Capítulo 1 [Año 154 a. C.]

Aracos jamás pensó en ser un héroe.
Hijo de Abulos, un celtíbero que había servido como mercenario en el ejército romano, había nacido en la recién fundada ciudad de Contrebia Belaisca, al norte de las montañas azules, unas pocas millas al sur del gran río Ebro. Desde niño había oído los relatos de su padre, que había empeñado su juventud en servir a Roma enrolado como auxiliar en sus legiones, y su imaginación de adolescente fue forjando un escenario idealizado de soldados cubiertos de hierro, de formidables batallas libradas en perdidos rincones del mundo y de épicos episodios de compañeros que ofrecían su vida para salvar la del amigo.
Aracos había crecido en un mundo de sueños. Su padre le había dicho que Roma era una gran ciudad que se estaba convirtiendo en la dueña del mundo; una ciudad de murallas tan altas como los cerros de los alrededores de Contrebia y de edificios tan enormes que cada uno de ellos podía albergar bajo su techo a varias veces toda la población de su pequeña ciudad.
Desde que los romanos desembarcaran en Iberia, durante la segunda guerra contra Cartago, habían decidido quedarse para explotar las ricas minas de oro, plata, hierro, cobre y plomo y los yacimientos de malaquita, azur, alabastro y mercurio de la tierra que ellos llamaban Hispania. Siete décadas llevaban sus ejércitos combatiendo contra las indómitas gentes de Iberia, que divididas en diversas tribus no sólo peleaban contra los invasores, sino muy frecuentemente entre ellas mismas. En el centro de Iberia, en el corazón montañoso y agreste de la Península, habitaban varios pueblos que los romanos denominaban como «celtíberos», es decir, los celtas de Iberia. Arévacos, lusones, belos y titos eran los cuatro principales, y cada uno de ellos disponía de su propio territorio y de sus propias ciudades.
Hacía ya algunas décadas que los romanos estaban asentados en el valle del Ebro. De vez en cuando una patrulla de legionarios romanos llegaba a Contrebia para recaudar los tributos debidos. Entonces, Aracos acudía corriendo con otros muchachos a contemplar el pausado y metálico desfile de los legionarios. Sus corazas brillantes, sus cascos de cuero y acero, sus recias sandalias, las espadas cortas al cinto, las largas lanzas y los enormes escudos provocaban al caminar con ellos un chirriante sonido, como el quejido de un animal fabuloso, como el lamento de una bestia herida.
Aquella primavera Aracos acababa de cumplir diecinueve años. Era miembro de la tribu de los belos, de la gens de los belaiscos y del clan de los Urdinocos, y el tercer hijo de una familia poco acomodada; su padre, tras dejar el servicio mercenario de Roma, se había convertido en campesino propietario de una pequeña explotación agrícola, y, como ésta no daría lo suficiente para repartir entre todos sus hijos, se preocupó de instruir al menor en el manejo del arco, la honda, la lanza y el hacha de combate, pues, como ocurría con muchos de los hijos segundones de los celtíberos, su único futuro era servir como auxiliares en los ejércitos romano o cartaginés.

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Un oficial romano apareció ante los muros de Contrebia Belaisca al frente de un escuadrón de caballería; solicitó a los magistrados de la joven ciudad tropas auxiliares con las que reforzar al ejército que en unas pocas semanas avanzaría hacia Segeda.
Para responder a la demanda del oficial romano, el senado de Contrebia se reunió en sesión urgente. Roma exigía la entrega de al menos cien jóvenes guerreros para combatir a los rebeldes de Segeda, la capital de la tribu de los belos, que había roto un tratado con Roma y estaba levantando en contra de lo acordado unas nuevas murallas de cuarenta estadios de extensión, argumentando que eran necesarias para ampliar la ciudad ante el aumento de su población.
