Capítulo 18

Llegaron a Roma en medio de un vendaval de lluvia, viento, truenos y rayos. El Tíber estaba a punto de desbordarse y por todas partes se veían campos anegados. Los celtíberos fueron instalados en la Grecóstasis, donde tenían que esperar a ser recibidos por el Senado, y nada más llegar, las fuentes de ese edificio donde se alojaban los embajadores celtíberos manaron agua roja que algunos dijeron que se trataba de sangre y que era un muy mal augurio para los numantinos.
Olíndico hizo un conjuro y ofreció un sacrificio de dos palomas al dios Lug para que aquellas señales no les fueran funestas. Aregodas, siempre descreído y pragmático, aseguró a sus amigos que el agua roja no era sino consecuencia de las torrenciales lluvias que remueven los lodos del fondo de los manantiales y tiñen las corrientes con el polvo de arcilla removido y disuelto en agua.
El Senado recibió a los embajadores celtíberos una mañana soleada; las calles todavía mostraban abundantes señales del temporal, pero varias brigadas de trabajadores estaban retirando el barro y las piedras que el agua había depositado en las intersecciones de las calles.
Olíndico fue el encargado de narrar lo que habían tratado con Pompeyo, la promesa de paz a cambio de los treinta talentos de plata y el hecho de que el acuerdo con el entonces cónsul se hiciera delante de varios testigos romanos. La intervención de Olíndico fue en lengua céltica, pero Aracos se encargó de traducirla al latín para los senadores.
Después habló Pompeyo y volvió a reiterar que él no había llegado a ningún acuerdo con los numantinos y que los treinta talentos de plata habían sido ofrecidos como regalo al pueblo romano. Dio su palabra de honor de que cuanto decía era lo cierto y acusó a los numantinos de mentir y de tergiversar sus palabras para ganar tiempo y desprestigiarlo ante el Senado y ante el pueblo de Roma.
Pese a que Olíndico reclamó entonces la presencia de los romanos que habían sido testigos de las promesas de Pompeyo, el Senado estimó que no era necesario y que bastaba con la declaración del ex cónsul.
Tras las intervenciones del jefe de la delegación numantina y de Pompeyo, pidió la palabra el joven Tiberio Sempronio Graco, hijo del general del mismo nombre que cuarenta años atrás había derrotado a veinte mil celtíberos al pie del Moncayo y había fundado la ciudad de Grachurris, a orillas del Ebro, y que ya anciano ayudara a Escipión a conquistar Cartago. Del joven Tiberio se decía que había heredado de su famoso padre, del mismo nombre, un carácter ecuánime y justo. Al igual que Escipión, su cuñado, era un ferviente admirador de la filosofía de los estoicos y había sido educado por el maestro estoico Losso de Cuma, en tanto que el famosísimo Diófanes de Mitilene le había enseñado el arte de la retórica. Pese a su juventud, su formación era extraordinaria y eran muchos en Roma los que consideraban que era el ciudadano más preparado para gobernar la República. Sus maestros le habían inculcado el respeto a todos los hombres, fuera cual fuera su condición, el valor personal y la lealtad al jefe y a las leyes, y un profundo sentido de la justicia.
Tiberio hizo un brillante discurso en el que, aunque comenzó hablando de la superioridad de la civilización griega y romana sobre los bárbaros, un concepto que había tornado de sus maestros helenos, finalizó asegurando que las razones de esa superioridad estaban basadas en el derecho, en el respeto a la ley y en su aplicación, y que Roma sería más grande si lograba extender por todo el mundo su sentido de la justicia, en virtud del cual consideraba que los embajadores numantinos tenían razón en sus alegaciones.
Por el contrario, varios senadores afectos al ex cónsul Pompeyo, mucho más veteranos y expertos aunque menos brillantes que Tiberio, intervinieron para decir que el Senado no debía aceptar ningún acuerdo con los bárbaros de Iberia, y que la palabra de un cónsul romano era mucho más determinante y fiable que la de todos los celtíberos juntos.
Acabada la sesión, los celtíberos fueron conducidos de nuevo a la Grecóstasis, donde debían esperar el resultado de la deliberación del Senado y su última e inapelable decisión.

