Capítulo 20
Escipión estaba reunido con su Estado Mayor
en el campamento del norte, donde habitaba el cónsul con la
«compañía de los amigos», que siempre lo escoltaba velando por su
seguridad.
—Hasta ahora hemos logrado rechazar todos
los ataques enemigos. Habréis podido comprobar vosotros mismos que
cada una de sus cargas es menos convincente y que para nosotros son
cada vez más fáciles de repeler. Lo que nos ocurría en campañas
anteriores ahora se ha tornado del lado de los numantinos. Su moral
decrece en tanto la nuestra aumenta. No obstante, debemos mantener
la misma atención que hasta ahora; cualquier relajación sería un
tremendo error. Alentad a vuestros hombres para que se mantengan
firmes en sus puestos y siempre alerta; cualquier despiste,
cualquier error por nuestra parte supondría hacer inútil todo el
esfuerzo que hasta ahora hemos realizado.
—¡Cónsul! —El centurión jefe de la guardia
irrumpió en la reunión del Estado Mayor sin previo aviso.
—¿Qué ocurre? preguntó Escipión molesto por
la interrupción; espero que se trate de algo suficientemente
importante como para que entres de este modo.
—Lo es, cónsul, lo es. Delante del muro del
campamento, a unos cincuenta pasos, se han detenido tres celtíberos
enarbolando unas banderas blancas; parecen desarmados. Uno de ellos
ha gritado en latín que desea dialogar con Escipión.
—Vayamos a ver de qué se trata, pero
permaneced todos prevenidos, pudiera ser una estratagema más de
esos bárbaros.
Erguidos sobre sus caballos, tres celtíberos
aguardaban sobre la nieve que cubría los campos una respuesta a su
petición de mantener un encuentro con Publio Cornelio Escipión. El
del centro era Aracos, que al fin se había decidido a proponer a
Olíndico la celebración de una entrevista con Escipión, que el
caudillo druida había autorizado.
—Miradlos, ¡cuánto orgullo en su porte pese
al desaliñado aspecto que presentan! Es una lástima que sean
nuestros enemigos, porque son unos soldados formidables —comentó
Escipión al observar desde el parapeto del muro del campamento a
las tres figuras que permanecían como ancladas sobre el
suelo.
—¡Por todos los dioses!, ¡es Aracos, el del
centro es Aracos! —exclamó Marco Tulio.
—¿Aracos?, ¿tu antiguo ayudante
hispano?
—Sí, es él, el mismo, ¡el guerrero del
hacha!
—Menuda sorpresa. ¡Centurión!, coge a diez
hombres armados y llégate hasta esos bárbaros. Dile al que ocupa el
centro que lo espero aquí, pero que venga él solo; los otros dos
pueden esperarlo ahí mismo. ¡Ah!, y comprueba que no va armado
—ordenó Escipión.
Al poco llevaron a Aracos frente a Escipión.
La mirada del guerrero del hacha no denotaba odio, sino
serenidad.
—Bien, aquí está el famoso Aracos; ¿lo
recuerdas, Marco?, creo que hace tiempo fuisteis muy amigos, casi
como hermanos —dijo Escipión.
—¿Cómo estás? —le preguntó Marco Tulio a
Aracos.
—Cercado por vuestras tropas —respondió el
contrebiense—. ¿Y tú?
—Luchando por Roma, como siempre, en el lado
que nunca debiste abandonar.
—Ésta es mi gente; tú hubieras hecho lo
mismo si Roma hubiera sido amenazada por un enemigo externo
—replicó Aracos.
—Roma no es enemiga de tu gente; pretendemos
traer la civilización para que salgáis de la barbarie.
—¿Explotando nuestras minas?, ¿recaudando
nuestro oro y nuestra plata?, ¿apoderándoos de nuestros cultivos?,
¿sometiendo a la esclavitud a nuestros jóvenes? Vosotros los
romanos tenéis un concepto muy peculiar de la civilización —repuso
Aracos.
—Bien, dejad para otra ocasión vuestra
retórica, y ahora dime, Aracos, ¿qué propuesta te trae por
aquí?
—Tengo autoridad emanada del senado de
Numancia para ofrecer la paz a Roma —dijo Aracos con toda
solemnidad.
—¿La paz? La paz… ¿Sabes cuántos ciudadanos
romanos han muerto en Hispania en los últimos veinte años? ¿No?,
pues yo te lo diré: más de sesenta y cinco mil, y una cifra aún
mayor de auxiliares. Ese número corresponde al menos a quince
legiones. ¿Qué paz pretendes alcanzar con tantos romanos muertos
sobre estas colinas?
—Una paz duradera, definitiva.
—¿A cambio de qué?