Los de Segeda habían recibido a una delegación de lusitanos, una tribu celta que ocupaba las tierras más occidentales de Iberia, quienes habían logrado derrotar a dos ejércitos romanos, uno de seis mil y otro de nueve mil hombres mandados por dos pretores. Los victoriosos lusitanos se habían paseado por media Iberia mostrando ufanos los trofeos y las armas ganados en esas dos batallas, alentando a las demás tribus ibéricas, especialmente a los celtíberos, a levantarse en armas contra Roma, alegando para ello que no sólo no eran invencibles, sino que los romanos podían ser derrotados con cierta facilidad, como ellos habían demostrado en las dos ocasiones en las que se habían enfrentado.
El legado romano sólo les había dado seis días para proporcionar los hombres solicitados. Los contrebienses dudaban sobre qué hacer. Conocían de sobra el poder romano, dos de cuyas legiones acampaban a unas pocas millas al norte, en la ciudad sedetana de Salduie, a orillas del Ebro, pero les unían lazos de sangre con los segedenses, miembros de la misma tribu de los belos.
—Los segedenses han optado por desafiar a Roma y ampliar sus murallas para acoger en ellas a las gentes vecinas que están migrando a su ciudad. Enterado de ello, el Senado romano lo ha prohibido y ha ordenado que se abonen los tributos acordados en tiempos de Sempronio Graco, pues el pueblo y el Senado son los únicos con autoridad para perdonar ese pago. Los de Segeda han contestado que el tratado prohibía construir nuevas ciudades amuralladas, pero no ampliar las ya existentes ni fortificarlas, y en cuanto al asunto de los tributos, aseguran que habían sido condonados por el propio Graco. Roma nos exige cien guerreros como tropas auxiliares para participar en la campaña contra Segeda.
El magistrado contrebiense Letondo informaba al senado de su ciudad sobre el grave asunto que había traído hasta ellos el legado romano. Todos nosotros somos belos. Los segedenses son nuestros hermanos, no podemos enviar a nuestros hijos a luchar contra Segeda. Yo tengo parientes en esa ciudad, muchos de vosotros también los tenéis —replicó un anciano.
—El legado de Roma no admite una negativa; nos ha concedido un plazo de seis días para darle una respuesta afirmativa. Si aceptamos su propuesta, nos considerarán como aliados y disfrutaremos de los privilegios de los amigos de Roma; pero si nos negamos… entonces también atacarán Contrebia. Dentro de unas semanas dos legiones saldrán de Salduie camino de Segeda, más de veinte mil hombres perfectamente entrenados y bien equipados. ¿Qué podemos hacer ante esa amenaza?
—Defender nuestra libertad —gritó el anciano—. Roma no se detendrá ante nada. Desconfiad de los romanos, no os fiéis de sus promesas; nunca cumplen su palabra. Cuando yo era joven luché contra ellos en la gran guerra, y una y otra vez nos engañaron con mentiras y falsedades. Utilizan cualquier estratagema para lograr lo que pretenden, que no es sino someter a todos los demás pueblos a la esclavitud. Durante generaciones, los belos hemos vivido libres; estas tierras son nuestras, estos campos son nuestros, estos ríos son nuestros; nos pertenecen y no necesitamos el permiso de nadie para aprovecharlos. Si ahora cedemos ante Roma, acabaremos siendo sus esclavos.
La arenga del anciano sonaba sincera y rotunda y cayó como una losa sobre la conciencia de los reunidos en el edificio del senado contrebiense.
—La libertad es algo muy hermoso —intervino Letondo— ; pero, sin la vida, ¿para qué sirve, sin la vida?
En un momento se alzaron varias voces, unas a favor y otras en contra de entregar los cien soldados a los romanos. Los más ancianos, salvo el que había intervenido en primer lugar, parecían ser los más favorables a ratificar la alianza con Roma y alegaban que ningún poder en el mundo podía derrotarla, en tanto los más jóvenes preferían la alianza con los de Segeda y decían que Aníbal había logrado vencer a los romanos gracias a los mercenarios celtíberos. En medio del tumulto, Letondo intentaba en vano poner orden: pero nadie le hacía caso, unos y otros se acusaban de traidores e insensatos.

