Capítulo 17
Aracos se sentía como una fiera enjaulada.
Prisionero en la ciudad que había jurado defender, el contrebiense
le propuso a Olíndico realizar una salida para atacar a los
romanos.
—Debemos reaccionar. Conozco a Escipión y sé
cuáles son sus tácticas de asedio. Si dejamos que nos encierre en
un círculo impermeable estaremos perdidos. De momento han levantado
esa empalizada de estacas y ramas, pero si no la rompemos, detrás
de ella aparecerá un muro de piedra y probablemente un foso. No
podemos quedarnos inmóviles tras estas murallas mientras los
romanos van cerrando el cerco hasta asfixiarnos. Cometemos un error
permaneciendo a la defensiva —dijo Aracos.
—Yo creo que nuestras defensas son seguras.
Estamos a fines de verano y los romanos podrán mantener el sitio
por algunos meses, pero cuando llegue el invierno y todo esto se
cubra de nieves y de hielo, su vida será insoportable. He hablado
con los ancianos del consejo del senado y me aseguran que, con las
provisiones que guardamos en los almacenes de la ciudad y en los de
cada casa, podemos resistir durante al menos nueve meses, tal vez
diez; y algunos más si conseguimos que nuestros aliados nos envíen
suministros —explicó Olíndico.
—¿Y quién va a traernos esos suministros? El
trigo vacceo ha sido requisado por los romanos, los belos y los
titos no se atreverán a desafiar a Roma, y en cuanto a las demás
ciudades arévacas, han sido tan castigadas que apenas tienen trigo
para cubrir sus propias necesidades —Lug proveerá, Aracos. Nuestro
dios protector nunca nos ha desamparado. Él nos protege; mi lanza
de plata es el talismán que nos defenderá de Roma y de su
ejército.
—Vamos, Olíndico, afronta la realidad.
Escipión dispone de sesenta mil soldados mejor preparados que nunca
y dirigidos por los generales más capaces de la República. Nosotros
apenas podemos enfrentar a todo ese poder a dos mil guerreros, la
mayoría cansados de tantas batallas, hartos de vivir pegados a una
espada. Hace veinte años que Roma asedia Numancia, veinte años. Los
hemos vencido una y otra vez, y aquí están de nuevo; ahora más
fuertes y más numerosos que nunca.
—¿Cómo sabes que no ocurrirá lo mismo que en
tantas otras ocasiones?, ¿por qué ahora va a ser distinto?
—preguntó Olíndico.
—Tú mismo los has visto maniobrar; son miles
y parecen un solo hombre: Escipión.
—Pareces admirar a ese romano; te dije que
sólo era un hombre —repuso Olíndico.
—Hasta hace unos meses, tal vez; pero ahora
Escipión es todo un ejército, un ejército de sesenta mil
Escipiones.
—Entonces, propones que realicemos un ataque
por sorpresa…
—Sí. Creo que todavía tenemos una
posibilidad. Escipión no espera que hagamos una salida contra sus
tropas debido a nuestra inferioridad. Pero si conseguimos una
victoria, si logramos sorprender a los romanos, bueno, tal vez les
entren dudas y desconfíen de su fuerza. Si los vencemos en campo
abierto en una escaramuza es probable que su moral se venga abajo y
vuelvan a descomponerse.
Olíndico se sentó en un poyete de piedra
dejándose caer cansinamente. Su semblante era serio y sus facciones
parecían esculpidas en piedra.
—Tal vez tengas razón. ¿Propones algún
plan?
—Una salida. Disponemos de pocos hombres y
cada uno de ellos es absolutamente necesario para la defensa de la
muralla. Propongo realizar una cabalgada con dos centenares de
jinetes y atacar a un destacamento romano, pero evitar cualquier
enfrentamiento directo que nos produzca bajas. Si los sorprendemos
y acabamos con unos cuantos de ellos estará bien, pero si no lo
conseguimos…, en ese caso deberemos retirarnos antes de que
reaccionen. No podemos perder un solo hombre.
—Bien, hazlo así. Veremos cómo responden
esos romanos.
∗∗∗
Aracos y Aregodas pasaron revista a los
doscientos jinetes agrupados en el interior de la puerta frente a
«la bajada al llano». Entre ellos estaban los pocos contrebienses
que quedaban vivos de los que habían marchado con Aracos a Numancia
varios años atrás, y los miembros de la compañía de «los hijos de
la luz».
—Recordad bien mis instrucciones —gritó
Aracos. Nadie debe actuar por su cuenta; esperad a que yo dé la
orden de atacar.
Aracos había comprobado que cada hora del
cómputo romano del tiempo un destacamento compuesto por una cohorte
de legionarios y otros tantos auxiliares patrullaba alrededor de la
ciudad comprobando si algún numantino pretendía salir de ella.