—A cambio de lo único que entendéis los
romanos: a cambio de oro y plata. Si destruyes Numancia sólo
conseguirás gobernar sobre un campo de ruinas, pero si permites que
esta ciudad siga viviendo…
—¡Basta! No se trata de dinero, osado
celtíbero, sino de prestigio y de autoridad. Numancia ha desafiado
el poder de Roma y ha dañado la fama de sus generales y de sus
ejércitos. Roma quiere ser la dueña del orbe para llevar a todos
los lugares de la tierra nuestra cultura superior y nuestras leyes.
¿Por qué crees que estoy aquí, en este perdido e infecto rincón del
mundo?, ¿por gusto? No; estoy aquí porque Roma ha requerido mi
presencia para recuperar su honor, un honor y un prestigio que sólo
se lavará con la conquista de esa ciudad arévaca —dijo
Escipión.
—La gente que está dentro de las murallas de
Numancia resistirá hasta el fin; muchos romanos morirán si decides
atacarnos.
—¿Y qué te hace pensar que vamos a atacar?
Tengo mucho tiempo y puedo esperar aquí durante años, pero ¿y
vosotros?, ¿cuánto tiempo podréis resistir nuestro asedio? No habrá
paz que no implique una rendición incondicional de los numantinos y
una petición de clemencia expresa al pueblo y al Senado de
Roma.
—Probablemente estemos atrapados sin salida
alguna, pero todavía no hemos perdido la dignidad —dijo
Aracos.
—En ese caso, quedaos con vuestra dignidad;
pero sabed que os enviará a la tumba. Roma no admite una paz que no
venga precedida de vuestra entrega y rendición incondicional
—reiteró Escipión.
—Si hablas así es que no conoces al pueblo
celtíbero —repuso Aracos.
—Por el contrario, tú sí conoces al pueblo
romano —sentenció Escipión.
El cónsul dio media vuelta y salió de la
sala principal del pretorio del campamento norte, donde se había
celebrado la entrevista. Marco Tulio acompañó a Aracos de regreso
hacia los dos compañeros que lo aguardaban sobre la nieve.
—¿Todavía conservas las téseras? —preguntó
el general romano.
—Estuve a punto de arrojarlas a las aguas
del Tíber, pero sí, las conservo, las dos manos de bronce, siempre
juntas, y también la copa de oro y el collar que me regalaste. Las
he traído conmigo, pero tus soldados las han guardado con el
pretexto de que podría utilizarlas contra Escipión como si se
tratara de un arma.
Marco Tulio pidió al centurión que dirigía
la escuadra de escolta de Aracos si sabía dónde estaban las manos
de bronce de la tésera. El centurión dio una orden a un legionario
y éste trajo un paño en el que estaban envueltas las dos manos.
Marco cogió una de ellas, la giró hasta encontrar la palma y
leyó:
—«Aracos, de la gens
de los Urdinocos, hijo de Abulos, de Contrebia Belaisca, hizo esta
tésera con Marco Tulio, de la familia Cornelia, ciudadano de Roma.
Por siempre.» Una hermosa frase, y una hermosa amistad si no se
hubiera consumido —dijo Marco.
—En mi corazón jamás se apagó, aún sigue
encendida la llama de tu amistad repuso Aracos.
—Una vez te dije que si nos encontrábamos en
el campo de batalla, no dudaría en matarte si peleabas contra Roma.
Sigo pensando lo mismo.
—Yo, en cambio, dudo que pudiera hacerte
daño; para los celtíberos la amistad es un sentimiento eterno, y
cuando se firma una tésera de amistad con alguien, ese pacto es
para siempre, por encima de la nación, de la familia y de cualquier
otro deber. Así es como me instruyó mi padre.
—Roma está por encima de cualquier
sentimiento; Roma es lo único que importa. Así me educó mi
familia.
Aracos cogió las dos manos de bronce, las
limpió en el paño y le ofreció la mano derecha a Marco.
—Toma, es la tuya —le dijo.
Marco la cogió y la guardó en su
cinturón.
—Esto no cambia las cosas —repuso el
general.
—Tal vez, pero te ayudará a recordarme
cuanto esté muerto.
Aracos dio media vuelta, saltó al otro lado
del muro, atravesó el foso y caminó sobre la nieve hacia sus dos
compañeros, que se mantenían frente al muro de circunvalación sobre
sus caballos.
Uno de ellos ofreció las riendas de
Viento a Abulos, que lo montó de un ágil
brinco. Los tres jinetes arrearon a sus caballos al galope hacia la
colina; los cascos de las monturas levantaban una fina columna de
polvo de nieve conforme subían la rampa hacia la puerta norte de la
capital de los arévacos. Tras el parapeto del muro de
circunvalación Marco Tulio los vio alejarse; en su mano tenía el
símbolo de bronce de la tésera, que apretó con tanta fuerza que
hubiera sangrado de no haber sido porque el tiempo había limado las
aristas de metal.