Capítulo 1 [Año 146 a. C., continuación]

Contrebia Belaisca apareció en el brumoso horizonte como una nave terrosa varada en medio del valle. Aracos caminaba al frente de veinte belaiscos que regresaban a su tierra tras varios años al servicio de Roma. Desde Ostia habían viajado en un convoy de cuatro naves mercantes cargadas de vino, cerámica y aceite de Campania que todos los otoños hacían la ruta desde el puerto de Roma hasta el de Tarraco y que regresaban a la primavera siguiente con plata, plomo, pieles y armas de Hispania. Desde Tarraco habían caminado río Ebro arriba hasta Salduie, donde los otros treinta celtíberos se habían dirigido hacia Nertóbriga, Beligio, Damianu y otros poblados belos, en tanto los veinte belaiscos habían tomado el camino viejo de la Idubeda, hasta Contrebia.
—¡Ya estamos en casa!, ¡ya llegamos! —gritaban alegres algunos del grupo de mercenarios.
La noticia ya se conocía en la ciudad desde la tarde anterior. Por el eficaz sistema de señales visuales, se había transmitido desde Salduie que los contrebienses que habían vencido a Cartago regresaban a sus hogares.
Unos niños fueron los primeros en salir corriendo por el camino que conducía a Salduie hasta alcanzar a los guerreros, que los saludaron henchidos de alegría. La mayoría de la comitiva de bienvenida los aguardaba a la puerta de la ciudad, aunque algunas mujeres, esposas y madres sobre todo, no pudieron aguantar la espera y corrieron tras los chiquillos.
Aracos no reconoció a ninguna de aquellas mujeres. Buscó algún rostro familiar, pero tampoco pudo identificar ningún rasgo, aunque su atención se agudizó cuando oyó una voz casi infantil que pronunciaba su nombre.
—¡Yo soy Aracos!, ¿quién me llama? —preguntó.
—¿Aracos, Aracos? —insistió la vocecita.
—¡Aquí, aquí! —gritó el belaisco levantando la mano.
Una jovencita se acercó hasta él; tenía unos siete años. Aracos sólo necesitó verle los ojos para saber que era su hermana.
—Tú eres… ¿eres mi hermana? —balbució.
—Sí —repuso la niña con firmeza.
—¿Y madre, y padre? —demandó ansioso.
—Allí, padre está allí —dijo la niña señalando hacia la multitud que se agolpaba junto a la puerta de la ciudad.
Aracos cargó con su hermana al hombro y avanzó raudo. Al acercarse a la ciudad, enseguida distinguió a su padre. Estaba viejo y parecía cansado, casi no había perdido pelo, pero lo tenía completamente cano.
—¡Padre, padre! —gritó.
Los dos se abrazaron un buen rato, con la hermanita entre ellos.
—¿Y madre, dónde está madre?
Abulos bajó la mirada.
—Murió al nacer la niña. Fue un parto muy difícil, tu madre era muy fuerte, pero no lo pudo soportar.
Aracos sintió que se le partía el corazón, pero no quiso parecer débil y acarició la cabeza de su hermanita.
—Tiene sus mismos ojos.
—En ellos veo a tu madre todos los días.
—¿Y tú, padre?
—Desde hace cuatro años vivo con una esclava que compré a unos mercaderes romanos en Beligio; es vaccea.
—¿Te ha dado algún hijo?
—No, no, no puede procrear, creo que es estéril.
—¿Y mis hermanos?
—Están en Nertóbriga. Han ido a vender trigo. Ahora nos va bien, nuestros campos producen buen trigo y buena cebada. Tenemos suficiente para nosotros, y el ejército romano nos compra a muy buen precio cuanto nos sobra. Desde que ese demonio lusitano, Viriato, se levantó en armas contra Roma, las hambrientas legiones necesitan trigo para sus soldados y nosotros se lo proporcionamos. Mientras dure esta situación, ganaremos dinero, mucho dinero.
Viriato. Ése era el nombre que corría de boca en boca por toda Iberia. Aquel mismo año el intrépido lusitano había atacado Segontia y Segóbriga, a muchas millas al oeste de Lusitania, y había logrado que de momento los arévacos no proporcionaran las tropas que la República les demandaba. Algunos pueblos ibéricos comenzaban a creer que Viriato podría ser el caudillo que los unificara a todos y consiguiera el fin del dominio romano, pero otros muchos, alentados por la propaganda de Roma, lo consideraban como el cruel jefe de una banda de ladrones sanguinarios que sólo pretendía arrasar las regiones vecinas en busca de botín. Cansados de tantos años de guerra, muchos iberos creían que la sumisión definitiva a Roma reportaría al fin la paz que tanto anhelaban, y solían hacer procesiones solemnes portando ramas de olivo y rogando a sus dioses que les trajeran esa paz.

