Capítulo 8
A mediados de otoño los embajadores
celtíberos y la primera cohorte de la sexta legión regresaron a
Hispania. Marco informó de inmediato al cónsul Claudio Marcelo
sobre las intenciones del Senado de enviar a comienzos del
siguiente año al nuevo cónsul con un poderoso ejército para
liquidar la guerra celtibérica.
El cónsul se reunió a solas con el caudillo
belo, que ya barboteaba algo de latín, había encabezado la embajada
a Roma y había planteado las propuestas de belos y titos ante el
Senado.
—,De qué estarán hablando? —preguntó Aracos
a Marco.
—De la inmediatez de la guerra, claro. ¿De
qué otra cosa iban a hablar?
Claudio Marcelo, que deseaba por todos los
medios ser el vencedor y el pacificador de Hispania, no quiso
esperar más, y a la salida de la entrevista con el caudillo de los
belos declaró la guerra a los arévacos en una solemne y pública
intervención en Ocilis, delante de los embajadores numantinos, a
los que les devolvió los rehenes entregados para garantizar la
tregua mientras viajaban a Roma.
La respuesta de los arévacos fue
contundente. En una cabalgada rapidísima, tres mil numantinos
atravesaron la sierra del Moncayo y ocuparon por sorpresa la ciudad
bela de Nertóbriga. Enterado de esa acción, Claudio Marcelo se
presentó ante las murallas de Numancia con dos legiones y casi
todas sus tropas auxiliares hispanas, más de treinta y cinco mil
hombres, y acampó tan sólo a una distancia de cinco estadios;
además de una veintena de torres de asalto y otras tantas
catapultas, quince elefantes con protecciones de cuero y metal en
el lomo y la cabeza amenazaban todos los días a los numantinos
barritando furiosos a menos de un centenar de pasos de las
murallas.
El despliegue de poder romano amedrentó a
Litenno, el nuevo jefe numantino que había sustituido a los más
belicosos Ambón y Leucón, a quienes se les responsabilizaba del
fracaso de las negociaciones en Roma a causa de su intransigencia y
de su falta de capacidad para la diplomacia.
Encerrados tras sus muros, los numantinos
propusieron a Claudio celebrar una entrevista. El cónsul aceptó y
Litenno se presentó en el campamento romano con aire sumiso. Aracos
actuó de traductor entre el cónsul romano y el caudillo
arévaco.
—Arévacos, titos y belos se ponen en tus
manos, cónsul - tradujo Aracos las palabras de Litenno.
—Y yo lo acepto, pero dile que deben
entregarnos rehenes y dinero; sólo así pondré fin a la guerra y
firmaré la paz.
Los celtíberos acataron todas las
condiciones del cónsul y se firmó un tratado de paz por el que
arévacos, ritos y belos se sometían a Roma y se comprometían a
entregar seiscientos talentos de plata, además de no ayudar a
ningún enemigo del pueblo romano.
Seiscientos talentos equivalían a más de
tres millones y medio de denarios, una enorme cantidad que los
celtíberos poseían gracias a las grandes cantidades de plata
atesoradas durante los decenios en los que sus hombres habían
servido como mercenarios en los ejércitos romanos y
cartagineses.
[Año 151 a.C.]
Licinio Lúculo, el nuevo cónsul, se presentó
en Ocilis a finales de febrero del nuevo año consular. Acababa de
llegar desde Roma a toda prisa, ansioso por acabar la guerra que
todavía creía encendida con los celtíberos, pues traía órdenes
concretas del Senado de concluirla a cualquier precio. La leva de
tropas de ese año ya se había realizado por el nuevo sistema de
sorteo, sin excluir a nadie por favoritismo, como venía siendo
norma habitual hasta entonces.