Aracos había dicho a sus hombres que cargarían contra ese
destacamento en cuanto estuviera al pie de «la bajada al
llano».
Era mediodía cuando la cohorte apareció en
el lugar previsto por Aracos para el ataque por sorpresa. El
contrebiense enarboló su hacha de combate, se caló el casco, se
ajustó las correas y dio la orden de que se abrieran las batientes
de madera de la puerta. Como impulsados por un resorte, los
doscientos jinetes salieron en tropel gritando y aullando hacia la
cohorte de legionarios, descendiendo «la bajada al llano» a todo
galope.
En cuanto los vieron venir, los legionarios
reaccionaron como un solo hombre, formaron una «tortuga» con sus
escudos y aguardaron parapetados con firmeza, en tanto los
auxiliares corrían a desplegarse en dos alas tras los legionarios.
Unos jinetes izaron banderas rojas de señales con las que alertaban
a Escipión de un ataque numantino.
—¡Alto, alto! —ordenó Aracos.
El contrebiense frenó a los doscientos
jinetes levantando su brazo y su hacha.
—¿Qué ocurre Aracos, por qué nos detenemos?
—le preguntó Aregodas.
—Están preparados y concienciados para
repeler nuestro ataque. ¿Has visto cómo han formado la «tortuga» en
cuanto hemos aparecido tras la puerta? En otras ocasiones hubieran
huido en desbandada o se hubieran enfrentado a nosotros totalmente
desorganizados. En cambio, hoy han respondido con absoluta
serenidad. Saben lo que tienen que hacer. Aguardad aquí.
Aracos acicateó a Viento y se acercó a un tiro de flecha de los
romanos. Con su hacha de combate alzada les conminó a combatir,
insultando a Roma, a Escipión y a sus madres, pero ni uno solo de
los legionarios movió un ápice una sola de sus armas.
Siguiendo la provocación de Aracos, algunos
jinetes numantinos se acercaron hasta medio centenar de pasos de
los romanos y profirieron insultos, mofándose de su cobardía y
retándoles al combate.
—No responden a nuestras provocaciones —dijo
Aregodas un tanto sorprendido.
—No lo harán. Mira. —Aracos señaló hacia su
izquierda.
Cerca del curso del Duero, a unos quinientos
pasos de distancia, se habían desplegado tres cohortes más.
—Es una trampa —dijo Aregodas.
—No. Si así fuera no hubieran aparecido tan
pronto; hubieran permanecido ocultos para sorprendernos por la
espalda y cortarnos la retirada a Numancia. Lo han hecho a
propósito. Es un claro mensaje de Escipión. «Venid a por nosotros,
nos dice, estamos preparados, siempre estaremos listos para el
combate.» Sí, eso nos dice ese condenado romano.
—Si es así, lo comprobaremos enseguida —dijo
Aregodas.
Y sin mediar otra palabra, el lugarteniente
de Aracos besó el medallón de bronce que colgaba de su cuello y,
con la espada en posición de carga, arrancó al galope hacia la
formación de los romanos.
—¡Aregodas, Aregodas, no, no! —gritó
Aracos.
Pero era demasiado tarde, el impetuoso
contrebiense cabalgaba hacia los legionarios aullando, con sus
cabellos al aire y el brazo derecho al frente empuñando con fuerza
su espada larga de doble filo.
Cuando apenas le faltaba una treintena de
pasos para alcanzar la «tortuga», los auxiliares hispanos, que se
habían mantenido en guardia durante todo el tiempo, lanzaron sobre
Aregodas una andanada de flechas; tres de ellas impactaron en su
cuerpo, que cayó hacia atrás como un saco de arena.
—¡No, no! —gritó Aracos.
El guerrero del hacha corrió hacia Aregodas,
pero antes de que pudiera llegar hasta su cuerpo abatido los
auxiliares hispanos dispararon una segunda andanada que le hizo
frenar. Viento alzó los cuartos delanteros
encabritado, y Aracos comprendió que si seguía hacia delante sólo
le esperaba la muerte.
Entre tanto, las tres cohortes apostadas
junto al río comenzaron a avanzar hacia los jinetes numantinos al
son de atronadores timbales y trompas.
Aracos dudó. No quería dejar allí, en medio
del campo, el cuerpo de su amigo, pero tampoco podía exponer a los
hombres a su mando a un combate desigual. Calibró sus fuerzas y
supuso que podrían aguantar la carga de los legionarios, e incluso
causarles algunas bajas antes de retirarse hacia la seguridad de
los muros de Numancia. Apretó los dientes impotente por no poder
auxiliar a su amigo, cuyo cuerpo yacía inmóvil unas decenas de
pasos más adelante, y ordenó a sus jinetes que no se
movieran.
