Capítulo 9
Escipión y Marco Tulio habían concertado una
entrevista en casa del ex cónsul para analizar la situación; el
soldado más famoso de Roma hervía en ascuas ante la incompetencia
que volvían a demostrar los gobernantes de la República. La guerra
en Hispania amenazaba con provocar entre los jóvenes romanos una
verdadera cadena de deserciones, como ya ocurriera en otras
ocasiones, pues nadie quería ir a combatir a esa provincia que el
Senado pretendía someter a toda costa.
Los desastres ante Numancia y las victorias
de Viriato causaron una sensación de desasosiego como hacía tiempo
que no se conocía. No se trataba de la misma inquietud que había
embargado a los romanos cuando Aníbal los tuvo en su puño y no
acabó por cerrarlo, pero parecía claro que los generales de las
legiones en Hispania eran incapaces de hacerse con el control del
abrupto y frío territorio de la Celtiberia y con las extensas
dehesas y las sierras fragosas de Lusitania.
Y por si los asuntos de Hispania no fueran
lo suficientemente delicados, varias cohortes habían sido
aplastadas en el sur de la Galia por una incursión de los salasos,
un pueblo al que Roma había despreciado hasta entonces por su poca
relevancia.
—¡Imbéciles! —clamó Escipión—. Han sido
derrotados por su estulticia y no se les ocurre otra cosa que
acudir a los Libros Sibilinos para averiguar la causa de su
derrota, como si no fuera otra que su necedad e
incompetencia.
—En caso de una derrota siempre se han
consultado esos Libros, primo —le recordó Marco.
—¡Son unos idiotas! Observa la respuesta de
los guardianes de los Libros Sibilinos: deberemos hacer un
sacrificio en territorio de los galos cada vez que tengamos
intención de hacerles la guerra, y además, por supuesto, pagar una
buena cantidad de sestercios al templo de Sibila.
—Pero Roma sólo vence cuando pone al frente
de sus legiones a los generales más capaces. Tipos como los que
ahora las mandan sólo acarrean el desastre y la derrota. Su único
interés para acceder al consulado o a una prefectura es
enriquecerse a costa del botín obtenido en la guerra. Utilizan la
guerra para conseguir honores y gloria que los coloque en una buena
posición para hacer una buena carrera política y medrar en las
instituciones de la República. No les importan ni Roma ni los
romanos que puedan morir, únicamente les guía el beneficio que
puedan lograr para llenar sus avariciosos bolsillos y colmar su
ambición de poder. Su riqueza está manchada con la sangre de los
soldados; son fortunas malditas.
—Hablas como esos nuevos oradores que en la
tribuna rostral dedican sus discursos a clamar por una ley más
justa y equitativa que procure un mejor reparto de la propiedad de
la tierra.
—A veces pienso que no estaría mal que
algunos de esos ricos y egoístas patricios perdieran todo su dinero
y se convirtieran en esclavos. Sería divertido ver sus orondas
barrigas sudando al sol entre gavillas de mieses.
—No lo soportarían, están demasiado
acostumbrados al lujo y a la molicie. Son todo lo contrario a lo
que admiro; representan aquello que más odio: la haraganería, el
egoísmo y el cretinismo —se sinceró Marco.
—Escucha Marco —dijo Escipión sujetándolo
por los hombros; te he llamado para que me ayudes a salvar a la
República. Necesitamos hombres capaces y honrados. Mi hermano no ha
podido hacer todo aquello que habíamos planeado, pues su paso por
el consulado ha estado muy condicionado por los intereses de
algunos senadores y por los caballeros del orden ecuestre, esa
nueva clase de ricos que creen que el dinero puede comprarlo todo.
Y además ha tenido que dedicar todo su esfuerzo para evitar que ese
pastor lusitano nos echara de Hispania a patadas.
—Creo que deberías presentarte a los
próximos comicios para el cargo de cónsul. Marco se sorprendió por
la propuesta, pero enseguida reaccionó.
—No tengo la edad legal.
—Eso no importa. Yo tampoco la tenía cuando
fui elegido cónsul hace cinco años; el Senado me concedió una
dispensa, contigo podría hacer lo mismo.
—No es el mismo caso, Escipión; tú eres el
soldado más prestigioso de Roma, el pueblo te reclamaba, pero
yo…
—Tú has luchado tan bravamente como el que
más. Tus soldados te idolatran y eres el general más apreciado
entre los auxiliares hispanos. Podrías basar tu campaña electoral
en la guerra de Hispania; conoces bien esa tierra y a sus gentes,
sabes cómo vencerlos, cómo evitar que se sigan uniendo en torno a
Viriato. Podrías reclutar a muchos celtíberos y ganarlos para
nuestra causa, como hiciste con aquel guerrero del hacha. ¿Cómo se
llamaba?
