Capítulo 14
Cuando Quinto Cecilio regresó de Macedonia a
Roma, lo hizo cargado de trofeos. Toda la ciudad, uno de cuyos
barrios más populosos acababa de ser destruido por un pavoroso
incendio, pudo contemplar las decenas de carros que introdujo por
la puerta Ardeatina y las estatuas expoliadas de los santuarios
helenos que habían sido colocadas en pedestales a lo largo de los
pórticos de los templos de Júpiter Stator y de Juno. En el templo
de Júpiter óptimo Máximo, en la colina del Capitolio, ubicó siete
enormes esculturas en mármol del Pentélico de los grandes sabios de
Grecia y una estatua de madera recubierta de láminas de oro y
marfil que representaba a Júpiter, el Zeus de los griegos, con un
rayo en la mano; la estatua del dios era de tamaño natural y el
rayo estaba fabricado en una pieza de oro macizo.
Junto a las estatuas, jarrones de cerámica,
bandejas de plata y cofres de piedras preciosas y semipreciosas,
desfilaron tres centenares de esclavos y esclavas macedonios
cargados de cadenas. Escipión no había sido el vencedor de
Macedonia, pero también a él se le consideró artífice del triunfo,
pues habían sido los hombres de la sexta legión, la que él había
entrenado en Hispania y en África, los principales protagonistas de
la victoria; en agradecimiento a la gente que lo aclamaba, Publio
Cornelio ofreció un enorme donativo para que se comprara pan y
aceite para repartirlos entre la población de la capital de la
República. Fuera por donde fuera, Escipión era aclamado por las
masas, que se agolpaban para verlo pasar.
Desde que le ordenaran abandonar el asedio
de Cartago, Escipión había pasado los meses en su casa de Roma como
un león enjaulado. Eran muchos los que clamaban por él y lo
proponían para el consulado, y por ello había decidido presentarse
a los comicios para la elección para el año siguiente. Una reciente
ley había prohibido que un mismo candidato pudiera ejercer dos
veces el consulado, para evitar así la tentación de monopolizar tan
importante cargo. Y aunque Escipión no tenía la edad legal mínima
para ejercer como cónsul, no pareció importarle, pues tan
convencido estaba de su prestigio entre los romanos que no dudaba
en que se modificarían las leyes o que se le procuraría una
dispensa especial si fuera necesario para que pudiera acceder al
consulado.
Según las leyes romanas, para ejercer cada
una de las principales magistraturas había que haber cumplido
determinadas edades. No se podía ser curul antes de los treinta y
seis años, pretor antes de los treinta y nueve y cónsul antes de
los cuarenta y dos. Y todo ello sólo tras haber realizado una
carrera de militar de diez años, que los romanos llamaban el
cursus honorum.
—Vuelvo a combatir —le anunció Escipión a
Marco, que visitó a su pariente en cuanto regresó de Grecia.
—¿Otra guerra? —preguntó el legado.
—Sí, pero de otra forma. He decidido
presentar mi candidatura al consulado.
—Pero… si no me equivoco, no tienes la edad
legal para optar a ese puesto; es preciso haber cumplido los
cuarenta y dos años y tú tienes, ¿treinta y ocho? Te faltan al
menos cuatro años.
—Qué importa eso. La situación es muy
delicada. Me veo obligado a ir de un lado para otro a resolver los
problemas que cónsules y pretores incompetentes crean. Dejé
resuelta y pacificada la situación en Hispania y la inutilidad de
algunos ha vuelto a encender los fuegos que yo apagué; el asunto de
Cartago está inacabado por la ceguera de algunos senadores y la
ineptitud de los cónsules de este año, y se ha venido abajo todo el
trabajo y el esfuerzo que realizamos el año pasado; Macedonia ha
sido sometida, pero en Grecia se han cometido tantos errores que la
rebelión ha estallado por todas partes. La República requiere de un
nuevo impulso, nuevos dirigentes que acaben con la incompetencia de
esos grupos que sólo se mueven por sus propios intereses.
Necesitamos otra política.
—Bien, no hay duda de que eres el romano más
prestigioso y de que ganarás los comicios. Cuenta conmigo.
—En ese caso, prepárate para esta nueva
guerra, más cruenta si cabe que las que libramos en el campo de
batalla.
Marco y Aracos acompañaron a Escipión en su
campaña. El nuevo legado y su ayudante habían estrechado su amistad
desde que en aquellos meses ociosos frente a Cartago, dedicados tan
sólo a vigilar convoyes, requisar mercancías prohibidas y practicar
esgrima y tiro con arco, compartieran la piel de las seis esclavas
nubias.
La campaña para la elección de los dos
nuevos cónsules estaba comenzando cuando Escipión anunció en unos
pasquines que, a pesar del impedimento legal por razón de su edad,
optaba a uno de los dos cargos del consulado. El Senado debatió el
asunto y, aun con la oposición de algunos afectos a la facción de
Catón, entre los que el propio Catón se abstuvo para no entrar en
contradicción con los elogios que había dedicado meses atrás a
Escipión, se aprobó una dispensa legal para que Publio Cornelio,
pese a no cumplir la edad necesaria, pudiera ser candidato a los
comicios; esta vez, Násica, empleando argumentos de Polibio, pudo
convencer a los senadores para que Escipión fuera eximido del
precepto legal a causa de su edad.
