Capítulo 5
Los numantinos celebraron una gran fiesta en
el primer plenilunio de otoño. Habían logrado derrotar a un
formidable ejército romano muy superior en número en cuantas
ocasiones se habían enfrentado. Lo habían humillado, habían acabado
con un tercio de sus efectivos iniciales y habían logrado aislarlo
en un campamento en medio de Celtiberia, sin posibilidad de recibir
suministros durante todo el invierno, con todas las vías de escape
cortadas y en una situación desesperada por la escasez de alimentos
ante la inminencia del invierno.
Los caudillos Ambón y Leucón eran aclamados
por los numantinos como auténticos héroes y algunos bardos ya
habían compuesto canciones en las que se loaban sus hazañas y sus
victorias con un encendido tono épico.
Unos druidas, vestidos con pieles y tocadas
sus cabezas con unas cornamentas de ciervo, recorrieron las calles
de Numancia gritando loores en honor de Cernunnos, el dios de la
fecundidad y la inmortalidad. Portaban unos cuencos de cerámica
decorada con pinturas en las que aparecía la figura de este dios
con la cornamenta de los cérvidos y llenos de un líquido sagrado,
mezcla de agua, miel y vino con el que, mediante la ayuda de unas
ramas de romero, asperjaban los umbrales de las casas para que sus
moradores tuvieran una vida larga y muchos hijos, los nuevos
guerreros con los que seguir luchando contra el enemigo
romano.
Los numantinos, como todos los arévacos y
los demás celtíberos, carecían de templos donde adorar a sus
dioses, pero se reunían en santuarios al aire libre, junto a las
fuentes, en los linderos y claros de los bosques o en cuevas
sagradas.
Alrededor de hogueras donde se asaba carne
de venados, jabalíes y conejos, los numantinos bailaban frenéticas
danzas guerreras y de fecundidad mientras consumían caelia, su pastosa cerveza de trigo, y aullaban
cánticos de guerra y de victoria.
—Míralos —le dijo Leucón a su esposa
señalando a unos jóvenes guerreros numantinos que bailaban ebrios
de cerveza abrazados a unas muchachas—, están eufóricos, han
derrotado a Roma y se sienten invencibles, casi como si fueran
dioses.
—Y así ha sido, esposo.
—Sí…, por ahora así ha sido, pero volverán;
los romanos siempre vuelven. Los viste cuando atacaron nuestra
ciudad. Eran miles, y a pesar de que los derrotamos han vuelto a
atacar Uxama por dos veces. Dicen quienes conocen la ciudad de Roma
que dentro de sus murallas hay cien romanos por cada numantino, y
todavía hay muchos más romanos en otras ciudades casi tan grandes
como la propia Roma. Aunque los derrotemos cien, mil veces, seguirá
habiendo miles de romanos, y continuarán viniendo contra nosotros,
una y otra vez, hasta que no podamos resistir más.
—Tal vez se cansen, y se vayan para
siempre.
—No —dijo Leucón rotundo—. Lo he visto en
sus curtidos rostros, en las caras metálicas de esos legionarios.
Aunque sus rostros se contraen con rictus de pánico, sus ojos están
llenos de ambición, de deseos de triunfo.
—Son hombres, sólo hombres, y tienen miedo
—puntualizó la esposa.
—Sí, claro que tienen miedo, lo llevaban
grabado en sus rostros cuando agonizaban atravesados por nuestras
armas, pero su ambición es capaz de superar a su propio terror ante
la muerte y el dolor.
Leucón apoyó los codos sobre un muro de
piedra y perdió su mirada entre los jóvenes que se divertían ajenos
a lo que les deparaba el destino. Su esposa lo abrazó por los
hombros y al contacto con la piel de su marido sintió que su
espíritu se encontraba lejos, muy lejos de allí.
∗∗∗
Tres mil hombres habían muerto en el segundo
ataque a Uxama. Desde que comenzara la campaña contra Segeda la
primavera anterior, Nobilior había perdido a más de la tercera
parte de sus tropas y otro tercio al menos estaba herido, enfermo,
cansado o con la moral por los suelos. Mediado el otoño, con los
romanos y sus aliados encerrados en el campamento entre Ocilis y
Numancia, comenzaron a caer unas lluvias torrenciales que dejaron
los caminos impracticables; sólo unos pocos hispanos pudieron
regresar a sus casas a pasar el invierno, con lo que el problema de
alimentar al ejército se agudizó.