—Aracos, era Aracos —asentó Marco.
—Sí, Aracos, aquel fibroso celtíbero que
manejaba el hacha de combate como un demonio. Un cónsul como tú al
frente del ejército de Hispania y unos cuantos «Aracos» en nuestras
filas, y el asunto de Hispania quedaría resuelto en unos
meses.
—No es tan fácil; como tú mismo has dicho,
conozco bien a los celtíberos, y ahora no sería tan fácil
reclutarlos para una guerra contra Viriato y los numantinos.
—Y en cuanto a Aracos…
—¿Sí…?
—No estoy seguro, pero cuando nos despedimos
aquí en Roma su mirada no era como la de antes; había cambiado. No
sé, tal vez descubriera de pronto que su verdadero lugar estaba
entre los suyos, y si ha sido así, nadie podría convencerlo para
que vuelva a nuestro lado.
—Y por lo que se refiere a mi candidatura al
consulado… Acaba de nacer mi primer hijo y estoy feliz aquí en
Roma; he pasado tanto tiempo fuera…; ya he cumplido los diez años
que exige el cursus honorum, ahora mi sitio
está aquí.
—Precisamente por eso, Marco; tú llevas el
cognomen de los Cornelio y eso te obliga a mucho más que a
cualquier otro ciudadano de Roma; por ejemplo, a que antepongas el
interés de la República por encima de tus deseos y que estés
obligado a dejarlo todo y a acudir en cuando te necesite, y ahora
te necesita.
∗∗∗
Convencido por Escipión, Marco Cornelio
Tulio se presentó como candidato a las elecciones a los comicios
consulares. Para ser electo cónsul, el cargo público más relevante
del Estado, era necesario cumplir con la legitimación religiosa,
haber cumplido cuarenta y dos años y ser elegido con los votos del
pueblo reunido en asambleas o comicios, en los cuales se tenía muy
en cuenta la voluntad de los dioses, expresada a través de los
auspicios obtenidos tras un sacrificio e interpretada por los
sacerdotes.
Escipión, su hermano Quinto Fabio Máximo, el
grupo de senadores afecto a los Cornelio y varios miembros de la
familia trabajaron visitando a los electores y haciendo campaña en
favor de Marco, que pronunció varios brillantes discursos en los
que expuso sus ideas sobre cómo acabar la guerra de Hispania y cómo
reformar la propiedad agrícola.
El día de las elecciones consulares, Marco,
que había podido presentarse gracias a la obtención de una dispensa
especial al no tener la edad legal, aguardaba en su casa el
resultado acompañado por su madre, por Escipión y por algunos otros
familiares. Polibio, el historiador y consejero de Escipión, se
presentó en casa de Marco; en un pedazo de papiro llevaba apuntado
el resultado de los comicios.
—Han sido elegidos cónsules Lucio Cecilio
Metelo, el hermano del actual cónsul que ha sido derrotado en
Hispania, y Quinto Flavio Máximo Serviliano. Lo siento, Marco, pero
has quedado tercero, a sólo doscientos sufragios de Serviliano.
Pero no hemos fracasado del todo; Publio —dijo Polibio dirigiéndose
a Escipión—, tú has triunfado en las elecciones a censor, el otro
será Lucio Mumio.
—Han sido los cínicos; esos malditos
depravados… Desean la ruina de la República. Han votado en bloque a
los otros candidatos y les han otorgado el consulado a dos
inútiles. Debimos comprar todos sus votos, o mejor matarlos a
todos; son una plaga que acabará causando la ruina de todos
nosotros clamaba el hermano de Escipión.
—Hoy es un mal día para la República
—sentenció Escipión a la vista de los nombres de los elegidos para
las demás magistraturas del Estado.
—No importa, amigos. Roma seguirá adelante,
pese a todo, seguirá adelante —aseveró Marco intentando paliar su
amargura por la derrota en los comicios.
—Les prometiste trabajo, eficacia y
honestidad, pero los electores sólo demandaban pan y espectáculos.
Deberías haberles ofrecido luchas cruentas de gladiadores en el
foro y carreras en el Circo Máximo o en el Flaminio, y todo ello
gratis. Pero no, tú eres como tu padre, por eso en este infierno de
la política romana nunca lograrás que te elijan para el consulado
—dijo la madre de Marco.
—Te recuerdo, tía, que yo fui elegido cónsul
y no me tengo por un hombre deshonesto — intervino Escipión.
—Roma te necesitaba en ese momento, y el
pueblo lo sabía, por eso te aclamó como su cónsul y su salvador;
Roma sólo recurre a sus grandes hombres cuando no tiene otra
salida, entre tanto, prefiere que la gobiernen los mediocres, es
más cómodo.