Capítulo 17
El senado numantino decidió que, a causa de
su avanzada edad, no era conveniente que el magistrado supremo
Tirtanos viajara a Roma, y optó por que fuera Olíndico el jefe de
la delegación, en la que también irían Aracos y su lugarteniente
Aregodas, pues, como quiera que mientras durara la embajada no
habría guerra, no eran necesarios en Numancia y en cambio sí que
podrían aportar muchas cosas en ese viaje, dado que ambos conocían
Roma.
La comitiva salió de Numancia y dos días
después llegó a Ocilis, desde donde, escoltados por una centuria de
legionarios, partieron, Jalón abajo, hacia Salduie. Allí embarcaron
en unas almadías y descendieron la corriente del Ebro hasta su
delta, desde donde subieron por la costa del Mediterráneo hasta
Tarraco; allí embarcaron en dos navíos mercantes que acababan de
descargar una partida de cerámica negra de Campania, la más lujosa
de cuantas se fabricaban en Italia, la misma que los pueblos de
Iberia adquirían porque su posesión se consideraba un signo de
refinamiento. Esta cerámica, fina, delicada y muy elegante,
alcanzaba un elevado precio, pero hasta en los más pequeños
poblados de la Hispania citerior había vajillas de Campania.
Por seguridad, según dijo el centurión que
mandaba la escolta, la delegación numantina se tenía que repartir
entre los dos barcos, por lo que irían cinco celtíberos en cada uno
de ellos.
En el barco en el que subieron Aracos y
Aregodas viajaba también un curioso personaje. Se les acercó
mientras los dos contrebienses comían y les dijo que era un
mercader sirio llamado Asklepidoto, que se había establecido hacía
unos años en la ciudad sedetana de Cese, una de las más grandes de
las que había a lo largo del curso del Ebro, para distribuir por
las ciudades de la Hispania citerior la famosa cerámica negra de
Campania. Les contó que estaba intentando establecer delegaciones
comerciales en Segóbriga y en algunas otras ciudades del interior
de Celtiberia, donde esa cerámica campaniense apenas llegaba a
causa de las continuas guerras y de las partidas de bandidos que
asolaban los caminos, impidiendo unas relaciones comerciales
fluidas.
—No hay nada como la paz para el desarrollo
del comercio. Desde que Roma aseguró las provincias del sur y del
este de Hispania, las ciudades han crecido y el bienestar de los
ciudadanos ha ido en aumento. Si los celtíberos del interior, los
ulteriores, colaborarais con Roma en vez de resistiros a su
presencia, os iría mucho mejor. El mundo es una carreta que avanza,
y Roma es quien tira de ella y quien a la vez la dirige. Tratad de
subir a ella y las cosas os irán mucho mejor.
—Imaginad un sueño: que los mercaderes
pudiéramos viajar sin interferencias ni problemas con nuestras
mercancías desde mi lejana tierra natal de los desiertos de Siria
hasta el finisterre galaico. Si eso fuera posible, traeríamos hasta
este olvidado rincón de Occidente los maravillosos productos que
ahora no pasan de los mercados de Italia.
—Y tú serías mucho más rico —le dijo
Aregodas.
—Y vosotros más civilizados. El comercio es
la civilización, la rueda que genera la riqueza del mundo. Sin el
comercio, las gentes de la ecumene civilizada viviríamos como los
bárbaros del norte, cual alimañas vagando por los bosques en busca
de raíces o frutos silvestres.
—Me han dicho que vais a Roma a cerrar un
tratado con el Senado; hacedme caso, no os resistáis, permitid que
entre en vuestra tierra la civilización que trae Roma, y tal vez
podamos hacer negocios juntos. A cambio de plata y de pieles de
lobo, de zorro y de oso, yo os proporcionaría aceite de la Bética,
vinos de Fundi y Trifolio y cerámica negra de Campania. ¡Ah!,
vuestras esposas disfrutarían sirviendo la comida, la cerveza y el
vino a vuestros invitados en esas maravillosas vajillas, serían
mucho más felices, causarían la envidia de sus vecinas y os harían
también más dichosos a vosotros.
¿Qué os parece? Y todo eso gracias al
comercio.
—Hablas demasiado, sirio —le dijo
Aracos.
—Bueno, si no queréis ser ricos, continuad
manteniendo vuestra apostura de hombres indómitos y fieros, sólo
conseguiréis que Roma os pase por encima y os aplaste como a una
cucaracha.
—Mi compañero te ha dicho que hablas
demasiado, condenado charlatán. Si no te callas te rebanaré el
cuello con este cuchillo. ¿Sabes?, si de algo tienen fama las armas
celtibéricas es de ser las de mejor temple del mundo; y si te
sigues empeñando en cacarear como una ramera en celo te lo
demostraré en tu propia carne —le amenazó Aregodas, harto de oír la
perorata del mercader.
El sirio se asustó, dijo algo ininteligible
sobre las costumbres de los bárbaros y se marchó con su escudilla
de sopa a otra parte del barco.
—¿Qué opinas de ese sirio? —preguntó
Aracos.
—Que es un botarate.
—Tal vez no; quizás esté fingiendo. Podría
ser un espía de Roma; alguien que pretende ganarse nuestra
confianza para luego contar nuestros planes a los romanos.
—¿Por qué crees eso? —preguntó
Aregodas.
—Porque en Roma asistí a varios espectáculos
de teatro y me fijé en la forma de hablar y de gesticular de los
actores, y, créeme, amigo, ese hombre estaba actuando.