Cuando a fines del año anterior se planteó
en el Senado la nueva campaña contra los celtíberos, ningún noble
romano quería ser tribuno o legado en ese ejército. Algún anciano
senador acusó a la juventud romana de cobarde y dijo que, si su
edad y sus achaques se lo permitieran, sería el primero en acudir a
Hispania para combatir por Roma. Tuvo que ser el joven Publio
Cornelio Escipión, el hijo adoptivo del vencedor de Aníbal en Zama,
Escipión el Africano, quien diera un paso al frente en el Senado y
anunciara, para vergüenza del patriciado romano, que él aceptaba
cualquier puesto que se le encomendase, en Celtiberia o donde
fuera. La valerosa actitud de Escipión, a quien el Senado nombró
legado militar en Hispania, sirvió de acicate a otros jóvenes
romanos que también se alistaron sin condiciones.
Pero Lúculo y Escipión llegaron demasiado
tarde. Claudio Marcelo los esperaba en lo alto del cerro donde se
asentaba Ocilis.
—Bienvenidos a Ocilis, cónsul y legado —los
saludó Marcelo con una amplia sonrisa de triunfo—. Celtiberia está
de nuevo en paz. Arévacos, belos y titos acatan el poder de Roma.
Seiscientos talentos de plata lo certifican.
Lúculo apretó los dientes; esperaba recibir
el mando para actuar de inmediato y ser él quien se hiciera con el
honor y el triunfo de haber sido el vencedor de los celtíberos,
pero Claudio Marcelo, considerado el mejor negociador de Roma, le
había ganado por la mano.
—¿Quién es este nuevo cónsul? —le preguntó
Aracos a Marco.
—Un hombre muy ambicioso, aunque pobre.
Dicen quienes lo conocen que sólo busca fama y fortuna y que todo
lo que hace va en beneficio propio. Mi madre me advirtió que
tuviera cuidado con él, pues tiene tanta necesidad de dinero que
hará cualquier cosa por conseguirlo. Creía que la guerra contra los
celtíberos le proporcionaría la fama que anhela y el dinero que
necesita para saldar sus muchas deudas, y se ha encontrado con la
sorpresa de una Celtiberia en paz.
—Observa su cara de disgusto. No sé…, su
ambición nos puede conducir a situaciones poco deseables.
—¿Y ese joven que lo acompaña? Tiene poca
estatura, pero aparenta el porte de un rey —dijo Aracos señalando
con la barbilla al legado.
—Es Publio Cornelio Escipión. Su padre
carnal fue Lucio Emilio Paulo, pero a su muerte prematura lo adoptó
como hijo mi tío, también llamado Publio Cornelio Escipión
Africano, el conquistador de Cartago y vencedor de Aníbal. Dicen en
Roma que desde su nacimiento está tocado por los dioses.
—Tiene ojos de halcón —observó Aracos.
—Es un halcón —apostilló Marco.
∗∗∗
Sólo hacía una semana que Licinio Lúculo
estaba al mando del ejército consular en Hispania cuando ordenó a
la sexta legión y a diez mil auxiliares hispanos que se prepararan
para salir en campaña. Cuando Marco le transmitió la orden a Aracos
para que se la tradujera a los auxiliares celtíberos, el belaisco
se sorprendió:
—¿Salir en campaña?, pero si Iberia está en
paz. Ningún pueblo ha roto ninguno de los tratados firmados. ¿Qué
pretende el nuevo cónsul?
—No tengo la menor idea, pero ha ordenado
que nos preparemos para una campaña de al menos un mes.
—¿Hacia dónde vamos?
—Hacia el oeste, a la tierra de los vacceos,
¿los conoces? —preguntó Marco.
—No, pero sé que son gente muy pacífica que
de vez en cuando ha sido atacada por los arévacos, que ambicionan
sus grandes reservas de trigo. Es un pueblo agricultor y ganadero
que vive aguas abajo del río Duero, el que pasa junto a Numancia;
por lo que he oído, son muy pacíficos. Tienen ciudades amuralladas
para protegerse de las incursiones de los arévacos y de los
astures, un primitivo pueblo casi desconocido que habita en las
brumosas montañas del norte. ¿Qué pretende el cónsul atacando a los
vacceos?