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Al contemplar el semblante serio de su padre, el joven Aracos supo que algo grave estaba ocurriendo.
—Siéntate, hijo.
Aracos lo hizo en el banco corrido adosado a las paredes de la sala grande de la casa de los Urdinocos.
—¿Qué ocurre, padre?
—El senado ha decidido aceptar la propuesta de los romanos: Contrebia entregará a Roma los cien soldados solicitados por su legado.
—Pero van a combatir contra los segedenses, que son belos, como nosotros… —replicó Aracos.
—Han incumplido un tratado y han desafiado la cólera romana; nada podemos hacer. En el reparto de los cien soldados le ha tocado a nuestra familia enviar a uno, y… he decidido que seas tú.
—¿Yo? Padre, sabes que te he obedecido siempre, que te respeto, pero…
—No hay excusas, hijo. La decisión está tomada. Eres el menor de mis tres hijos varones. Tenemos pocas tierras y cuando yo muera no serán suficientes para alimentar a las familias de todos tus hermanos. El senado de esta joven ciudad lo dominan los propietarios de bienes inmuebles; para ser un ciudadano respetable y poderoso es necesario poseer fincas y casas. Entiéndelo, hijo, con lo que ahora poseo no habrá ni tierra ni pan para todos vosotros. De una manera u otra tendrías que marcharte de aquí. Ahora se ha presentado tu oportunidad; en el ejército tienes asegurada la comida y cuando te licencies es probable que incluso te den el dinero o las tierras suficientes como para disponer de tu propia finca, como hice yo. Aquí no tienes esperanza, mis tierras apenas producen para sostener a las familias de tus dos hermanos mayores, y tarde o temprano deberías irte. Lo siento, hijo, la decisión del consejo de ancianos es inapelable y la mía también.
—Yo no soy soldado, padre.
—Te he enseñado para que lo seas. Sabes manejar el arco, la honda, la jabalina y el hacha; tú eres muy hábil en el manejo de esas armas, sobre todo del hacha. Tienes un buen entrenamiento, eres fuerte y resistente; serás un buen soldado.
—Nunca he combatido, padre; no he matado a nadie, no sé si podré hacerlo.
—Es como cazar. Fijas la pieza, aseguras el tiro y la abates. Sólo hay un problema: en la caza, la mayoría de las piezas no te atacan, sólo algún jabalí malherido; pero en la batalla, además de atacar debes defenderte.

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El Senado romano había respondido con una contundencia y presteza extraordinarias al desafío provocado por Segeda. En cuanto se enteró de que los segedenses estaban ampliando su ciudad y construyendo una nueva y sólida muralla, Roma exigió la paralización de la obra, reclamó el pago de los tributos acordados en tiempos de Graco, veinte años atrás, y ordenó que proporcionaran algunas tropas auxiliares.
Los segedenses replicaron de nuevo que en el tratado firmado con Graco se prohibía fundar nuevas ciudades, pero no fortificar las existentes, y en cuanto a los tributos, reiteraron que eran los propios romanos quienes los habían eximido poco después del consulado de Graco. Airados por la respuesta de los de Segeda, los senadores romanos afirmaron que la exención de tributos estaba sujeta a la voluntad del Senado y del pueblo de Roma y declararon la guerra a la capital de los belos.
Hasta entonces, los cónsules romanos se elegían cada año en la última semana del invierno, en los idus de marzo, el décimo quinto día de ese mes, fecha en la que comenzaba el año nuevo. Pero para que los cónsules recién elegidos pudieran llegar ante Segeda en primavera, y antes de que los belos acabaran de completar la ampliación de la muralla de su ciudad, el Senado romano decidió que el inicio del consulado, y por tanto del año, se adelantara a las calendas de enero, el primer día de ese mes, que desde entonces quedó fijado como el del inicio del nuevo año. Y eso no fue todo; el Senado romano enviaba cada año a Iberia a una legión al mando de un pretor, pero desde la rebelión de Segeda decidió enviar dos legiones al mando de un cónsul.