∗∗∗

Los celtíberos no estaban autorizados a salir del recinto de la Grecóstasis, pero Aracos consiguió un permiso especial para visitar a Marco Tulio, a quien envió un mensaje anunciándole que estaba en Roma.
Marco lo recibió en su casa, con su mujer y sus tres hijitos; el último había nacido la primavera anterior.
Los dos amigos se abrazaron con fuerza y se mostraron las manos de bronce que simbolizaban su tésera de amistad:
—«Aracos, de la gens de los Urdinocos, hijo de Abulos, de Contrebia Belaisca, hizo esta tésera con Marco Tulio, de la familia Cornelia, ciudadano de Roma. Por siempre» —leyeron a la vez los dos amigos.
—Hace ocho años, Aracos, ocho años. Apenas has cambiado. Alguna arruga en tu rostro, tu pelo ondulado con algunas canas, y mucho más largo por cierto. Estás magnífico.
—Gracias, Marco; debe de ser el aire puro y fresco de Celtiberia.
—Pero siéntate en esa cathedra y hablemos, tienes que contarme muchas cosas. Ocho años, Aracos, ocho años… ¿te has casado?, ¿qué tal tus tierras? No pareces un campesino, seguro que te dedicas a los negocios. Pero dime, ¿qué haces en Roma? ¡Ah!, claro, has venido con esos bárbaros numantinos, pero ¿qué haces con ellos?
—Escucha, Marco. Cuando regresé a Contrebia, compré tierras, me construí una casa y me casé. Todo funcionaba conforme yo había previsto al dejar Roma, pero las cosas cambiaron de repente.
—¿Qué ocurrió?
—Unos lusitanos se presentaron en casa de mi padre; traían con ellos una tésera de amistad que intercambió mi padre con el jefe lusitano Césaro, el antecesor de Viriato, cuando ambos estaban también al servicio de Roma. Aquellos hombres reclamaban la última voluntad de Césaro. Yo…, yo tuve que cumplir el pacto al que mi anciano padre no podía responder; dejé mis tierras, salí de mi casa, abandoné a mi mujer…, a mi hijo, y me fui con los numantinos. Desde entonces lucho a su lado contra vosotros los romanos.
El semblante del rostro de Marco, hasta entonces henchido de alegría por la visita del amigo, se cubrió de preocupación.
—¿Tú?, ¿tú, enemigo de Roma? No lo puedo creer. ¿Es que ya no lo recuerdas? Combatimos juntos en Numancia, en Uxama, en Macedonia, en Cartago… Mira, he guardado esta mano cerca de mí a lo largo de estos ocho años. La llevé conmigo a Macedonia y a Asia, donde he estado cinco años como pretor. ¿Tú, enemigo de Roma? ¿Sabes lo que has hecho? Tal vez hayas matado incluso a viejos compañeros de armas. Seguro que tu hacha de combate está manchada con su sangre.
—Marco, yo…
—No, no digas nada; tienes derecho a luchar en el bando que desees, pero yo lo haré siempre en el de Roma. Ahora comprendo a qué has venido.
Marco se levantó de su silla y se acercó a la mesa sobre la que había dejado la mano de bronce dentro de una cajita de madera.
—Tenía ganas de verte —dijo Aracos.
—No. Eres un hombre de honor, y querías esto.
Marco abrió la cajita, cogió la tésera y entregó la mano de bronce a Aracos.
—No, no, esa mano es el símbolo de nuestra amistad. Léela, pone «por siempre» —dijo el celtíbero.
—Algún día quizá nos enfrentaremos en el campo de batalla, y entonces tendré que matarte. Toma, no podría matar a alguien con el que sigo compartiendo esta tésera. Destruye las dos manos; nuestro pacto de amistad está disuelto. Así, si el que me matas eres tú, tu espíritu podrá descansar tranquilo.
—Sabes que yo nunca lucharé contra ti —dijo Aracos.
—Pues si llega el caso de que nos encontremos frente a frente, huye, porque si estás contra Roma, yo sí lo haré.
Aracos alargó la mano para estrechársela a Marco al estilo romano; el general dudó unos instantes, pero aceptó el saludo.
—Que los dioses te sean propicios, Marco.
—Que ellos eviten que nos enfrentemos en un campo de batalla, Aracos.
Y se despidieron sin mediar más palabras. Aracos colocó las dos manos de bronce en su bolsa y caminó por la ribera del Tíber, a cuyas aguas estuvo a punto de arrojarlas, pero decidió no hacerlo y volvió a guardarlas de regreso a la Grecóstasis.