—Imagino que botín, dinero fácil.
El ejército salió de Ocilis hacia el oeste,
bordeando una serranía boscosa y agreste para alcanzar el curso del
río Duero, cuya corriente descendió hasta Cauca, la primera ciudad
de los vacceos con que se encontró. En la arenga que dirigió a las
tropas, el cónsul justificó su ataque a los vacceos aduciendo que
le habían pedido ayuda contra ellos los carpetanos, tradicionales
aliados de Roma, por el maltrato que los vacceos les habían
causado.
Lúculo formó al ejército colocando al frente
a los auxiliares iberos e inmediatamente detrás a la sexta legión,
situando en la retaguardia a la caballería y a los auxiliares
itálicos. Los vacceos, alertados de la llegada de los romanos,
habían logrado reunir a cuatro mil hombres, muy pocos para resistir
el ataque de los doce mil legionarios y auxiliares de la sexta
legión.
Los vacceos habían decidido enfrentarse con
los romanos en el llano, frente a Cauca. Confiaban en mantenerlos a
raya gracias a su pericia en el manejo del arco. A una orden de
Lúcido, las primeras líneas de auxiliares iberos cargaron a la
carrera contra los vacceos, que se habían colocado al otro lado de
una rambla. Los hábiles arqueros vacceos lograron mantener su
posición diezmando con sus certeros disparos las cargas de los
auxiliares, pero sus municiones comenzaron a agotarse. Escipión
observó que la cadencia de disparos de los arqueros vacceos
disminuía deprisa, y le dijo al cónsul que lanzara a la legión a la
carga. Los legionarios, protegidos por sus amplios escudos,
atravesaron la rambla, sobre la que había centenares de cadáveres
de iberos, y cayeron sobre los vacceos. Fue entonces cuando se puso
de manifiesto la tremenda superioridad de los romanos en el combate
cuerpo a cuerpo. Los vacceos apenas poseían armas de combate
adecuadas para luchar a pie y tampoco sabían utilizarlas con
eficacia. La batalla se convirtió en una verdadera carnicería en la
que en apenas unos instantes sucumbieron más de dos mil vacceos,
ensartados como conejos en las lanzas y espadas de los legionarios
romanos.
—Esto es una matanza, ordena que se detenga
—le pidió Aracos a Marco.
—¡Basta, basta! —gritó Marco alzando su
espada ensangrentada al comprobar que los vacceos no sabían
combatir empuñando la espada.
Los legionarios de la primera cohorte
bajaron sus espadas. Escipión, que dirigía los movimientos de la
legión desde el centro, observó el cese de la lucha en el ala
izquierda, donde combatía la primera cohorte, y miró a su pariente,
quien le devolvió la mirada meneando la cabeza de izquierda a
derecha.
—¡Alto, alto! —ordenó Escipión.
Poco a poco la orden del legado se
transmitió a todas las cohortes y en unos instantes cesó la
lucha.
—¿Qué ocurre?, ¿quién ha ordenado detener la
batalla? —demandó Lúculo, que al presenciar desde la retaguardia el
fin del combate había acudido a todo galope hasta el frente.
—He sido yo, cónsul —asentó Escipión—. Hemos
vencido, no hay necesidad de derramar más sangre.
—Esos bárbaros son enemigos de Roma, es
preciso acabar con ellos —afirmó Lúculo.
—Somos soldados, no matarifes —aseveró con
rotundidad Escipión.
Lúculo estuvo a punto de ordenar que
continuara la matanza, pero, a la vista de la determinación del
legado, no estaba seguro de que los legionarios le obedecieran y no
se sintió con garantías para poner a prueba su autoridad.
—De acuerdo, que cese el combate —asintió a
regañadientes.
A la vista de la masacre, los ancianos de
Cauca salieron de la ciudad para entrevistarse con Lúculo. Se
acercaron en procesión, coronados con ramas de laurel, y demandaron
la paz.
