Capítulo 8 [Año 135 a.C.]
Calpurnio Pisón pronunció en la Columna
Rostral de Roma un encendido discurso en el que anunció su
intención de partir de inmediato hacia Numancia. Henchido de
orgullo, aseguró que iba siendo hora de darles un buen escarmiento
a los numantinos. Aquella misma noche un búho cantó en la colina
del Capitolio y durante toda la noche sobrevoló la ciudad posándose
en los edificios más relevantes. Los arúspices aseguraron que se
trataba de una buena señal, pero eso no impidió que varios
pretorianos hicieran guardia la siguiente noche y abatieran a
flechazos a la rapaz nocturna. El búho, cuyo plumaje era blanco
como la nieve, fue quemado tras un sacrificio ritual, y sus cenizas
se esparcieron en las aguas del Tíber.
Una legión embarcó en Ostia rumbo a Hispania
entre las aclamaciones de los romanos, que despidieron a los
legionarios como si se tratara de héroes que hubieran triunfado en
la mayor de las batallas. Dos semanas después desembarcaron en
Tarraco. La mayoría de los legionarios eran jóvenes reclutas,
incluso los triarlos carecían de la instrucción suficiente. Muchos
de ellos habían viajado con sus esposas y sus hijos y tras la
legión se había embarcado toda una plétora de comerciantes,
mercachifles, prostitutas, buhoneros y correveidiles. La
retaguardia de la legión parecía una compañía de saltimbanquis que
se dirigiera a amenizar la feria de una gran ciudad.
El nuevo cónsul recibió el mando de su
antecesor, Lucio Furio, en Salduie. Los soldados lo aclamaron
cuando se colocó sobre los hombros el manto púrpura. De inmediato
ordenó a sus soldados que se pusieran en marcha hacia Numancia. A
la legión recién llegada de Italia se le unieron los restos de las
dos legiones que habían combatido en Hispania en los últimos dos
años. Con todo ello, los tribunos consiguieron formar dos legiones,
con un total de veinticinco mil hombres, muchos de ellos mal
entrenados, inexpertos y desconocedores de lo que se les avecinaba;
los demás, veteranos cansados y hartos de ser dirigidos por tantos
malos generales, con la moral abatida por tantas derrotas sufridas
a manos de los numantinos.
El cónsul Pisón contempló Numancia desde la
lejanía. La primavera había estallado con fuerza y los campos de
cereales de los alrededores de la capital de los arévacos parecían
alfombrados con un espeso manto esmeralda.
Calpurnio Pisón había esperado, tal como
había leído en las crónicas y como le habían contado viejos
veteranos de la guerra celtibérica, encontrarse ante una ciudad
inexpugnable, ubicada sobre una altísima montaña de paredes
escarpadas y precipicios cortados a pico, rodeada de profundos
abismos y desfiladeros insondables.
Pero Numancia no era sino una pequeña ciudad
en la que se alineaban en calles regulares, trazadas a cordel pero
con los cruces asimétricos para mejor defenderse del invernal frío
viento del norte, un millar de casas de paredes de piedra y de
barro con los tejados de bálago. Y ni siquiera estaba fuertemente
murada. La muralla de piedra, de la altura de tres hombres, estaba
rematada por un parapeto de adobe. En algunas zonas la muralla
presentaba un deficiente estado, como si no la hubieran arreglado
en los últimos dos o tres años, e incluso algunos sectores estaban
siendo invadidos por nuevas construcciones, lo que incidía en una
peor capacidad para la defensa.
—¿Cómo es posible que esa aldea haya sido
capaz de mantener en jaque durante dieciocho años a nuestras
legiones? —se preguntó el cónsul, que había reunido en su tienda a
los tribunos y a los centuriones de su ejercito.
—Mañana mismo nos instalaremos en los
campamentos abandonados, y en cuanto esté dispuesto el ejército
atacaremos esa maldita aldeúcha. Es hora de que los estandartes de
las legiones ondeen sobre esa colina.
—No es tan fácil como parece, cónsul
—intervino un veterano tribuno que ya había participado en algunas
batallas contra los numantinos—. Las laderas de la colina son
engañosas, y en algunas zonas son inexpugnables. Sólo en el extremo
norte el acceso es menos complicado, pero aquel sector está repleto
de fosos, trampas y piedras puntiagudas que cortan como cuchillas
recién afiladas, y en el fondo de las trampas han dispuesto estacas
de madera de puntas aguzadas y endurecidas al fuego capaces de
atravesar la piel de un elefante.
—Y además, están los numantinos…
—¿Tienes miedo, tribuno? En ese caso coge tu
petate y regresa a Roma, pero hazlo con todo el deshonor del
soldado que presa del pánico abandona a sus compañeros de armas en
plena batalla.
¿Alguien más tiene miedo?
El cónsul observó los rostros de sus
oficiales. Ninguno se atrevió a decir una sola palabra; tenían los
ojos clavados en el suelo de la tienda de Pisón.
—El tribuno tiene razón, cónsul —intervino
al fin un centurión cuyo rostro surcado de cicatrices demostraba su
experiencia en cien batallas—. Los numantinos pelean como fieras
heridas. Hay quien dice que lo hacen ebrios de una bebida de
hierbas que les confiere en el combate un furor que les hace
olvidar el miedo, el dolor y el cansancio.
—¿Pócimas mágicas? ¡Bah!, historias de
viejas temerosas del sonido del aire o del chirrido de las bisagras
de la puerta. Ninguno de esos numantinos vale la mitad que el peor
de los romanos.
—Disponed a vuestros hombres para la
batalla: atacaremos a esos bárbaros en cuanto estemos
preparados.