, las lanzas y todas las armas
que posean. Que los numantinos sepan que estamos aquí y que no nos
marcharemos sin que acepten el dominio de Roma.
Mientras parte del ejército se desplegaba
ante Numancia, Escipión dispuso la construcción de dos campamentos,
uno al norte, donde antes estuvieran los de Nobilior y Marcelo, y
otro al sur de la capital de los arévacos; el del lado sur estaría
bajo la autoridad de su hermano Fabio Máximo, y el del norte bajo
la del propio Escipión.
∗∗∗
Aracos se apoyó en el parapeto de adobe de
la muralla; el sol declinaba en el horizonte entre nubes añiles y
violetas. Los romanos, al segundo día de su presencia ante
Numancia, habían rodeado a unos cuatrocientos pasos de distancia de
la ciudad todo su perímetro murado, con estacas de la altura de un
hombre, dos por cada paso, que habían clavado en el suelo y habían
trabado entre ellas con cuerdas y ramas, trazando un seto
impenetrable alrededor de la ciudad.
—¿Qué opinas? —le preguntó Aregodas.
—Que estamos perdidos. Escipión dispone de
al menos sesenta mil hombres, además de doce elefantes. Los romanos
no habían reunido un ejército tan poderoso desde los tiempos de
Aníbal. Además, ya has visto con qué rapidez se han desplegado,
cómo han construido esa empalizada y con qué agilidad maniobra su
caballería; están bien entrenados y mejor equipados. Ya no son los
legionarios inexpertos y desmoralizados con los que nos hemos
enfrentado en los últimos años; les ha inculcado moral de victoria.
Y por si fuera poco, ahí afuera están los de la sexta, nuestros
viejos compañeros de armas, los mejores legionarios del ejército
romano, y además cuentan con esa nueva legión armada por el propio
Escipión dijo Aracos.
—La sexta… ¡Ah, cómo luchamos en Grecia y en
Cartago! Bien, ¿qué hacemos ahora?
—Lo mismo de siempre: resistir. Tú y yo
sabíamos que tarde o temprano esto iba a suceder.
—Entonces, lo que hemos hecho hasta ahora,
tantas batallas libradas, tanto esfuerzo, tanta sangre derramada…
¿no ha servido de nada?
—Mi viejo amigo… —Aracos cogió a Aregodas
por los hombros y lo miró fijamente—. Sí, sí que ha servido, hemos
mostrado al mundo la fuerza de la razón. Cuando todo esto acabe y
Roma destruya Numancia, el ejemplo de esta ciudad inmolada
iluminará a otros pueblos, y será una marea incontenible.
—Pero, ¿y nosotros?
—¿Nosotros? Nosotros no importamos.
Probablemente nadie se acordará de nosotros; nuestros nombres no se
escribirán en lápidas de mármol ni en placas de bronce y ni
siquiera figurarán en la cabecera de tumba alguna, como suelen
hacer los romanos. Tal vez nuestros cuerpos queden abandonados en
medio del campo de batalla y los buitres los eleven hasta el cielo,
o quizás ardan entre las ruinas de Numancia hasta que el viento
disperse sus cenizas. Probablemente no quede nadie vivo para
llorarnos, pero nuestra muerte será precisamente nuestro
triunfo.
—Fíjate en esos romanos —cambió Aracos de
terna—. Están levantando dos campamentos pero mantienen una guardia
atenta. Creo que no podremos sorprenderlos como antaño.