∗∗∗

Los celtíberos fueron avisados de que justo a mediodía el Senado emitiría su veredicto sobre el asunto que les había llevado a Roma. Fueron citados en el templo de Marte, donde tendría lugar esa sesión. Cuando caminaban hacia el templo del dios de la guerra, Olíndico le preguntó a Aracos por su opinión.
—Creo que los senadores darán la razón a Pompeyo.
—¡Pero qué dices! Todos oímos lo que prometió; tú estabas allí, tres de esos senadores estaban presentes en Ocilis cuando Pompeyo se comprometió a firmar la paz…
—Mira. ¿Ves ese cartel? —Aracos señaló hacia una lámina de bronce clavada en la pared del edificio del Senado, ante cuyas puertas acababan de llegar—. Es el censo de este año con la cifra de hombres que tienen derecho a la ciudadanía romana: son trescientos veintiocho mil cuatrocientos cuarenta y dos —leyó Aracos—. Gracias a tanta gente y a que pueden ser llamados al ejército desde los diecisiete hasta los sesenta años, cada invierno pueden reclutar cuatro nuevas legiones. Iodos los celtíberos juntos apenas llegaríamos a ochenta o noventa mil, y de ellos sólo unos doce mil en condiciones físicas para empuñar un arma. El Senado lo sabe, y decidirá en consecuencia.
—Además, el Senado ha convocado esta reunión en el templo de Marte, su dios de la guerra; si no me equivoco, eso quiere decir que van a rechazar cualquier tratado de paz.
Los celtíberos esperaron a las puertas del templo, que estaban guardadas por un destacamento de la guardia pretoriana. El cónsul Cneo Calpurnio Pisón apareció ante el templo escoltado por dos lictores que portaban las fasces, un manojo de varas que envolvían una segur, el hacha grande que simbolizaba la potestad de impartir justicia.
—¡Mira, Aracos, portan un hacha, tu arma de combate! Eso puede ser un buen augurio — exclamó Aregodas.
Calpurnio Pisón presidía la sesión del Senado y, en cuanto se acomodó en su sitial y los senadores se sentaron en sus bancos, se invitó a pasar a la delegación de los celtíberos.
—El Senado ha deliberado acerca de la disputa legal entre el ex cónsul Pompeyo y los pobladores de Numancia. El senador princeps tiene la palabra para leer el veredicto.
El cónsul Pisón dio la palabra al primero de los senadores, quien se levantó, desenrolló una hoja de papiro y leyó:
—«El Senado de la República, reunido en sesión para dirimir sobre la demanda de la ciudad hispana de Numancia contra el procónsul Quinto Pompeyo Aulo sobre un pretendido pacto para sellar la paz entre esa ciudad y la República romana, y tras haber oído las alegaciones de las dos partes, sentencia lo siguiente: No reconocemos dicho tratado ni aceptamos la paz que se pretende, y consideramos oportuno seguir adelante con la guerra hasta la victoria final. Dado en Roma, el segundo día para las calendas de mayo del año seiscientos catorce de la fundación de la Ciudad, siendo cónsules Marco Popilio Lenate y Cneo Calpurnio Pisón.»
El primero de los senadores enrolló el papiro y se sentó en su banco.
—¡No tenéis palabra, ni honor! —gritó Aregodas. El cónsul intervino.
—¡Silencio, bárbaro! Ya habéis oído la sentencia del Senado; es inapelable. Regresad a vuestra ciudad y comunicadla a vuestra gente. Disfrutaréis de un salvoconducto del Senado para treinta días más, que también serán de tregua. Acabado ese plazo, la guerra continuará.