Capítulo 22
Entre tanto los romanos preparaban ese
cuerpo expedicionario, los seis jinetes numantinos se entrevistaron
con miembros de los senados de Termancia y Uxama, las dos ciudades
arévacas más importantes después de Numancia; en ambas fueron
rechazadas sus peticiones de ayuda alegando que Roma les había
advertido que actuaría contra ellos si ayudaban a los numantinos.
Aunque los romanos creían que los vínculos de sangre y de tribu
tenían una gran ascendencia entre los celtíberos, en realidad las
etnias carecían de un mismo objetivo y las grandes decisiones se
tomaban según los intereses de cada ciudad, por encima de la tribu,
que para los celtíberos era una mera referencia simbólica, sin
apenas valor práctico.
Sólo en Lutia, la más pequeña de las tres
ciudades, encontraron acogida. El senado de la ciudad se reunió en
sesión urgente y decidió apoyar a los numantinos. Fueron los
jóvenes quienes defendieron esa ayuda con mayor vehemencia, pues la
mayoría de los ancianos alegó que nada podrían hacer contra el
formidable ejército desplegado por Escipión. La asamblea de Lutia
se convirtió en un verdadero foco de conflictos, con acusaciones
cruzadas entre los jóvenes y los ancianos; los más vehementes de
entre los jóvenes clamaban por declarar de inmediato la guerra a
Roma y se avergonzaban por haber permitido que se llegara a
semejante extremo, acusando a los mayores de cobardía al preferir
la esclavitud a la libertad.
Cuando el debate alcanzaba su mayor encono,
Aracos se dirigió a Retógenes en voz baja:
—Hemos fracasado. Termancia y Uxama han
rechazado ofrecernos cualquier tipo de ayuda y hemos metido a la
gente de Lutia en un conflicto de difícil solución. Creo que los
romanos han logrado lo que se proponían, lo mismo que vienen
provocando desde hace decenios: la división entre los habitantes de
Iberia, el enfrentamiento entre pueblos hermanos y el fracaso de
cualquier solución pactada a su presencia en esta tierra.
—No te rindas aún, Aracos, y fíjate en esos
jóvenes; tienen ansia de guerra, de luchar por la defensa de su
libertad, como nosotros. Ellos pueden avivar el fuego de la
libertad que nosotros encendimos y que mantenemos vivo en Numancia
repuso Retógenes.
Mientras los dos celtíberos comentaban la
trifulca que se había levantado con su petición de ayuda a los
hombres de Lutia, un oteador irrumpió en la sala donde se celebraba
el acalorado consejo anunciando que un ejército romano compuesto
por más de dos mil hombres se acercaba a la ciudad.
—Mirad lo que habéis logrado, numantinos
—clamó uno de los representantes de los ancianos, dirigiéndose a
Aracos y Retógenes—. Estábamos en paz con Roma y ahora un ejército
se dirige hacia aquí: habéis traído la muerte y la desolación a
nuestro pueblo.
—¡Condenado cobarde! —gritó uno de los
jóvenes—. Los romanos están aquí para quitarnos cuanto es nuestro;
los numantinos han de ser nuestro ejemplo. Roma acabará por
conquistar todas nuestras ciudades una a una y por someter a todas
las tribus de Iberia, pero si nos unimos no podrá con nosotros.
¡Todos con Numancia, todos como Numancia!
—¡Calma calma! —pidió el caudillo de Lutia—.
Los romanos están a media jornada de nuestra ciudad, debemos
decidir de inmediato qué hacer. Propongo una votación y que su
resultado sea acatado por todos.
Dos miembros de la asamblea trajeron una
gran vasija y unas cajas de madera con bolitas blancas y negras que
se repartieron entre los asistentes en su condición de ciudadanos
de Lutia.
—Como acostumbramos, la bola blanca
significa que ayudaremos a los numantinos contra los romanos,
mientras que la bola negra supone el rechazo a su petición.
Durante un buen rato, los presentes con
derecho a voto en la asamblea fueron depositando una de las bolas
en la vasija, cuya boca permanecía cubierta por un paño de lino.
Una vez acabada la votación, el caudillo levantó el paño y ordenó
que se procediera al recuento.
La votación fue favorable a ayudar a los
numantinos, pero sólo por tres votos de diferencia.
