Capítulo 4 [Año 144 a. C.]
Por primera vez, Viriato fue derrotado en
varias escaramuzas por Fabio Máximo, el hermano de Escipión
Emiliano. Asesorado por su famoso hermano, labio había traído de
África diez elefantes y un escuadrón de trescientos jinetes
númidas, enviados por Micipsa, uno de los hijos de Masinisa, que se
había impuesto sobre sus hermanos y proclamado nuevo rey de ese
pueblo. El caudillo lusitano, acosado por el hermano de Escipión,
se retiró aquel invierno a la ciudad de Baikor, no sin antes causar
algunos estragos entre los romanos; desde allí volvió a enviar
varias embajadas a diversos pueblos de Iberia con el claro mensaje
de unirse a él en contra de Roma. Como ocurriera con el padre de
Aracos, todos los pueblos y ciudades celtíberos recibieron esta
nueva llamada de Viriato alentándolos a levantarse en armas contra
los romanos. Pese a los últimos reveses, no muy graves, sus
triunfos sobre las legiones eran su mejor aval, y los jóvenes
celtíberos veían en el caudillo lusitano al, héroe que deseaban
emular.
Mediado el invierno, Aracos recibió una
inesperada visita. Seis de los belaiscos que habían combatido junto
a él al servicio de Roma y bajo el mando de Marco Tulio se
presentaron en su casa de Contrebia. Aracos les hizo pasar a la
sala principal y le dijo a su esposa que les sirviera una jarra de
cerveza caelia y unos higos secos.
—¿Qué deseáis, amigos? —les preguntó.
Aregodas, el amigo de Aracos, miró a los
demás, bebió un sorbo de cerveza y dijo:
—Los numantinos han decidido unirse a
Viriato; lo hemos sabido esta misma mañana. Nosotros hemos optado
por seguir ese mismo camino.
—¿Lo habéis pensado bien?
—Hace días que hablamos de ello.
—Roma os recompensó con una buena paga.
Ahora sois campesinos, no guerreros. Todos tenéis familia.
—Tú conoces bien a los romanos; son
insaciables. Los has visto cometer los crímenes más abominables,
las traiciones más execrables.;Cuánto tiempo crees que nos dejarán
en paz? Sí, hemos comprado algunas tierras con el salario que nos
pagaron tras muchos años de servicio en el ejército, pero cuando
las necesiten, ¿crees que respetarán nuestras propiedades?; no,
vendrán a por ellas y se las quedarán.
—El gobernador romano de la provincia
citerior garantiza nuestras propiedades —dijo Aracos. Has visto en
más de una ocasión cómo los romanos incumplían sus acuerdos y sus
pactos en cuanto les interesaba. No tenemos otra opción. Únete a
nosotros. Eres nuestro mejor guerrero y siempre has estado al lado
de los generales romanos en las batallas. Sabes mejor que nadie
cómo piensan, cuáles son sus virtudes y sus defectos en la lucha,
conoces sus tácticas de combate…
—Antes de dejar Roma sellé una tésera con un
romano. Le di mi palabra de amistad eterna.
—Se la diste a un romano, no a Roma. Tu
padre nos ha dicho…
—¡Claro!, mi padre; él ha sido quien os ha
enviado, ¿no es así?
—Bueno, hemos hablado con él; también estuvo
en el ejército y es de nuestra misma opinión, ya lo sabes. Su edad
le impide combatir, pero no tiene ninguna duda de que ahora debemos
unirnos a Viriato y combatir contra los romanos. Nosotros lo hemos
decidido así. En Contrebia somos casi cincuenta, quince veteranos y
el resto jóvenes inexpertos pero ansiosos por cruzar sus primeras
armas. No soportamos el pavoneo de los soldados romanos cuando
vienen por aquí para recaudar los tributos, ni que nos sigan
llamando con esa palabra griega, «bárbaros» —dijo Aregodas
pronunciándola en latín—. Necesitamos un jefe, un hombre con
experiencia y con capacidad de mando, y todos estamos de acuerdo en
que debes ser tú.
—Dadme tiempo para pensarlo.
—¿Cuánto necesitas?