Las tres cohortes que venían desde el río se
detuvieron a unos doscientos pasos de los numantinos, que ya se
disponían para luchar. Los dos bandos enemigos mantuvieron sus
posiciones estables durante un buen rato.
Aracos ardía en deseos de atacar para al
menos recuperar el cuerpo de Aregodas, que seguía sin moverse, pero
los arqueros hispanos, seguramente de las islas Baleares, imaginó
el contrebiense, habían demostrado una certera puntería.
Algunos numantinos comenzaron a mostrarse
inquietos y agitados, pero entre los romanos nadie movía un dedo.
Uno de los jinetes de la compañía de «los hijos de la luz» no pudo
aguantar la tensión y, erguido sobre su caballo, agitó una lanza
retando a un combate a los legionarios, pero nadie respondió a su
envite.
—¿Qué hacemos? le preguntaron algunos
hombres a Aracos.
—Aguardad aquí.
Aracos colgó su hacha de combate del
cinturón y avanzó despacio hacia el cuerpo de Aregodas con los
brazos abiertos en cruz; consiguió llegar hasta él sin que desde el
bando romano nadie lo impidiera con una nueva andanada. Saltó de
Viento de un brinco y se arrodilló ante el
cuerpo de su amigo, que yacía boca arriba con el pecho ensartado
por dos saetas y el cuello atravesado por una tercera. Había un
silencio cómplice y sólo el aire fresco y racheado de los primeros
días de otoño soplaba ligero, levantando finas capas de
polvo.
Aracos palpó el pecho de su amigo y comprobó
que no respiraba. Apretó los puños, se mordió el labio hasta sentir
el cálido sabor salado de su sangre, arrancó las saetas de la carne
de Aregodas y alzó el cuerpo del compañero muerto. Con toda su
fuerza, lo cargó en su hombro y luego lo colocó sobre la grupa de
Viento, al que acarició las crines y el cuello.
—Ya ves, amigo, tal vez nuestra lucha no
haya servido de nada. —musitó en voz baja.
Después cogió las riendas de Viento, miró
sin ira hacia los romanos y muy despacio se dirigió hacia los
suyos, que le abrieron paso al pie de la ladera de «la bajada al
llano», camino de Numancia. Los doscientos jinetes numantinos lo
siguieron ladera arriba mientras las cohortes romanas, sin deshacer
su compacta formación, se alejaban despacio.
∗∗∗
—Deberíamos dejar su cuerpo tendido en el
campo, para que los buitres coman su carne y eleven su espíritu al
cielo —dijo Olíndico a la vista del cadáver de Aregodas.
—Fue un extraordinario guerrero. Murió
defendiendo esta ciudad, merece un funeral como lo que fue: un
héroe. En una ocasión oí a Polibio, un historiador que siempre
acompaña a Escipión en sus batallas, que recitaba un poema de un
bardo griego llamado Homero. Eran unos versos muy bellos en los que
un soldado lloraba la muerte de su amigo a manos de un poderoso
enemigo, casi invencible, que peleaba con la ayuda de los dioses.
Aregodas precisa una consideración semejante —repuso Aracos.
—Tienes razón, pero no podemos salir para
honrar al cadáver de Aregodas como se merece mientras los romanos
nos asedien.
—En ese caso, hagámoslo aquí, en la ciudad
que Aregodas defendió con su vida.
Olíndico ordenó a unos hombres que apilasen
algunos fajos de leña junto a la puerta de «la bajada al llano»;
con ellos formaron una pira sobre la que se colocó el cadáver de
Aregodas vestido con una túnica blanca sujeta al hombro con una
fíbula de bronce repujada con plata.
El propio Aracos colocó en la mano derecha
de su amigo la espada larga con la que había realizado la última
carga con su caballo, la misma que empuñaba cuando fue abatido por
las flechas del ejército romano. El rostro frío y cerúleo de
Aregodas mostraba una serenidad profunda. Aracos se inclinó sobre
el pecho de su lugarteniente, y al darle un último abrazo sintió el
tétrico frío de la muerte. Cogió la antorcha que le acercó un
guerrero y la fue aplicando alrededor de la pira, hasta que la leña
ardió por todos los lados, emanando una densa columna de humo
blanquecino.
Mientras se consumía el cuerpo de Aregodas,
dos druidas recitaron una larga letanía de lamentos en la lengua de
los antepasados.
