Capítulo 2 [Año 153 a. C.]

Apenas había transcurrido un mes del nuevo año que había comenzado por primera vez en las calendas de enero, y el cónsul Nobilior ya estaba en Salduie al frente de uno de los más poderosos ejércitos jamás reunidos sobre el suelo de Iberia. Estaba constituido por dos legiones de ciudadanos romanos y sus correspondientes tropas auxiliares itálicas, que hacían un total de quince mil guerreros, a los que había que sumar otros quince mil procedentes de los pueblos hispanos reclutados para la ocasión. Treinta mil hombres formaban el ejército consular con el que el Senado pretendía acabar con la rebelión de Segeda, escarmentar a los belos y dar a todos los pueblos de Iberia, a la que los romanos llamaban Hispania, una lección del poder y de la contundencia de Roma.
La guerra declarada contra Segeda enfrentaba a dos bandos tremendamente desequilibrados. Los helos eran una tribu celtibérica que ocupaba un pequeño territorio en el corazón de las montañas ibéricas, en tanto la República romana constituía una potencia formidable que dominaba la mitad de las costas del Mediterráneo, que había derrotado a la poderosa Cartago en dos guerras, que había sometido a los griegos y que ambicionaba convertirse en el mayor imperio de la historia.
Para llevar a cabo esos planes, Roma utilizaba su ejército, una extraordinaria maquinaria de guerra bien entrenada y pertrechada, prácticamente invencible en campo abierto, que había atesorado una gran experiencia en los combates mantenidos durante siglos, el mismo que la había convertido de una pequeña ciudad en el pantanoso Lacio a ser considerada la primera potencia del mundo conocido.
Nobilior se presentó en el campamento cuando los decuriones y centuriones habían logrado formar a los miles de soldados en regimientos y escuadrones según su categoría. Primero los ciudadanos romanos, la élite del ejército, los genuinos componentes de las legiones que habían dado a Roma su poder; tras ellos las tropas auxiliares itálicas, formadas por guerreros veteranos, muy hábiles en el manejo de las armas ligeras y fieles combatientes al servicio de los intereses romanos; por fin, tras ellos se alineaban las tropas auxiliares hispanas, un variopinto y heterogéneo conglomerado de guerreros procedentes de las diferentes tribus del sur y del este de la Península, donde se mezclaban expertos veteranos y noveles soldados como el propio Aracos o su amigo Aregodas.
El contrebiense respiró hondo cuando vio desfilar a los legionarios de las dos legiones consulares. Perfectamente uniformados tras sus estandartes de combate, protegidos sus cabezas y sus cuerpos por brillantes cascos y corazas de metal y cuero, parecían invencibles. Caminaban con paso firme, perfectamente acompasados, con un ritmo vivo y seguro, como si el control de sus movimientos emanara de la voluntad de una sola persona. Aracos sintió un escalofrío al contemplar de cerca a los hastati de las primeras filas, los más expertos y veteranos, con sus rostros curtidos y severos, su mirada metálica, sus ojos acerados y fríos, sus robustas mandíbulas apretadas dibujando todos los músculos de la cara. Desde luego, si pudiera elegir a sus contrincantes en la batalla, hubiera puesto en último lugar a los miembros de aquellas cohortes legionarias.
Poco antes de formar para la revista del cónsul Nobilior, un decurión les había dicho que recogieran todas sus pertenencias y las cargaran en los carros de las impedimentas, pues en cuanto concluyera la parada militar, saldrían hacia Segeda.
Desde Salduie hasta la capital de los helos había tres jornadas de camino. Dejaron el valle del Ebro y ascendieron la ladera de un páramo yesoso cubierto de aliagas, espliegos, carrascas y coscojales para caminar a su través durante una jornada entera. En pleno invierno ese camino estaba permanentemente azotado por un viento frío y muy fuerte del noroeste que los indígenas conocían con el nombre de cierzo. En algunos días era tan intenso y soplaba con tal furia que era capaz de derribar a una carreta con toda su carga, y de arrastrar por el suelo a un hombre ligero de peso. Aquel día de invierno, mientras el ejército consular atravesaba el altiplano, el cierzo soplaba con una fuerza inusitada.