Los segedenses habían levantado los nuevos torreones sobre sepulcros de niños recién nacidos sacrificados a los dioses Aioragato, Descetio y Dialco, para que fueran propicios y protegieran a la ciudad. Habían confiado en acabar la muralla antes de que el Senado romano reaccionara, pero la decisión fue tan rápida y tan inesperada, con cambio del calendario incluido, que cogió por sorpresa a los belos, quienes, reunidos en asamblea en el senado de Segeda, decidieron solemnemente declarar la guerra a Roma.
El legado romano, un pretor que ejercía como gobernador de la Sedetania, se presentó en Contrebia al sexto día de su primera visita, tal cual había anunciado. El senado de la ciudad belaisca estaba reunido. Los tres magistrados que lo presidían mostraban sus semblantes circunspectos.
El legado entró en la sala del senado con paso firme. Se plantó ante Letondo, saludó marcialmente y anunció con toda solemnidad:
—Señores del consejo de Contrebia, recibid el saludo y la amistad del Senado y del pueblo de Roma. Aguardo vuestra respuesta a nuestra petición —el legado miró fijamente a Letondo y apretó con fuerza las mandíbulas.
El magistrado contrebiense se levantó de su asiento de piedra y madera, se ajustó el manto que cubría sus hombros y, con voz firme y solemne, dijo:
—Con plena libertad, el senado y el consejo de Contrebia Belaisca han considerado que desean fervientemente la amistad del Senado y del pueblo romano, y en consideración a dicha amistad les ofrecen cien jóvenes guerreros para que sirvan como tropas auxiliares en su ejército.
—Hombres de Contrebia, magistrados de su consejo, Roma os agradece esta contribución y os brinda su amistad. En cuanto sean designados los dos nuevos cónsules, un ejército integrado por dos legiones saldrá hacia Segeda, en la Hispania citerior; vuestros cien guerreros deberán presentarse en Salduie al amanecer del séptimo día a contar desde hoy. Habéis tomado una decisión sabia y acertada.
El legado saludó de nuevo levantando el brazo, dio media vuelta y salió de la sala.
—Roma es una fiera insaciable, y en lugar de debilitarla, vosotros la habéis fortalecido, y lo habéis hecho alimentándola con la sangre de vuestros propios hijos. Ahora le ha tocado a Segeda, mañana será Contrebia. Desde que derrotaran a Aníbal, los romanos no piensan en otra cosa que no sea aumentar su poder mediante la guerra y la destrucción —intervino de nuevo el anciano que en la sesión anterior se había opuesto a ceder ante Roma.
—No podíamos hacer otra cosa; si nos hubiéramos negado, ahora estaría a punto de caer sobre nuestras cabezas todo el poder de Roma. Tienes muchos años y ya deberías saber que en determinadas circunstancias conviene conservar la vida. Eso es lo que hemos hecho —sentenció Letondo.

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Aracos introdujo en una bolsa de cuero un poco de ropa, un queso curado, un gran pedazo de carne seca, una buena hogaza de pan, una cantimplora llena de caelia, la espesa cerveza de trigo, un cazo de metal, una pequeña parrilla y una manta de lana. Después se colgó del cinturón una corta espada de hierro, su hacha de combate y su honda de badana gris. Sus padres le abrazaron y le desearon suerte. Cargó la bolsa a sus espaldas y cogió un par de jabalinas de madera con la punta de hierro y un escudo redondo y ligero. Su padre le ofreció un casco cónico de bronce con el que había peleado en su juventud y que le había salvado la vida en más de una ocasión.