La campaña electoral de Escipión se basó en
dos sólidos argumentos: la recomposición del poder militar de Roma
mediante la designación de los mejores soldados y estrategas para
dirigir el ejército, y la mezcla de mano dura y hábil negociación
para someter a los pueblos que se resistieran, especialmente a los
de Hispania y Grecia; a ello sumó la promesa de conquistar
Cartago.
La población de Roma, cansada de tantos
fracasos militares en Hispania, centró todas sus esperanzas en
Escipión, cuyo prestigio era tal que medio mundo lo consideraba
invencible. Sus hazañas se comentaban en mercados y tabernas; se
decía que no había habido en Roma ningún estratega de su talla
desde que muriera su padre adoptivo, el gran Escipión el Africano,
cuyo prenombre, nombre y cognomen compartían. Los legionarios que
lo habían visto luchar contaban cómo había vencido al gigante
vacceo, al que ningún otro romano se había atrevido siquiera a
retar. En la batalla siempre era el primero en atacar y, si las
cosas venían mal dadas, el último en retirarse. Su valor era
legendario y se consideraba que su habilidad en el manejo de la
espada era tan grande que no tenía rival. Sus hombres lo adoraban
como a un semidiós, y todos hubieran marchado sobre la misma Roma
si él se lo hubiera pedido.
Sus adversarios criticaban su megalomanía,
sus aires de grandeza y su desmesurada ambición; decían que tenía
tanta ansia de poder y de mando que, una vez alzado al frente del
consulado, se proclamaría rey de Roma y que con él se acabaría la
República y regresaría la odiada monarquía. La clase dirigente
romana estaba dividida en torno a su figura, pero la plebe lo
consideraba un héroe, pues, a pesar de su origen patricio, Escipión
prefería para el mando a un plebeyo, si éste demostraba más
capacidad para ello, que a un incompetente noble de alta
alcurnia.
Marco se inmiscuyó de lleno en la campaña de
su pariente y se encargó de hablar personalmente con aquellos
electores que tenían una mejor relación con su familia. Hasta
entonces, Marco no había ambicionado ningún cargo político, pero el
ejemplo de Escipión le despertó una cierta inquietud, e incluso
hubo momentos en los que también soñó con ser elegido cónsul en el
futuro.
La familia Cornelia, una de las más nobles
del patriciado romano, había contado entre sus miembros con
políticos muy ilustres. Desde luego, el más famoso y apreciado en
Roma era Escipión el Africano, a quien los romanos veneraban como
el más grande de sus héroes, pues no sólo se le reconocía el
triunfo sobre Aníbal, sino la salvación misma de la República. Hijo
de Cneo Cornelio, el primer romano en pisar Hispania por el puerto
de Ampurias, y nieto del gran Lucio Cornelio, había adoptado a
Escipión Emiliano, a quien había transmitido su nombre y su
linaje.
Los Cornelios estaban emparentados por
matrimonio con los Gracos, la familia más influyente en el bando de
los plebeyos. La hija de Escipión el Africano y hermana adoptiva de
Escipión Emiliano estaba casada con Tiberio Sempronio Graco, un
combativo defensor de los derechos de los menos favorecidos, y
padre del también llamado Tiberio Sempronio Graco y de Cayo
Sempronio Graco. La relación matrimonial era dúplice, pues Escipión
Emiliano era esposo de Sempronia, hija de Tiberio Graco y hermana
mayor de Tiberio y Cayo; es decir, que era a la vez cuñado de
Tiberio padre y cuñado de Tiberio hijo y de Cayo.
Escipión había sabido además rodearse de los
más inteligentes y justos individuos. Era amigo del historiador
griego Polibio, que lo acompañaba en todas sus campañas y que
escribía todas sus hazañas, y se dejaba asesorar por hombres
sabios.
Como estaba previsto, Escipión fue elegido
cónsul pese a no haber cumplido la edad legal, y arrasó en los
comicios. Su primera decisión fue el anuncio de reanudar el asedio
de Cartago. Grecia e Hispania hervían en revueltas, pero la
conquista de Cartago era imprescindible para Escipión, pues no
deseaba mantener dos frentes abiertos en ambos extremos de los
dominios de Roma y, además, que Cartago pudiera mientras tanto
maniobrar libremente en el centro del Mediterráneo.
Por otra parte, Masinisa, el rey de Numidia,
había muerto a los noventa y dos años sin haber designado cuál de
sus tres hijos debía sucederle; Escipión tuvo que mediar para
repartir el reino en tres regiones que cada uno de los tres
gobernara una de ellas, a fin de evitar una guerra civil entre los
propios númidas, cuya ayuda seguía siendo imprescindible para Roma.
Ante semejante situación, la conquista de la capital de los púnicos
ya no podía esperar.
Marco Tulio, avisado de que su legión
partiría hacia África en unas pocas semanas, contrajo matrimonio
con una joven patricia; se llamaba Julia y pertenecía a una de las
familias más antiguas de Roma. El matrimonio se celebró en casa de
Marco y, dada la alcurnia y nobleza los contrayentes, fue celebrado
por el Pontífice Máximo.
Tras la ceremonia, los invitados
participaron en un banquete para el que se dispusieron varias mesas
y bancos de madera. Aracos fue acomodado en un lugar de honor junto
al impluvium, al lado de los hermanos
menores de Marco, que entre plato y plato no cesaron de acosarle
con preguntas sobre Celtiberia.