Caminando agrupados para no ser arrastrados, los soldados avanzaban penosamente en medio de un vendaval huracanado que lanzaba sobre sus rostros el polvo blanquecino y pequeñas piedrecillas que azotaban la piel como si se tratara de la cinta de un látigo invisible. En ocasiones, cuando el aire se arremolinaba alrededor, se hacía difícil incluso respirar, pues si se abría la boca, el viento y la arena eran capaces de ahogar a un hombre, en tanto que si se inhalaba sólo por la nariz, el polvo obstruía enseguida las fosas nasales y causaba tremendas dificultades para inspirar. Embutidos en sus capotes de viaje, los soldados parecían fantasmas arrastrándose cansinos y temblorosos entre el polvo y la arena.
Si alguien desfallecía o se detenía era de inmediato reincorporado a la formación, con golpes de bastón los auxiliares y de sarmientos los legionarios, pues regía una vieja ley que prohibía azotar con bastones o varas a un ciudadano romano.
En la segunda jornada de marcha alcanzaron el valle del río jalón en Nertóbriga, ciudad aliada de Roma, avanzaron por una vieja senda que los romanos habían convertido en un camino ancho por el que podía circular una carreta, y al tercer día se presentaron ante las murallas de Segeda.
—No hay nadie, la ciudad está vacía —anunció un centurión al cónsul Nobilior.
Una patrulla se había adelantado al resto del ejército para comprobar desde una altura cercana la situación en Segeda. Sorprendidos porque no veían ningún movimiento, se acercaron con cautela hasta las puertas de la ciudad y, con mucho cuidado, pues temían que se tratara de una emboscada, entraron. Allí no había quedado nadie, pero, por lo apresurado que parecía el abandono, daba la impresión de que los segedenses se habían marchado pocos días antes. En los hogares de muchas casas todavía quedaban las cenizas del último fuego y algunas despensas no habían sido completamente vaciadas.
Una vez que las patrullas aseguraron que no había peligro, Nobilior entró en la abandonada Segeda; en las paredes exteriores del edificio del senado todavía estaban clavadas las leyes de la ciudad escritas en los caracteres de la lengua céltica sobre placas de bronce. El cónsul contempló la orgullosa ciudad de los belos, ahora desierta, y tras inspeccionar la nueva muralla que se estaba levantando comprendió por qué sus moradores se habían marchado de manera precipitada. Los nuevos muros cuya construcción había sido el principal detonante de la guerra estaban a medio edificar y apenas habían alcanzado la mitad de su altura definitiva. La fortificación de Segeda, que una vez acabada hubiera resultado formidable, era muy deficiente todavía y estaba claro que en esa situación no hubiera resistido el ataque del ejército romano.
Nobilior se quitó su cimera de combate y llamó a su ayudante de campo. Que venga alguien que conozca el terreno.
De inmediato se presentó un centurión que había recorrido aquellas tierras dos años antes.
—Dime —le preguntó Nobilior—, ¿cuál es la ciudad más cercana?
—Bílbilis, cónsul. Está unas pocas millas al este, apenas a media jornada de marcha de aquí.
—Coge un centenar de hombres y adelántate hasta allí. Recaba cuanta información puedas obtener y averigua dónde se ha escondido toda la gente que vivía en este lugar. Nosotros acamparemos aquí mismo, junto a Segeda.
Esa misma noche regresó el centurión. Informó al cónsul de que los habitantes de Bílbilis, una ciudad en la confluencia del río jalón con un gran afluente, le habían ofrecido la paz y habían jurado por sus dioses que todos los segedenses habían huido tres días atrás con la mayoría de sus enseres hacia el noroeste, y que, según se decía, habían sido acogidos por la tribu de los arévacos en su ciudad de Numancia.