Lúculo les prometió la paz a cambio de cien
rehenes, de cien talentos de plata, de cien caballos y de la
entrega de dos mil soldados como auxiliares para su ejército. Los
ancianos de Cauca aceptaron las condiciones de Lúculo si éste les
aseguraba que respetaría la ciudad y la vida de sus moradores. El
cónsul romano les dio su palabra y los de Cauca entregaron el
tributo.
Esa noche Lúculo convocó a los generales y
oficiales en su tienda.
—Estos confiados vacceos… Mañana atacaremos
Cauca. Estarán desprevenidos y serán presa fácil. Al amanecer nos
acercaremos hasta las puertas; que todos los hombres tengan sus
espadas desenvainadas y estén preparados para atacar. Cuando suenen
las trompas, cargaremos contra los vacceos. Habéis podido comprobar
que no saben utilizar la espada. En las calles de la ciudad no
podrán hacer uso de sus arcos. Mis órdenes son acabar con todos los
varones que tengan la edad suficiente para empuñar un arma. No debe
quedar ningún hombre vivo. Las mujeres y los niños serán apresados
y vendidos como esclavos. El producto del botín se repartirá entre
todos nuestros soldados.
El centurión Marco Tulio apretó las
mandíbulas con fuerza y miró a su pariente Escipión, quien no
parecía mostrar ningún sentimiento ante los planes de Lúculo.
Cuando se levantó la reunión, Marco se acercó a Escipión y le
dijo:
—Un noble romano jamás actuaría así. Si
permitimos que esto ocurra, el nombre de Roma se llenará de
ignominia. No puedes consentirlo, eres el legado del Senado. Los
miembros de la familia Cornelia no podemos participar en un acto
tan vil, no es propio de la grandeza de Roma.
—Son órdenes del cónsul —asentó
Escipión.
—Es una acción infame —replicó Marco.
—Todo en beneficio de Roma.
—¡Maldita sea!, esa vesania nada tiene que
ver con nuestra República y con lo que significa, ¿no te das
cuenta? Hoy, en la batalla, has dado la orden de detener la matanza
y te has enfrentado al cónsul; haz ahora lo mismo ante la masacre
que se avecina sobre una población que ha confiado en nuestra
palabra, en la palabra de Roma.
—Ya has oído las órdenes, centurión. Obedece
sin rechistar o te juro por todos nuestros antepasados que pasarás
muchos meses pudriéndote en una mazmorra —sentenció Escipión.
Al alba, los legionarios tomaron posiciones
y rodearon las murallas de Cauca. En cuanto recibió el informe de
que todos estaban preparados, el cónsul ordenó que sonaran las
trompas y los legionarios se lanzaron al asalto de la confiada
ciudad. Irrumpieron por las puertas, que estaban indefensas ante la
garantía dada por el cónsul a los ancianos, y entraron en las casas
matando a cuantos hombres encontraron. Más de dos mil vacceos
sucumbieron aquella mañana y sólo unos pocos pudieron huir
ocultándose entre los arbustos y las veredas de los alrededores.
Iras la matanza, la ciudad fue saqueada e incendiada, y Lúcelo, que
Observó la masacre sobre su caballo desde un altozano, no movió un
solo músculo de su rostro mientras duró semejante villanía.
Desde la arrasada Cauca, Lúculo ordenó
marchar hacia el noroeste, hasta la ciudad de Intercatia, en donde
se habían refugiado algunos huidos de Cauca. La sexta legión
atravesó un territorio desierto en medio de nubes de polvo y bajo
un sol cegador. La aparición de unos ampos de cereales bien
cuidados anunciaron la inmediatez de la ciudad de Intercatia.
Cuando se presentaron ante sus muros, las
puertas estaban cerradas las murallas parecían reforzadas a toda
prisa. Lúculo envió a una delegación para ofrecer a los moradores
de Intercatia un acuerdo, pero estos se negaron diciéndole al
heraldo del cónsul que no se fiaban de los,manos después de lo que
habían hecho en Cauca.
