Capítulo 15 [Año 147 a. C.]
El nuevo cónsul partió de Roma rumbo a
Cartago entre las aclamaciones de una enorme multitud que se agolpó
para ver salir a las tropas en lo que se suponía que iba a ser la
guerra definitiva contra su gran enemiga. Antes de partir, Escipión
juró solemnemente ante la estatua de Marte, en el templo del dios
de la guerra, que no levantaría el asedio de Cartago hasta que esta
ciudad o bien se entregara sin condiciones o bien fuera reducida
por la fuerza. Hizo la promesa vestido con la toga curul, y para
cumplirla se encomendó a los dioses protectores de la familia, de
los antepasados y del hogar.
A fines del mes de abril se formalizó el
nuevo asedio de Cartago.
Escipión comenzó por bloquear el viejo
puerto, por donde los púnicos recibían los suministros que hacían
soportable el asedio, pero comprobó indignado que durante el
invierno los cartagineses habían edificado otro contiguo
aprovechando el tiempo durante el cual los romanos habían levantado
el asedio.
Había que volver a hacer todo el trabajo que
dos años antes había estado a punto de lograr la rendición de la
patria de Aníbal. De nuevo había que excavar fosos y trincheras,
levantar campamentos, organizar los turnos de guardia, destacar
patrullas en los puestos más relevantes…
—¡Cuánto tiempo, cuántos esfuerzos perdidos!
—se lamentaba Escipión a la vista de las veintitrés millas del
perímetro murado de Cartago.
—Estamos aquí de nuevo, eso es lo importante
—le dijo el legado Marco Tulio.
—El tiempo también importa, Marco, y mucho.
Si me hubieran permitido continuar con el asedio el año pasado,
Cartago ya sería tierra romana, y Macedonia hubiera sido sometida
de cualquier modo. No hacía falta la sexta legión para derrotar a
los macedonios, pero Cecilio Metelo no quería tener ningún
contratiempo y aprovechó su influencia ante los cónsules y el
Senado para que se la enviaran. Sabía muy bien que era la mejor
unidad militar de la República, la más preparada y la mejor
entrenada; si en vez de dedicar su atención a conseguir el envío de
la sexta, se hubiera afanado en equipar y adiestrar mejor a la
tercera, este sobreesfuerzo que ahora tenemos que hacer para
someter Cartago no hubiera sido necesario.
—Pero bueno, todo eso ya no importa, ahí
delante está Cartago, es hora de ir a por ella.
∗∗∗
Esa misma primavera el pretor Cayo Vetilo
fue enviado con una legión a Iberia. Los lusitanos habían pasado
todo el invierno realizando razias en territorio turboleta y
carpetano, y el Senado había decidido enviar a un ejército para
restablecer la calma. Cartago y Lusitania eran ese año los dos
grandes frentes abiertos en las eternas guerras de Roma.
Un ejército de diez mil lusitanos arrasó en
primavera las comarcas occidentales de Turdetania. La historia
terrible de la guerra con los celtíberos parecía repetirse de
nuevo, ahora en el extremo occidental de la Península. Hacía ya más
de dos generaciones que los romanos habían desembarcado en la
península que ellos llamaban Hispania, pero la vieja Iberia de las
tribus en permanentes guerras intestinas seguía resistiendo el
poder de las legiones. Roma dominaba toda la costa peninsular
mediterránea, el valle del Ebro, el del Betis y casi todo el sur,
pero no había logrado imponerse en el centro, en la dura tierra de
Celtiberia, ni en las extensas tierras del oeste ni mucho menos en
las húmedas y boscosas montañas del norte, cuyas brumosas tierras
ni tan siquiera había pisado. Una tras otra, todas las legiones
habían fracasado ante el bastión de Numancia, donde el carácter
indómito de los belicosos pueblos de Iberia se manifestaba con todo
su vigor.
El pretor Cayo Vetilio logró derrotar a una
partida de lusitanos encabezada por un audaz caudillo llamado
Césaro, que fue muerto en una escaramuza. Entonces, los lusitanos
eligieron como nuevo jefe a un pastor de nombre Viriato, el mismo
que había visto morir a casi toda su familia a consecuencia de la
traición de Galba y había jurado vengar aquellos asesinatos tras
proclamar su odio eterno al pueblo de Roma.
La elección de Viriato, que se había ganado
un gran prestigio entre los lusitanos por su valor, su intrepidez y
su espíritu de lucha, levantó el ánimo de los lusitanos. En cuanto
fue proclamado nuevo jefe, Viriato se dirigió en busca del ejército
de Vetilio, al que encontró acampado junto a la ciudad de Tríbola.