Tuvieron que esperar un cuarto de día hasta
que se apagaron todas las brasas. Los druidas comenzaron entonces a
recoger los fragmentos de los huesos de Aregodas con unas paletas y
los fueron depositando en una urna; lo hicieron con extremo
cuidado, pues los huesos de los muertos eran un tabú para los
numantinos. Durante el rito de la incineración dos hombres habían
cavado una fosa en el cementerio situado en la ladera sur de
Numancia, frente al curso del Duero, apenas a cien pasos de la
muralla. Los huesos y las cenizas de Aregodas fueron depositados en
la fosa y junto a ellos la fíbula y el medallón de bronce, la
espada larga, que Aracos dobló para que nadie pudiera usarla, y
unas cuentas de un collar que Aregodas había comprado en un mercado
norteafricano durante el asedio de Cartago. La fosa se delimitó con
cuatro lajas de piedra y se tapó con una losa. Los druidas
repartieron entre los asistentes al enterramiento unos panes que
habían consagrado al dios Lug y unos pedazos de queso, y asperjaron
sobre la tumba unas gotas de licor de cien hierbas, del que
bebieron unos sorbos. Por fin, rezaron unas plegarias antes de que
dos guerreros cubrieran la fosa con varias paladas de tierra.
∗∗∗
—¿Has visto esa columna de humo blanquecino?
—le preguntó Marco Tulio a Escipión.
—Sí, han quemado el cadáver de uno de sus
jefes; un loco que atacó él solo a toda una cohorte de legionarios.
Mi estrategia está dando los primeros resultados. No esperaban que
aguantáramos inmutables a sus provocaciones. Se están poniendo
nerviosos, y eso nos favorece.
—Por cierto, me han dicho los oteadores que
el cuerpo de ese orate fue recogido por un formidable guerrero que
enarbolaba un hacha de combate y que se acercó para recuperar el
cuerpo del muerto sin mostrar miedo alguno.
—¡Aracos! Por todos los dioses, ese guerrero
del hacha tiene que ser Aracos. ¿Lo recuerdas?; te lo presenté en
Cartago; era mi ayudante ibero.
—Claro que lo recuerdo. Su hacha nos hizo
muchos favores en otro tiempo, pero ahora nos está causando muchos
problemas. Nuestros espías aseguran que es el verdadero jefe del
ejército numantino y que dirige toda la estrategia de los guerreros
arévacos. Conoce bien nuestros métodos de combate, que tú le
enseñaste, Marco —dijo Escipión.
—Yo no podía imaginar que un día mi ayudante
nos traicionaría, yo…
—No, no te lo reprocho, primo; yo hubiera
hecho lo mismo. Entre ese celtíbero y tú parecía haber una estrecha
amistad, ¿qué pasó para que se rompiera?
—Él regresó a su tierra tras la toma de
Cartago; quería comprar algunas fincas en su ciudad natal, en
Contrebia Belaisca. Unos años después me visitó en mi casa de Roma;
vino con una embajada de celtíberos. Me dijo que había dejado sus
tierras en Contrebia para unirse a los numantinos. Yo había
acordado con él una tésera que habíamos plasmado en dos manos de
bronce. Le devolví la mía y él la guardó en una bolsa junto a la
suya. Le dije que el día que nos encontráramos en el campo de
batalla, no dudaría en matarlo.
—Pues creo que esa ocasión se va a presentar
muy pronto.
Marco contempló Numancia desde el campamento
que se estaba construyendo justo al sur de la ciudad de los
arévacos, sobre un cerro al otro lado del río que fluía hacia el
Duero desde las colinas del este.
Escipión apoyó su brazo en el hombro de su
primo y dijo:
—Voy a levantar un cerco alrededor de esa
ciudad a través del cual no pueda pasar ni una rata. Mis ingenieros
han estado estudiando el terreno, y mira —Escipión se acercó a una
mesa, cogió un rollo de piel y lo desplegó ante Marco—:
Construiremos siete campamentos bien fortificados en esos siete
cerros, rodeando por completo la ciudad, y los uniremos con un foso
y un muro; en los cauces de los ríos ubicaremos puentes y torres de
madera y peinaremos las aguas con rastrillos de hierro. Nadie podrá
entrar ni salir de ese recinto sin nuestro permiso.
Marco observó el plano de las obras
dibujadas por los ingenieros del ejército siguiendo las
instrucciones de Escipión.
—Nunca se ha hecho nada parecido; será una
obra de titanes. Ahora entiendo por qué sometiste a los legionarios
y a los auxiliares a aquellos ejercicios de zapadores.
—Mañana mismo empezaremos a cavar el foso, a
levantar el muro y a trazar los demás campamentos.
Marco cotejó las fortificaciones trazadas en
el plano con el paisaje que se extendía ante sus ojos y se
sorprendió ante la monumentalidad de la obra que pretendía ejecutar
Escipión.
—Nos llevará meses —dijo el general.
—No importa; tenemos tiempo, mucho tiempo
—sentenció el cónsul.