Intercatia tenía unas murallas mucho más
poderosas que Cauca, y aculo, previendo que su conquista sería
mucho más difícil a causa de las mejores defensas y de la
prevención de sus habitantes, ordenó excavar unas trincheras
alrededor de la ciudad. Mientras los zapadores cavaban, los
defensores lanzaban saetas y dardos que causaron algunas bajas en
el ejército consular.
Todos los días y a la misma hora, mientras
los romanos mantenían el asedio, salía de Intercatia un formidable
jinete vacceo que lucía una extraordinaria armadura. Alzado sobre
su caballo, agitando una enorme y pesada maza de combate, retaba en
lengua céltica a los romanos a una pelea individual. Día tras día,
el guerrero provocaba a los romanos a gritos, encaraba su caballo
hacia los legionarios, les hacía burlas y al fin bailaba una danza
ritual para regresar a Intercatia pavoneándose de su valor y
riéndose de la cobardía de los romanos, a los que llamaba
«gallinas».
—Se burla de nosotros, ese bárbaro… —comentó
Escipión a Lúculo.
—Su aspecto es terrible, y su tamaño… debe
medir siete pies de altura. No hay en nuestro ejército ni un solo
hombre cuya cabeza alcance siquiera el nivel de sus hombros. Fíjate
en su maza, es como el tronco de una acacia. Harían falta dos
hombres al menos para levantarla y en cambio él solo la maneja como
si sostuviera entre sus manos una ligera pluma. Hace tres días que
demando a algún hombre que quiera enfrentarse a ese gigante, pero
todos tienen miedo —dijo Lúculo.
—Lo haré yo —asentó Escipión.
—¿Estás loco? Eres el legado del Senado, no
te puedes arriesgar de esa manera. Y además, no tienes ninguna
posibilidad ante ese bárbaro. Sí, eres valeroso y muy hábil en la
lucha a espada, pero casi te dobla en tamaño. No podrías parar sus
golpes. Es demasiado fuerte para ti, para cualquiera de
nosotros.
—Cartago y Aníbal también parecían demasiado
fuertes para Roma hasta que mi padre adoptivo se enfrentó a ellos y
los venció. Yo creo en la fuerza de la determinación y de la
voluntad; ésa es la energía que ha hecho a Roma tan grande —dejó
sentado Escipión.
—¿Qué ocurre ahora? —preguntó Aracos cuando
oyó que las trompas sonaban ante una nueva salida del gigante
vacceo.
—Eso significa que alguien ha aceptado el
reto, al fin —respondió Marco—. ¿Quién habrá sido el loco?
El interrogante de Marco quedó despejado
cuando vio que su pariente Publio Cornelio Escipión Emiliano se
adelantaba unos pasos y salía a campo abierto desde las
trincheras.
—¡Por todos los dioses del Olimpo, es
Publio! —exclamó Marco.
—Creo que pronto tendrás un pariente menos
—comentó Aracos.
El gigante vacceo se sorprendió al ver al
pequeño romano que se acercaba hacia él con tan sólo una espada en
la mano, un escudo, el casco, una coraza de láminas de cuero y de
metal y unas grebas que se prolongaban hasta la punta del pie con
una lengüeta de cuero. El vacceo vestía un casco de bronce que le
cubría toda la cabeza, dejando a la vista sólo los ojos, la boca y
la barbilla; protegía su pecho con una coraza de grueso cuero en
cuyo frente y dorso había cosidos sendos petos de hierro. En su
mano derecha agitaba una maza de hierro con una cabeza con púas y
en la izquierda un enorme escudo redondo.