Sin pérdida de tiempo, el cónsul convocó a los tribunos y a los generales a una reunión en una gran sala del senado de Segeda, en una colina que constituía el centro de la ciudad.
—Estos bárbaros han huido hacia Numancia; tenían firmado un pacto de hospitalidad con los arévacos y han recurrido a él. Mi plan es perseguirlos hasta donde los encontremos.
Sobre una mesa de piedra desplegó un gran plano dibujado en una piel de toro que representaba el contorno de Iberia, sus principales ríos y montañas y el nombre de los pueblos y tribus más poderosos.
—Estamos aquí —continuó Nobilior señalando la posición de la capital de los belos—, y aquí está Numancia y los segedenses. Bien, haremos lo siguiente: subiremos aguas arriba por el cauce del río jalón hasta Ocilis. Me han informado de que ese lugar ocupa una posición estratégica para el control de los caminos que atraviesan estas montañas. Allí estableceremos los almacenes de suministro. Después seguiremos hacia el norte, derechos hacia Numancia. Hay que dar un buen escarmiento a los segedenses y a sus aliados numantinos; nadie, nadie puede burlarse de Roma.
Los tribunos asintieron con la cabeza y ninguno de ellos osó poner objeciones al plan establecido por Nobilior. Poco después, todo el ejército fue avisado de que tenían que construir un campamento junto a Segeda, pues permanecerían allí unos días para preparar el ataque a Numancia.

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Aracos cenaba un guiso de carne y nabos con alcachofas fritas en compañía de Aregodas y de un grupo de contrebienses. Un joven decurión se acercó hasta ellos y les preguntó en latín:
—¿Quién de vosotros habla bien mi idioma?
Seis celtíberos levantaron el brazo. El decurión se fijó en Aracos, que destacaba por su esbelto talle, fibroso y delgado, y su negra cabellera ondulada.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó señalando a Aracos.
—Aracos, hijo de Abulos, del clan de los Urdinocos y de la gens de los belaiscos. He aprendido el latín de los comerciantes que vienen a mi ciudad, Contrebia; a veces los he acompañado desde Salduie, como escolta. Mi padre fue auxiliar del ejército romano y también me ha enseñado tu lengua —dijo Aracos.
—Yo soy Marco Tulio, ciudadano romano, del linaje de los Cornelios.
—Eres muy joven para ser decurión —le comentó Aracos sin dejar de comer de su cazo. Tengo veintidós años, ¿y tú?
—Según dice mi padre, hace dos lunas que cumplí diecinueve.
—Me han encomendado el mando de vuestra unidad de contrebienses y necesito a alguien que traduzca mis órdenes del latín al celtíbero. ¿Quieres ser tú? Tendrás mejor ración de comida y no cargarás con todo el equipo en las marchas. Bien, ¿qué decides?
—De acuerdo, seré tu intérprete.
—En ese caso, te nombro mi ayudante; coge tu equipo y ven conmigo.¿Puedo acabar antes mi cena?
—Por supuesto, pero después ven a mi tienda. La encontrarás enseguida, sólo pregunta por Marco Cornelio Tulio.
El decurión romano se alejó entre las sombras de los fuegos del campamento que los romanos habían levantado frente a las murallas inconclusas de Segeda.
—Vaya, vaya, el águila romana ya ha cazado a su paloma —ironizó entre risas un veterano celtíbero al que Aracos había visto algunas veces en Contrebia.
—¿Qué insinúas? —preguntó Aracos molesto.
—Que tú, muchacho, eres la paloma, y ese romano te devoraba con los ojos. Hace ya varios años que sirvo en el ejército y he presenciado montones de escenas como ésta. A los patricios romanos les gustan los jóvenes esbeltos y apuestos, como tú. Ese decurión no te quiere para que traduzcas sus órdenes, sino para que calientes su lecho.