Los lusitanos cargaron con una ira terrible y acabaron con una
legión; entre los muertos estaban el propio Vetilio y cinco mil
auxiliares titos y belos que, recién llegados de Celtiberia y sin
apenas entrenamiento militar, se acababan de enrolar en el ejército
romano.
La noticia de los desastres de Iberia llegó
a Escipión en plenos preparativos para el asalto sobre Cartago, que
el flamante cónsul había planeado para fin de ese año. Si todo
hubiera marchado como él había previsto, Cartago habría sido
ocupada en otoño, de manera que Escipión hubiera regresado como
vencedor antes del invierno, justo un poco antes de dejar la
magistratura para la que había sido elegido para ese año.
Pero los problemas de Hispania habían dado
un giro inesperado a la situación. El Senado tuvo que enviar
refuerzos, pues los triunfos relampagueantes del nuevo caudillo
lusitano Viriato amenazaban de tal modo a la Turdetania que la
presencia misma de Roma en Hispania estaba en entredicho. Además,
agentes al servicio de la República se habían enterado de que los
lusitanos estaban enviando embajadas a los celtíberos, a los
cántabros y a los astures, animándolos a levantarse en armas contra
el dominio de las legiones.
El nombre de Viriato, un simple pastor
lusitano, comenzó a ser bien conocido por los romanos, y en unos
pocos meses pasó de ser un personaje anónimo a despertar en ellos
un terror incontrolable.
—Con esto no contaba. Los hispanos han
tenido buenos caudillos, valientes y arrojados, pero ninguno de
ellos alcanzó jamás la categoría de héroe que ahora atribuyen a ese
tal Viriato. Los pueblos de Hispania han estado secularmente
enfrentados entre ellos y no hubo nadie capaz de unificarlos contra
los cartagineses o contra nosotros los romanos. Sus jefes
desaparecían con la misma rapidez con la que habían surgido de la
nada. Este Viriato parece distinto; no sé, tal vez consiga, si le
dejamos, unificar a los hispanos, y eso sería terrible para
nosotros.
Escipión estaba contrariado por las malas
noticias que llegaban de Iberia.
—No creo que lo consiga —intervino Marco.
Conozco bien a los hispanos; siguen ciegamente a sus jefes y son
capaces de dejarse matar por ellos, pero jamás se unirán en un
objetivo común; son demasiado independientes, no entienden que
pueda existir algo superior a su ciudad o a su tribu. Cuando les
hablas del interés de toda una nación o de la grandeza de Roma, se
encogen de hombros como si lo hicieras en griego o en persa.
—Así es —terció Aracos—. Vuestros
historiadores nos han clasificado en grupos y nos han dividido en
pueblos y tribus según su propio criterio, pero se han equivocado.
Los hispanos, como vosotros llamáis a los pobladores de Iberia, nos
agrupamos en torno a una gran ciudad por interés mutuo. Consideráis
befos a todos aquellos que están alrededor de Segeda y arévacos a
los de la región de Numancia, como si todos tuviéramos unos mismos
intereses. Y os equivocáis. Los contrebienses somos befos, sí, pero
antes somos belaiscos, y antes incluso contrebienses. Los romanos
creéis que la República es lo más excelso, que todos los demás
pueblos debemos opinar como vosotros y que sentimos eso que llamáis
la nación de la misma manera. En Iberia las cosas no son tan
fáciles; por encima de los lazos jurídicos, del derecho que para
vosotros parece tan importante, las gentes de Iberia colocamos los
lazos de la sangre y los sentimientos. Para vosotros, Roma lo es
todo; para nosotros, Iberia es sólo un lugar donde vivir, pero es
nuestro lugar, el único que tenemos.
—Un lugar que nos está causando muchos
problemas —dijo Escipión.
—Ningún pueblo digno de serlo se somete sin
luchar; los romanos deberíais saberlo mejor que nadie. ¡Ah!, y no
os preocupéis tanto por ese Viriato, baste que sea un lusitano para
que lo odien los turboletas o los carpetanos; Iberia, vuestra
Hispania, ha sido siempre así.
La tarde caía sobre Cartago azul y púrpura.
A lo lejos, las murallas de la ciudad púnica parecían desvanecerse
entre las primeras sombras.
Escipión miró los poderosos muros, los
torreones almenados y los hachones encendidos en lo alto de las
murallas. La ciudad púnica era mucho más grande, más poblada, más
rica, más famosa y más fuerte que la pequeña Numancia de los
arévacos, pero algo le dijo en su interior que sería mucho más
fácil conquistar Cartago que aquella perdida ciudad en la meseta
celtibérica.