Escipión se acercó hacia el vacceo con paso
firme y decidido, a la vez que estudiaba los movimientos de su
oponente y observaba los puntos más débiles de su armadura. Sobre
las murallas de Intercatia, donde se agolpaban cada día centenares
de curiosos para observar la ceremonia de desafío de su campeón,
fueron acudiendo otros muchos espectadores en cuanto se corrió la
voz de que un romano había aceptado el duelo. Confiados en el
triunfo de su guerrero, se acomodaron en el parapeto.
—Lo hará pedazos —se oyó comentar a uno de
los legionarios que también se habían agolpado sobre las trincheras
para presenciar el desigual duelo.
—No creas, es un Cornelio; los de ese linaje
nunca se rinden —replicó otro.
Escipión se puso en guardia, flexionando las
piernas y afrontando al gigante vacceo por un flanco, mientras éste
agitaba su maza volteándola sobre su cabeza entre terribles rugidos
que eran coreados por aullidos de ánimo desde las murallas.
El gigante avanzó hacia Escipión con dos
grandes zancadas y descargó un terrible golpe de su maza que no
alcanzó al legado por apenas dos dedos. El romano sabía que sólo
tenía una oportunidad, y que para vencerlo debía aprovechar algún
descuido del vacceo, quien estaba tan seguro de su superioridad que
no tardaría en cometer un error. Consiguió esquivar un segundo
golpe gracias a un felino movimiento, y al girar sobre sí mismo
para escapar observó que los costados de la coraza del gigante
estaban desprotegidos, pues allí había tan sólo unas cintas de
cuero que anudaban los petos de hierro del pecho y de la
espalda.
Con una sangre fría extraordinaria, Escipión
aguardó firme y estático, pero con los brazos bajados como si se
hubiera rendido de antemano, una nueva acometida. Esta vez aguantó
hasta que el golpe de maza pasó rozándole la piel del brazo,
esperando un leve desequilibrio de su oponente, que se produjo
durante un breve instante, el suficiente como para girar a toda
velocidad hacia su lado derecho, que había quedado desprotegido
tras errar el mazazo, y con un rapidísimo golpe de muñeca asestar
una certera estocada entre las costillas del vacceo. La espada
corta de Escipión quedó clavada hasta la empuñadura, pero el
gigante no cayó fulminado, sino que se mantuvo en pie con cara de
sorpresa. Escipión retrocedió dos pasos al verse privado de su
espada y sin comprender por qué su enemigo no había caído fulminado
tras semejante estocada. El vacceo miró a su costado derecho, de
donde sobresalía la empuñadura de la espada, se fijó después en
Escipión y dibujó una terrorífica sonrisa. Levantó la maza hacia lo
alto, pero antes de que pudiera descargar un nuevo golpe se
tambaleó; después sus rodillas se doblaron como si una fuerza
invisible se las hubiera quebrado de repente y el coloso cayó hacia
delante vomitando sangre y dando con su rostro en el polvo.
Un estallido de alegría brotó de las
gargantas de los legionarios romanos, que blandieron sus armas en
señal de victoria ante los ojos desconsolados de los de Intercatia,
que quedaron en silencio abatidos por la derrota de su mejor
guerrero.
Escipión se acercó al gigante y arrancó la
espada de su costado, empapado en sangre. Algunos legionarios le
pidieron a gritos que le cortara la cabeza, pero el romano se
limitó a mirar al caído y a saludar su cadáver llevándose la espada
al pecho. Después, dio media vuelta y regresó hacia los
suyos.
Cuando Escipión llegó ante sus filas, los
legionarios se abalanzaron sobre el legado; todos querían tocarlo,
verlo de cerca, saludar al héroe que les había devuelto la moral
perdida. Algunos comentaban que con un jefe así al frente del
ejército la victoria sobre los numantinos era cuestión de
semanas.
