Capítulo 3
La situación de la República volvía a ser
crítica. Los dos cónsules de ese año habían sido depuestos, las
legiones habían sido derrotadas y humilladas en Numancia y en
Palantia, y en Hispania parecía reinar el caos por todas partes. En
Oriente la situación no era mucho mejor, pues Grecia y Macedonia
amenazaban con una rebelión generalizada. Y por si fuera poco, en
Sicilia, de donde Roma seguía obteniendo buena parte de su
suministro de cereales, habían estallado algunas revueltas de
esclavos.
Entre tanto, Mancino fue juzgado por sus
actos durante el tiempo que tenía el mando consular en Hispania. El
pretor ordenó el inicio del juicio, en el que el Senado actuaba
como demandante. Una comisión de senadores había presentado por
escrito un pliego de quejas; el jurisconsulto que las había
preparado las había fundamentado en que las acciones llevadas a
cabo por Mancino al firmar el pacto con Roma eran contrarias a las
instrucciones recibidas del Senado, a su falta de capacidad militar
y a la afrenta causada a la República al firmar una rendición
deshonrosa.
En su defensa, Mancino presentó varias
alegaciones:
—La responsabilidad de ese tratado no es
mía, sino de Pompeyo, mi antecesor en el mando de las legiones
destacadas ante Numancia. Fue, primero como cónsul y después como
procónsul, un desastre al mando de sus dos legiones. Me hizo
entrega de un ejército agotado, sin provisiones, mal entrenado y
sin moral. Yo no pude hacer nada.
—Además —continuó Mancino—, Pompeyo también
fue derrotado en numerosas ocasiones, pese a disponer de un
ejército en mejores con condiciones que el que yo recibí. Y él, que
estableció pactos similares a los que yo firmé con los numantinos,
lo hizo en posición muy ventajosa. El senado lo absolvió y quedó
indemne de las acusaciones. Yo no podía hacer otra cosa que lo que
resolví en esa difícil situación. Estábamos acosados por tres
ejércitos, el numantino, el vacceo y el cántabro. Sólo mediante ese
tratado pude lograr que saliéramos indemnes de aquella ratonera.
Tiberio Sempronio es testigo de que aquella decisión salvó de la
muerte a dos legiones completas.
El senador que promovía la acusación le
corrigió:
No había tales ejércitos; sólo cuatro mil
numantinos, campesinos y pastores mal armados y peor equipados que
pusieron en ridículo a dos legiones romanas. Y en cuanto a los
treinta mil hombres, fue la habilidad de Tiberio Sempronio Graco
quien los salvó; así lo han declarado los embajadores numantinos.
De no haber sido por su temple y por el recuerdo del prestigio de
su padre, ahora esos hombres estarían muertos, y el culpable serías
tú.
Mancino se puso muy nervioso y acusó al
Senado:
—Esta guerra, decretada por este Senado
contra Numancia, se aprobó pese a los malos auspicios que siempre
aparecieron. El Senado es por ello culpable de la derrota.
Los senadores, muy indignados, increparon a
gritos a Mancino.
El Senado declaró que Pompeyo era indigno
del mando, pero como ya había sido juzgado y declarado inocente, no
ejecutó ninguna acción contra él. Por el contrario, Mancino fue
condenado por sus acciones. El juez, asesorado por jurisconsultos
profesionales, acordó que fuera entregado a los numantinos para que
ellos decidieran qué hacer con el ex cónsul, pues Mancino había
firmado el tratado sin el consentimiento del Senado, por lo que
estimaron que había obrado con mala fe y con engaño, sin tener por
ello derecho a representar al pueblo de Roma.
En cuanto a Lépido, el Senado se limitó a
imponerle una enorme multa que el ex cónsul pudo pagar gracias a su
cuantiosa fortuna.
Al regreso de Roma, los embajadores
numantinos, que habían asistido a todo el proceso absolutamente
asombrados, comunicaron al consejo de su ciudad que el tratado
había quedado roto y que la guerra volvería de nuevo a las puertas
de Numancia. Aracos intervino para decir que eso era lo previsto,
pero que seguirían resistiendo a cuantas legiones se presentaran
ante la ciudad. Lo dijo con fuerza y parecía convencido de ello,
pero el contrebiense sabía muy bien que no pasaría mucho tiempo
antes de que Roma enviara a un general preparado y capaz para
dirigir el ejército y, con la resolución necesaria,
derrotarlos.