[Año 145 a. C.]

Animado y aconsejado por su padre, Aracos gastó casi todo su dinero en la compra de unas fincas, un espartizal y un zumacal a unas dos millas al norte de Contrebia. La ciudad era muy joven y todavía quedaban a su alrededor algunas tierras por labrar. Los campos habían sido roturados hacía diez años y la tierra era de la suficiente calidad como para proporcionar una buena cosecha, el espartizal apenas estaba explotado y el zumaque era muy demandado por los tejedores de Contrebia para teñir sus paños.
—Para cultivar esa extensión necesitarás al menos dos hombres; hay algunos jóvenes en la ciudad que son fuertes y buenos trabajadores. Yo mismo los suelo emplear ocasionalmente en el tiempo de la siembra y de la recolección. Si te queda algo de dinero después de pagar las fincas, puedes incluso comprar algún esclavo; a fines de este invierno hay anunciada una venta de cimarrones en Salduie. Se trata de esclavos que huyeron y que han sido apresados por patrullas romanas. Como nadie los ha reclamado una vez cumplido el plazo legal, el gobernador romano los subastará en el foro de la capital de los sedetanos.
—¿Ya no se enrolan los jóvenes en el ejército romano? —preguntó Aracos.
—Desde que hace dos años Viriato acabara con una legión y cinco mil auxiliares de los nuestros y de los titos, los jóvenes belos han cambiado sus preferencias. Ahora admiran al pastor lusitano y algunos se atreven a decir en público que prefieren morir combatiendo al lado de Viriato que vivir siendo siervos de Roma. Los triunfos de Viriato han hecho cambiar de opinión a muchos. Creen que ese caudillo puede devolver a Iberia su libertad. Ha pasado de ser considerado un ladrón a ser venerado como un héroe.
—Padre, tú has combatido al lado de las legiones y sabes cuál es la determinación de sus generales. Yo también lo he hecho; cuando luchamos en Numancia, nos rechazaron una y otra vez, pero los romanos siempre vuelven. Yo he estado en Roma y he visto sus calles porticadas, sus edificios gigantescos, las lujosas casas de sus patricios y las multitudes infinitas que pueblan esa ciudad. Créeme, padre, sus moradores son varias veces cien mil, tienen en permanente pie de guerra una docena de legiones y si lo necesitaran podrían reclutar otra docena más. Todos los varones romanos entre los diecisiete y los sesenta años capaces de empuñar un arma pueden ser movilizados y llamados a filas si la República los necesita. Es un pueblo que vive por y para la guerra; podrán ser derrotados una y otra vez en cien, en mil batallas, pero siempre volverán, hasta que Roma se imponga. Ellos dicen que «Roma siempre vence».
—Bueno, eso ya no es asunto tuyo. Ahora eres un honrado propietario, y como tal deberás censarte en Contrebia y tomar un asiento en el senado de la ciudad. Aquí hay muchas cosas que hacer. Los romanos necesitan trigo para alimentar a sus legionarios y a sus auxiliares, y nuestros campos pueden producir mucho más si mejoramos los cultivos. Precisamente ahora estamos debatiendo cuánto costaría la construcción de una presa aguas arriba del río, para sacar de ella un canal que riegue los campos de secano de la margen derecha y poder plantar trigo en las esparteras; con ello aumentaríamos el rendimiento de esos campos y quintuplicaríamos los beneficios.
—Por cierto, deberías buscar una muchacha para casarte. Un propietario necesita una esposa, y una casa. Bueno, no pretendo echarte, puedes seguir viviendo en la mía mientras quieras, pero un hombre necesita una familia y una casa propia. Hay varias parcelas disponibles en el nuevo barrio bajo, en la ladera este de la acrópolis. Las calles están bien empedradas. Con mi ayuda y la de tus hermanos podrías tenerla lista en un par de meses, tal vez antes. Y en cuanto a tu boda… Conozco a una muchacha que sería una esposa apropiada. Es hija de un propietario agrícola que además posee dos tiendas y una fundición con dos hornos para hierro y para bronce; es un negocio muy próspero. Los romanos también compran espadas y cascos de hierro.