—Volved mañana, a esta misma hora.
∗∗∗
Aquella noche Aracos y su esposa Briganda
hicieron el amor en silencio, bañados por la ambarina luz de una
lucerna y al calor de un brasero de terracota; los dos sabían que
sus vidas iban a cambiar muy pronto.
Cuando acabaron, Aracos se incorporó del
lecho, avivó las brasas y se sentó junto a ellas mirando el rojo
fulgor de las ascuas.
—¿Vas a marcharte, verdad? —le preguntó
Briganda.
—Sí contestó Aracos.
—Siempre lo supe, desde el primer día. Lo he
visto en tu mirada, en tu manera de contar tus viajes por el mundo,
en cómo añoras aquella vida. Contrebia es demasiado pequeña y el
menguado horizonte de estos cerros no puede contener tu espíritu.
¿Cuándo te marcharás?
—Tengo que hablar con los hombres que
vinieron ayer. Me han pedido que sea su jefe. Algunos son veteranos
de la guerra contra Numancia y de las campañas en Macedonia y
África, pero la mayoría son jóvenes que no han combatido jamás;
antes de partir tienen que recibir entrenamiento.
Aracos volvió junto a su esposa; se metió en
el lecho y le acarició el rostro. El cabello pelirrojo de Briganda
tenía un brillo metálico.
—Vivamos, al menos mientras estés aquí —le
dijo la muchacha.
E hicieron de nuevo el amor, intensamente,
como si fuera a ser la última vez.
Antes de amanecer, Aracos salió de su casa.
Se cubrió con el sagum, se caló la capucha
y caminó por las calles desiertas. Las estrellas más brillantes
todavía titilaban en lo alto, pero por el este, detrás de las
colinas grises, un tenue resplandor anunciaba la proximidad del
alba. Atravesó la puerta de la ciudad, donde un par de soldados
hacían guardia, y caminó por el sendero del río hasta el puente de
tablas. La corriente era exigua y algunas charcas estaban heladas.
Se arrebujó en su manto y aspiró el aire gélido y limpio. Y gritó,
gritó como loco, con el rostro vuelto hacia el resplandor que
anunciaba el sol naciente.
Ya había amanecido cuando regresó a la
ciudad. Un frío viento del noroeste barría el valle y empujaba con
enorme velocidad unas nubes lechosas, que volaban sobre los campos
como sombras de fantasmas.
De vuelta a casa —Briganda le había
preparado unas tajadas de tocino, pan, mantequilla y vino caliente
con miel—, Aracos devoró el desayuno con rapidez.
—Hace frío, no deberías haber salido tan
pronto —le dijo Briganda.
—Necesitaba respirar aire frío, y ver salir
el sol. He caminado río arriba hasta los juncales. Allí hay un
amplio espacio abierto en medio del soto, es un lugar apartado y
discreto, protegido de miradas ajenas por los árboles; es el lugar
ideal para adiestrar a los jóvenes futuros guerreros.
Briganda retiró el plato, cogió la mano de
Aracos y le dijo:
—Yo siempre aceptaré lo que tú
decidas.
A la hora convenida se presentaron los seis
veteranos. Aregodas saludó al estilo romano a Aracos.
—Aquí estamos, Aracos, tal como
quedamos.
Aracos les invitó a sentarse en el banco
corrido alrededor de la estancia principal de la casa, y él mismo
les sirvió unas copas con vino caliente mezclado con agua y
miel.
—Los jóvenes deberán ser adiestrados en el
manejo de las armas. Yo no encabezaré ninguna partida de hombres
que no sepan cómo se usa una espada o una lanza. Quiero que mis
hombres vayan preparados a la batalla, no conduciré a nadie a un
matadero.
—¿Entonces…, eso significa que aceptas?
—preguntó Aregodas.
—Siempre que aceptéis vosotros mis
condiciones.
—Aceptadas —dijo Aregodas ante la
connivencia del resto.
—Pero si todavía no sabéis cuáles son.
—Viniendo de ti, seguro que son
justas.
—Bien, en ese caso convocad para la primera
noche de luna llena a todos los voluntarios en el claro del soto de
los juncales. Que no falte nadie y que traigan todas sus armas.