Tras dos semanas de lluvias intensas cayeron
las primeras heladas y las primeras nieves. Bloqueados en el
campamento, los soldados del ejército consular pasaban las largas
jornadas invernales jugando a dados, calentándose con la escasa
leña que podían recoger en los alrededores, pues nadie se atrevía a
alejarse más allá de mil pasos de la muralla por miedo a caer en
una emboscada de los arévacos, a los que suponían permanentemente
apostados y al acecho, y comiendo sopa de hierbas y de huesos con
la que llenaban sus hambrientos estómagos. Afortunadamente no les
faltaba el agua, que recogían fundiendo la abundante nieve que se
amontonaba sobre los tejados de paja y los muros de piedra.
Una vez a la semana Nobilior ordenaba
sacrificar dos o tres acémilas para complementar la dieta de sopa y
de pan con la que se alimentaban los soldados. Los mejores pedazos
de carne eran para los oficiales y los legionarios romanos, en
tanto los auxiliares iberos debían conformarse con las entrañas,
las vísceras y la grasa, que fundían en grandes calderos de bronce
y mezclaban con harina, agua y semillas para elaborar unas
grasientas tortas.
Mediado el invierno, el frío se hizo
insoportable. La leña de los alrededores había sido ya agotada y
las hogueras se mantenían vivas gracias a las bostas secas de los
animales, que se quemaban junto con todo aquello que no sirviera
para otra cosa que conservar encendido el fuego. Durante el día,
los hombres, arrebujados dentro de sus mantas y capotes de piel y
de lana, se apostaban al sol, al abrigo de los gélidos vientos del
norte en las solanas de los muros. Pero las noches eran terribles;
al amanecer solían despertar ateridos, con los pies y las manos
casi congelados. Cada día una docena de soldados moría de frío, con
las piernas gangrenadas y la sangre envenenada por la falta de
riego, y otros tantos tenían que ser trasladados a un pabellón
donde los médicos y cirujanos apenas daban abasto para curar las
terribles llagas que el frío abría en la piel de los más
afectados.
La disentería se cebó entre los romanos y
sus aliados, que, mal alimentados y poco acostumbrados a semejantes
condiciones, sufrían los rigores del clima y de la escasez mucho
más que los celtíberos.
—Si esto sigue así, moriremos todos —comentó
Marco a Aracos en el transcurso de una guardia—. Debiste marcharte
a Contrebia con tus compañeros cuando pudiste hacerlo; seguro que
en tu ciudad no faltará el pan y el aceite.
—Tal vez, pero cuando mi padre me ordenó que
me uniera a vosotros juré ante mis dioses que mantendría mi
fidelidad a los romanos. Y además, ¿qué otra cosa puedo hacer? Mi
padre no posee las tierras suficientes como para dotar a todos sus
hijos, y en ese caso los jóvenes celtíberos no tenemos otra opción
que dedicarnos a la guerra. Antes de que llegarais a Iberia
vosotros los romanos, hacíamos la guerra entre nosotros mismos: los
celtíberos de las vertientes occidentales de la Idubeda atacaban a
los vacceos, a los vetones y a los carpetanos, y nosotros, a los
que llamáis citeriores, lo hacíamos contra los edetanos y
sedetanos, siempre en busca de botín con el que complementar lo que
esta tierra dura, áspera y fragosa no es capaz de
proporcionarnos.
—Afortunadamente —continuó Aracos,
aparecieron primero los cartagineses y nos contrataron como
soldados para sus ejércitos, y luego lo hicisteis los romanos. Nos
pagáis un sueldo por hacer lo que antes hacíamos por un escaso
botín, y gracias a ello ahora nos consideran honorables soldados en
lugar de abominables bandidos. Y todo eso lo debemos a vosotros los
romanos; sólo por ello os profesamos agradecimiento.
—No te entiendo, Aracos, no entiendo a los
hispanos. Tan pronto habláis de la necesidad de ser libres y de
luchar contra Roma por vuestra independencia, como os sometéis de
buen grado y os mostráis satisfechos por combatir a nuestro lado
contra otros hispanos que son vuestros hermanos de sangre y de
raza.
—Tal vez lo entiendas cuando lleves más
tiempo en Iberia. Los que poblamos esta tierra no tenemos la
conciencia de pertenecer a un único país, a eso que vosotros
llamáis la nación y la República. En Iberia prestamos más atención
e interés a la familia, al clan y a la tribu que a cualquier otra
cosa. No tenemos ninguna «roma» que engrandecer, ni ninguna
«república» que reivindicar. Aquí, en Iberia, los jóvenes sólo
aspiramos a vivir día a día, a luchar por nosotros mismos y a morir
con una espada en la mano. Por lo demás, a las gentes de Iberia no
nos une ningún sentimiento común, por eso, tarde o temprano,
acabaremos sometidos a Roma.