—¡Gracias, hermanos, gracias! —se apresuró a
decir Retógenes—; jamás dudamos de vuestra generosidad ni de
vuestro valor.
—Ya lo habéis visto; Lutia ayudará a
Numancia, pero ahora es tiempo de que os marchéis de aquí, pues los
romanos no tardarán en presentarse ante estos muros.
—De acuerdo —repuso Aracos—. Esperaremos
ocultos en los bosques a que los romanos regresen a sus campamentos
de Numancia, y una vez que eso ocurra discutiremos la manera de
organizar vuestra ayuda.
—Yo me quedo —dijo Retógenes—; uno de
nosotros debe permanecer aquí.
Escipión se presentó ante los muros de Lutia
con sus seis cohortes desplegadas en posición de ataque. Una
delegación del senado se apresuró a entrevistarse con el jefe
romano y, traicionando el resultado de la votación, le informó que
querían la paz con Roma, aunque le delató que había ciertos jóvenes
«insensatos» que preferían la guerra. Escipión les conminó a que le
entregaran a los cabecillas de ese grupo de belicosos, pero le
dijeran que no estaban allí. Escipión insistió en la entrega de los
cabecillas, ya que en caso contrario aseguró que arrasaría la
ciudad.
Cuatrocientos jóvenes fueron conducidos ante
el general romano, denunciados por sus propios conciudadanos.
—Esta es la justicia de Roma —anunció
Escipión.
Ante los horrorizados ojos de las gentes de
Lutia, los legionarios cortaron la mano derecha a los cuatrocientos
jóvenes. La primera en ser cercenada fue la de Retógenes, que fue
conducido ante Escipión acusado de ser el numantino instigador de
la revuelta, confiando así en que la ira de los romanos cayera
solamente sobre él. Y sin esperar a que se produjera reacción
alguna, el general romano regresó a la carrera ante Numancia con
las cuatrocientas manos como macabro trofeo de guerra y con
Retógenes atado a la cola de un caballo.
∗∗∗
Aracos y sus cuatro compañeros regresaron a
Lutia dos días después de que se marchara Escipión. Ya sabían lo
que había ocurrido, por lo que se limitaron a insultar desde el
exterior de los muros a los ancianos, llamándoles cobardes y
traidores, sin recibir ninguna respuesta.
—¿Qué hacemos ahora, Aracos? —le preguntó
uno de los numantinos fugados.
—No podemos pedir ayuda a nadie más; si las
ciudades arévacas nos han rechazado, imaginad qué no harán las
demás ciudades celtíberas. Algunas son fieles aliadas de Roma y
todas temen a Escipión. Y lo mismo ocurre con las vacceas. Tal vez
los cántabros y los astures…, quizás esas tribus podrían
ayudarnos.
—Olvídate de ellos. Son gente muy extraña
con los que nunca hemos tenido contacto. Viven en sus brumosas
montañas del norte aislados del resto de Iberia y del mundo. Hace
unos años quisimos entablar un pacto con ellos para que permitieran
pastar en sus ricos prados a nuestros ganados trashumantes durante
el verano, pero no consintieron siquiera en que nos acercáramos a
discutirlo.
—En ese caso, no nos queda nadie a quien
recurrir. Bien, nosotros cinco hemos logrado evadir el cerco, y
somos libres, proscritos de Roma pero libres… por el momento.
Marchad hacia el oeste y tratad de ocultaron en alguna aldea
perdida en la llanura o en la sierra, quizás así logréis pasar
inadvertidos para los romanos.
—¿Y tú, dónde vas a ir?
—Yo regreso a Numancia —aseguró
Aracos.
—No puedes hacerlo, en cuanto te apresen,
los romanos te matarán.
—Allí me espera mi esposa; además, no tengo
ningún otro sitio adonde ir.
—También nosotros tenemos familia.
—Pero allí no tenéis ningún futuro. Ahora sí
que Escipión ha vencido. Nadie va a impedir que conquiste Numancia.
Vamos, estáis a tiempo, marchad y procurad pasar inadvertidos.
Inventad cualquier excusa que sea creíble cuando lleguéis a alguna
aldea que os agrade para permanecer allí. Que los dioses os
acompañen.
—Que ellos te sean propicios, Aracos.
Los cinco compañeros de fuga se despidieron
entre abrazos. Aracos arreó a Viento y
corrió hacia el este, en dirección a Numancia.