Allí os daré mis instrucciones.
—Ahí estaremos —dijeron todos a una sola
voz.
∗∗∗
Una luna inmensa y amarilla rielaba sobre
las aguas del río Huerva, que bajaban crecidas por el deshielo de
las nieves de las montañas del sur. En el claro del soto se
agrupaban cincuenta y cuatro hombres.
Aracos los había estado observando oculto
tras la espesura, y había oído algunas conversaciones. Los
veteranos hablaban serenos, sabiendo a qué se iban a enfrentar, en
tanto los más jóvenes creían estar empezando una maravillosa
aventura que les proporcionaría fama, gloria y quizá riqueza.
Cuando estimó que ya estaban todos, Aracos
salió de detrás de unos arbustos.
—Agrupaos aquí —les indicó.
Entre murmullos, los contrebienses se fueron
colocando en un semicírculo frente a Aracos, que esperó paciente a
que se acallaran la voces antes de hablar.
—En este negocio de la guerra, lo primero
que hay que aprender es disciplina. Cuando vuestro jefe os
convoque, deberéis acudir deprisa y en silencio; habéis fallado en
la primera ocasión que se os ha presentado. Y ahora escuchad
atentamente, y no me interrumpáis antes de que haya acabado.
Después de oír lo que tengo que decir, el que desee abandonar podrá
hacerlo libremente, pero una vez aceptado el quedarse, sólo habrá
dos salidas: la muerte o la victoria.
—Los celtíberos somos los soldados más
valerosos del mundo. La guerra ha estado presente desde hace
generaciones en Celtiberia. Yo mismo fui educado por mi padre para
la guerra. Para los romanos, la guerra es una forma de vida, pero
para muchos de nosotros la guerra es o ha sido la única forma de
vida.
—Habéis venido aquí porque no aceptáis vivir
bajo el dominio extranjero. Los romanos han ocupado nuestras
tierras, saqueado nuestros tesoros e incluso han reducido los
nombres de nuestros dioses confundiéndolos con los de los suyos.
Estoy seguro de que anheláis otra vida mejor. Viriato, ese pastor
lusitano que ha vencido a los romanos, ha despertado de nuevo la
esperanza entre las gentes de Iberia, y son muchos quienes ven en
él al caudillo capaz de lograr la unidad de todos los pueblos
ibéricos. Tenéis que saber que si nos unimos a Viriato, seremos
declarados enemigos del Senado y del pueblo romano, que quizá sean
confiscadas nuestras propiedades, que nuestras familias sufrirán un
acoso insoportable, que durante mucho tiempo no veremos a nuestros
familiares ni a nuestros amigos, tal vez nunca más, y que la muerte
será nuestra más fiel compañera. Me habéis propuesto que sea
vuestro jefe, y yo acepto, pero os pido tres condiciones: lealtad,
disciplina y amistad. Nada más.
—¿Qué tenéis que decir?
Aregodas dio un paso al frente y comenzó a
chocar sus armas. De inmediato todos los demás hicieron lo mismo y
el soto se convirtió en un concierto de sonidos metálicos y voces y
gritos de euforia.
Aracos pasó revista a las armas que allí se
habían llevado. Había numerosas espadas largas, decenas de espadas
cortas curvas, las famosas falcatas,
cuchillos largos, varias mazas, tres hachas de combate, arcos,
lanzas y escudos grandes y cuadrados y pequeños y redondos.
—Las armas son para un guerrero el aval de
su propia vida. Deberéis tenerlas siempre listas y afiladas. No
durmáis, no bebáis, no comáis, no améis sin que antes estén a
punto. Por lo que he visto hasta ahora, y a la luz de la luna, ni
siquiera una de cada diez de estas armas pasaría una revisión de un
centurión romano borracho. Pulidlas y limpiadlas hasta que veáis
vuestros rostros reflejados en sus hojas.
—Mañana mismo comenzaremos la instrucción.
Los veteranos me ayudarán con los noveles. Nos veremos aquí todos
los días, a media tarde. Aregodas será mi lugarteniente.