—Pese a tu juventud, parece que conoces muy
bien a la gente de esta península.
—¡Ah, bueno!, no es demasiado difícil. Todos
somos iguales, pese a que vivimos divididos en multitud de pueblos,
todos desconfiamos del vecino y a veces preferimos combatirlo que
aliarnos con él. Fíjate, decurión, yo soy un belaisco, un belo, y
he llegado hasta aquí persiguiendo a los segedenses, belos igual
que yo, y he combatido contra los numantinos, celtíberos como yo,
al lado de los romanos como tú. No me extraña que no entiendas nada
de lo que pasa con nosotros, nadie que no sea de Iberia lo
entendería.
—Si las cosas son como tú dices, ¿por qué
los numantinos resisten de esta manera? —le preguntó Marco.
—Sólo defienden su vida, nada más —asentó
Aracos.
—¿Tanto vale para ellos?
—Es lo único que tienen.
[Año 152 a. C.]
Parecía imposible que pudieran resistir
encerrados en aquel campamento durante todo el invierno, pero lo
hicieron. A pesar de la escasez de alimentos, de las manadas de
lobos que merodeaban en busca de algún bocado o de algún hombre
herido en la nieve, a pesar del frío y de las enfermedades, la
primavera del nuevo año consular trajo la esperanza al ejército de
Nobilior.
Ese nuevo año había sido elegido cónsul el
noble Claudio Marcelo, que de inmediato organizó un ejército de
expertos veteranos para socorrer a las tropas de Nobilior, de las
que de vez en cuando se recibían algunas noticias que llevaban
hasta Salduie y Tarraco espías hispanos al servicio de Roma.
Mediada la primavera, Claudio Marcelo, al frente de ocho mil
infantes y quinientos jinetes, atravesó la Celtiberia desde el
valle del Ebro por el del jalón, y se presentó ante los muros de
Ocilis, frente a los que acampó. Allí ofreció a sus habitantes el
perdón por haberse pasado al bando de los arévacos a cambio de
algunos rehenes y del pago de treinta talentos de plata.
Los de Ocilis, amedrentados por la amenaza
del nuevo cónsul de que arrasaría la ciudad en caso de que no
aceptaran sus demandas, acataron las condiciones y abrieron las
puertas a Claudio Marcelo.
Nadie daba crédito a lo que sus ojos estaban
viendo. Durante aquel largo y terrible invierno, los oficiales más
animosos habían intentado inculcar moral a sus tropas acantonadas
en el campamento entre Ocilis y Numancia anunciándoles que un
ejército poderosísimo estaba en marcha para rescatarlos. Pasaban
los días y fueron muy pocos los que creyeron que ese anuncio tantas
veces reiterado fuera a hacerse realidad alguna vez, pero así fue.
Cuatro cohortes bien uniformadas, perfectamente pertrechadas y
avanzando en formación compacta aparecieron en el horizonte
enarbolando los estandartes de la sexta legión y los emblemas del
Senado y el pueblo romanos, a la vez que tras ellos una banda de
trompas y tambores marcaba el ritmo de paso.
Un centurión acompañado por cuatro jinetes
alcanzó la puerta del campamento, donde Nobilior esperaba portando
su bastón consular y con el manto púrpura sobre sus hombros.
—Soy Lucio Atilio, centurión del segundo
escuadrón de caballería de la sexta legión; el cónsul Claudio
Marcelo agradece vuestro valor y el encono que habéis demostrado en
mantener enarbolada en este rincón perdido del mundo la enseña de
la República. La sexta legión ha recuperado Ocilis y ha sometido a
los rebeldes, vuestro encierro ha terminado.
Ante aquellas palabras, los legionarios
comenzaron a lanzar sus cascos al cielo y aclamaron al Senado y a
los dioses romanos.
Nobilior ordenó de inmediato levantar el
campamento y ponerse en marcha hacia Ocilis. Una vez allí, se
produjo el traspaso de poderes. Nobilior entregó el mando sobre el
ejército a Claudio Marcelo, que torció el gesto cuando se enteró de
que apenas quedaban con vida veinte mil de los treinta mil hombres
que habían iniciado la guerra contra Segeda, hacía justo un año.
Pero no tardó en mudar su faz cuando, casi a la vez que se producía
el relevo, un mensajero le anunció que el Senado ponía a su
disposición otra legión y una enorme cantidad de dinero para
contratar más auxiliares hispanos. El nuevo cónsul tenía ahora bajo
su mando a un ejército de cuatro legiones y treinta y ocho mil
hombres, el más numeroso que los romanos habían formado desde la
segunda guerra contra Cartago, en los tiempos de Aníbal.