El veterano rió a carcajadas burlándose de Aracos, que se encaró con él con su orgullo herido.
—Parece que tienes experiencia en estos asuntos; seguro que tú sí has sido la «novia» de algunos romanos —dijo Aracos.
Varios de los que formaban el grupo alrededor del fuego rompieron a reír, ahora mofándose del veterano, quien, despechado y muy ofendido, echó mano a su espada en un intento de desenvainarla.
—¿Estáis locos? —intervino Aregodas sujetando la muñeca del burlado—. Desenvaina esa espada y esta misma noche tu cuerpo colgará de una cruz a la puerta de esta ciudad fantasma. Ya sabes cómo las gastan los romanos con quienes provocan una pelea en el campamento. Y tú, Aracos, vete enseguida con el decurión.
La intervención de Aregodas calmó la tensa situación y los celtíberos retomaron sus cazos y continuaron su cena en silencio.

∗∗∗

—¿Decurión?, soy Aracos —advirtió el joven contrebiense a la puerta de la tienda.
—Entra —le dijo Marco.
En la tienda había una docena de hombres, todos ellos vestidos con túnicas y cubiertos con gruesos mantos de lana, que bebían vino agrupados alrededor de un brasero de hierro. En un lateral se alineaban los cascos, corazas y armas y junto a la puerta había varias lanzas y jabalinas.
—Amigos, éste es Aracos, mi nuevo ayudante y mi intérprete —anunció Marco Tulio a los demás romanos—. Aracos, éstos son mis amigos, los mejores romanos. Todos son hijos de familias patricias, de las más nobles de Roma.
—No es mal mozo —comentó uno de los romanos—. Yo conozco a algunos senadores que entregarían su toga a cambio de un efebo así. Mirad sus ojos y su cabello, tal vez sea hijo de alguno de los dioses indígenas.
—Mi padre es Abulos y mi madre Lituna —replicó muy orgulloso Aracos. Claro, claro; vamos, muchacho, no te ofendas, era sólo una broma. Los romanos somos más risueños de lo que la fama nos atribuye. Desde que derrotamos a Aníbal en Zama, muchas gentes nos consideran lobos sanguinarios, pero no somos tan crueles, ya lo verás. Roma es una gran república y los romanos amamos la paz como ninguna otra nación del orbe, ¿no es así?
—Por supuesto, Claudio —asintieron algunos.
—Si vas a ser ayudante de mi amigo Marco, me presentaré. Soy Claudio Livio Pisón, ciudadano romano, decurión de la primera cohorte. No lo olvides.
—Coloca tus cosas ahí, Aracos —intervino Marco—. Dormirás en ese lugar. Y bien, amigos, creo que es hora de visitar a Morfeo. Mañana nos espera un duro trabajo. Que vuestros sueños os lleven hasta los Campos Elíseos.
Durante varios días los legionarios construyeron un campamento a muy pocos pasos de las murallas de Segeda. Nadie estaba seguro de que sirviera para algo, pero sus muros conferían una seguridad que hasta entonces habían echado en falta.

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Varias jornadas más tarde y con las primeras luces del alba, el ejército se puso en marcha hacia Bílbilis. Atrás quedaba Segeda, la ciudad que había desafiado al poder de Roma y que había logrado por sí sola adelantar el inicio del año nuevo romano.
Antes de dar la orden de partida, un tribuno informó a Nobilior de que los segedenses no habían dejado nada aprovechable y le preguntó si prendía fuego a la ciudad.
—No, déjala como está. Arderá cuando metamos a todos los segedenses dentro —aseveró el cónsul.
Durante todo el día caminaron hacia el oeste. Pasaron cerca de Bílbilis, cuyos habitantes respiraron confortados cuando advirtieron que los romanos se alejaban río arriba. Sólo habían tenido que proporcionarles harina, aceite, sal y unas cuantas cabezas de ganado. Dos días después llegaron a Arcóbriga, donde disfrutaron de una jornada completa de descanso que algunos aprovecharon para visitar unos famosos baños de agua termal que brotaba muy cerca de la ciudad.