Los cien jóvenes seleccionados por el senado de Contrebia habían sido convocados a primeras horas de la mañana en un amplio espacio ante la puerta principal de la ciudad. El día era luminoso y soleado, pero corría un viento invernal que congelaba el rostro y las manos.
Los magistrados pasaron lista y, tras comprobar que no faltaba nadie, ordenaron al jefe del batallón que iniciara el camino en dirección a Salduie. Unas jóvenes despedían a los guerreros portando ramos de olivo, en tanto Letondo se había cubierto los hombros y la cabeza con un manto y una capucha de lana y observaba la marcha de los guerreros desde lo alto de la muralla.
Caminaron durante todo el día para cubrir las quince millas que separaban Contrebia de Salduie, donde llegaron poco antes del atardecer. Acamparon a las afueras de la ciudad, en un improvisado campamento que los romanos habían levantado para acoger a las tropas que se iban reuniendo en este lugar. Durante una semana fueron llegando mercenarios de las tribus del norte del Ebro, suessetanos, jacetanos e ilergetes, edetanos y layetanos de la costa y turdetanos, ólcades y oretanos del sur de Iberia. Varios decuriones romanos, siempre bajo la atenta mirada de dos tribunos, organizaban a los auxiliares, los formaban y contaban una y otra vez y los instruían a base de largas caminatas a lo largo de las riberas del Ebro, durante las cuales les enseñaban a desfilar perfectamente alineados unos tras otros en formación de marcha.
Las noticias que llegaban a Salduie no eran nada halagüeñas. No sólo los segedenses estaban en pie de guerra, también se habían rebelado los lusitanos, quienes, espoleados por sus dos victorias y alarmados ante el avance de los romanos, habían decidido pasar a la acción sin esperar a que los alcanzara la marca conquistadora de Roma.
—Para los hombres de Segeda, entregar sus armas es como si les cortaran las manos —comentó Aregodas, un compañero de Aracos, mientras los jóvenes contrebienses reclutados cenaban alrededor de un reconfortante fuego.
—Lo es para cualquier helo —añadió orgulloso Aracos.
—Los segedenses se han equivocado al desafiar a Roma. Nunca imaginaron que el Senado iba a responder de manera tan rápida y contundente. Dicen que en menos de treinta días estará aquí uno de los dos nuevos cónsules para ponerse al frente de las dos legiones —dijo otro joven.
—No me gustaría combatir contra los segedenses; son belos, como nosotros —intervino Aregodas.
—Nosotros somos belaiscos; los segedenses siempre nos han mirado por encima del hombro; están demasiado ufanos de su gran ciudad y de su poder; ni siquiera han dudado en someter a los titos y en obligarlos a aliarse con ellos contra Roma. Lo que les pase, lo tendrán bien merecido — reiteró el joven.
—Luchan por su libertad —repuso Aracos.
—¿Libertad? La que ellos mismos niegan a los demás; durante muchos años no han hecho otra cosa que beber vino italiano en esas lujosas copas de cerámica negra traídas de la Campania e imitar la moda y la cultura romana. Ya iba siendo hora de que alguien los pusiera en su sitio —insistió el joven, en tanto despachaba una ración de conejo guisado.
Aracos iba a replicar que los segedenses eran sus hermanos de sangre, que la libertad de Segeda era la libertad de todos los celtíberos, aún más, de todos los pueblos de Iberia, pero comprendió que sería inútil seguir debatiendo con aquel joven. Acabó de comer el guiso de conejo que quedaba en su cazo de metal, apuró la jarra de cerveza y se retiró a su tienda, donde siguió conversando con Aregodas, el único que le había apoyado en aquella discusión. La noche era fría y un gélido viento que soplaba del noroeste la hacía todavía más desapacible. Se acurrucó en su manto, procuró ignorar las picaduras de los piojos, se acomodó sobre un saco de paja, cerró los ojos e intentó dormir imaginando una vida más confortable.