Dos días más tarde se presentaron en Ocilis, en el alto Jalón. Esta ciudad era más un campamento que una urbe, aunque estaba amurallada y disponía de baños y una plaza porticada. Había sido construida en lo alto de un cerro de laderas muy pronunciadas desde el que se dominaba el camino del Jalón hacia el interior de Iberia y la vía que hacia el norte se dirigía hasta Numancia. La táctica de Nobilior estaba clara: pretendía atacar a los numantinos y a sus huéspedes segedenses desde el sur, mediante un movimiento envolvente, en tanto reforzaba Ocilis como centro vital de suministros y seguro refugio en caso de necesidad.
Aracos no se dio cuenta de la presencia de Marco hasta que éste lo cogió por los hombros.
—¡Decurión!, no te he oído llegar.
—Pues debes prestar más atención, podría haber sido una emboscada. ¿Qué estabas pensando? Parecías abstraído, como si tu mente estuviera a muchas millas de aquí.
—Intentaba imaginar qué estará pasando en Contrebia. El trigo ya debe de estar brotando en los campos; ésta es la mejor época del año, cuando las cosechas verdean, los tallos despuntan, los almendros ya tienen flores y las abejas han despertado del letargo invernal. ¿Los campos de Roma también son así?
—Roma es una ciudad enorme, la más grande del mundo. Dentro de sus muros, que crecen sin cesar, viven más de trescientas mil personas.
—¿Cuántas has dicho? —preguntó Aracos asombrado.
—Trescientas veces mil, diez ejércitos como éste.
—No puede ser, tanta gente… En Contrebia somos poco más de mil y en Segeda eran unos cuatro mil… ¡Trescientos mil en Roma! ¿Cómo se alimentan?
—Es complicado, pero todos los días llegan a la ciudad centenares de carretas llenas de carne, pescado y vegetales, y el río, el sagrado Tíber, rebosa de embarcaciones que atracan en los muelles con cargamentos procedentes de todas partes del mundo. ¡Ah!, deberías verla ahora. Las mañanas son frescas y limpias, el agua surge de las fuentes tan pura como si acabara de fundirse la nieve, el aire está perfumado por el romero y el espliego… Roma, Roma…
Los dos jóvenes se sentaron uno al lado del otro, ambos soñando con su ciudad; al frente se extendía una tierra dura y agreste, colinas y páramos fríos y desolados entre los que serpenteaba el camino polvoriento que entre encinares y robledos se dirigía hacia el norte, hacia Numancia.
Nobilior decidió establecer un campamento más al norte, a mitad de camino entre Ocilis y Numancia. Sería la cabeza de puente para el asedio y ataque a la ciudad de los arévacos. En apenas un mes los romanos construyeron lo que parecía una verdadera ciudad. Una gran calle de mil seiscientos pies de longitud y noventa de anchura recorría el campamento de norte a sur, y desde ella se organizaba toda una retícula de calles que dibujaban unas manzanas cuadradas y rectangulares donde, por secciones, se levantaban los edificios de los legionarios según sus tres categorías, además de los de los ligeros vélites y los de los auxiliares itálicos, todo ello rodeado por una muralla con la altura de tres hombres. Casi en el centro del campamento, Nobilior ordenó construir un gran edificio, el pretorio, su cuartel general. En un recinto exterior, también protegido por un muro, se instalaron los auxiliares ibéricos.
Dos meses permaneció el ejército acantonado en Ocilis y en el nuevo campamento, esperando a que llegara el buen tiempo, pues a fines del invierno y principios de primavera el frío era todavía tan intenso que apenas permitía los movimientos de las tropas. Incluso a principios de mayo cayó una considerable nevada que cubrió con casi un palmo de nieve la tierra de Ocilis y sus alrededores.