∗∗∗
Aquella misma tarde se celebró una gran
fiesta en el campamento romano. Los legionarios estaban tan
contentos que hubo una cierta relajación en la guardia. A
medianoche, cuando la mayoría estaba durmiendo en sus tiendas, se
oyeron unos terribles gritos en el exterior. Marco salió corriendo
con la espada en la mano creyendo que se trataba de un ataque de
los de Intercatia, pero miró hacia la ciudad y en las sombras de la
noche cerrada vio que todo estaba tranquilo. Los gritos y aullidos
procedían de más allá del recinto exterior del campamento. Un
decurión corría de tienda en tienda avisando a los legionarios de
que aquellos aullidos procedían de indígenas de las aldeas vecinas
a Intercatia que se habían acercado aprovechando la oscuridad para
desanimar y atemorizar a los romanos. Pero algunos auxiliares
indígenas comentaban en voz alta que se trataba de los espíritus de
los antepasados, que habían regresado del más allá para vengar a
sus muertos.
Algunos romanos, al oír lo que decían los
auxiliares iberos, dudaron de la versión del centurión y sintieron
temor. Aquellas incursiones nocturnas se repitieron durante varios
días. Los romanos sólo oían los aullidos que llegaban del exterior
del campamento, pero nunca vieron a ningún hombre, por lo que la
idea de que se trataba de espíritus que reclamaban venganza se fue
extendiendo entre los legionarios. Hubo quien dijo que algunas de
las tiendas se habían levantado sobre un cementerio vacceo, y que
eran los espíritus de los muertos los que aullaban por ello.
Día a día, y a pesar del recuerdo del
triunfo de Escipión, la energía de los romanos se debilitaba. Los
habitantes de Intercatia mantenían firme la defensa de sus fuertes
murallas, que parecían inexpugnables ante cualquier intento de
asalto. Además, el cónsul Lúculo había decidido con tanta premura
la incursión contra los vacceos que apenas disponía de máquinas de
asedio, absolutamente imprescindibles para batir aquella fortaleza;
a esas carencias tácticas se unía además la escasez de víveres.
Lúculo había supuesto que la incursión sería breve, que derrotaría
con suma facilidad a los vacceos, que lograría una rápida victoria
y que regresaría a Ocilis en poco menos de un mes cargado de
tesoros y de triunfo.
Pero nada de eso había ocurrido. La victoria
sobre Cauca estaba marcada por la indignidad, y salvo Lúculo,
ningún otro romano se sentía orgulloso de ella; hacía ya varias
semanas que se mantenían bloqueados ante Intercatia y apenas habían
logrado botín. Sólo la victoria de 1scipión sobre el gigante vacceo
compensaba los esfuerzos sostenidos hasta entonces.
El centurión encargado de la intendencia se
acercó una mañana a Escipión, después de que el legado regresara de
inspeccionar los pues: os de guardia que vigilaban el cerco de
Intercatia.
—Legado —lo saludó con el brazo—, ¿puedes
atenderme unos instantes? Escipión asintió con la cabeza mientras
se secaba las manos con un gaño.
—¿Qué deseas?
—Informarte del estado de nuestras
provisiones. Se nos han acabado la sal, el vino, el vinagre y el
aceite; sólo nos queda un poco de harina de cebada.
Afortunadamente, los venados, los jabalíes y las liebres son
abundantes en los bosques de los alrededores y nuestras partidas de
cazadores suelen abatir varias piezas cada día, pero sin aceite y
sal no tardaremos en caer enfermos. Dice nuestro físico que si los
soldados se alimentan sólo con pan y carne enfermarán muy
pronto.
—¿Has informado de esto al cónsul?
—Hace unos instantes, legado, pero no ha
resuelto nada sobre ello a pesar de mi insistencia. He pensado
entonces que tal vez tú… El centurión dejó la frase inacabada a
propósito.
—Bien, retírate. Y gracias por tu informe.
Escipión se dirigió a ver a Lúculo.
—El oficial encargado de las provisiones me
ha dicho que tenemos una gran escasez, y que…
—Ya, ya lo he oído yo también. Mañana mismo
intentaremos el asalto a Intercatia. Prepara un plan de
ataque.
—No disponemos de máquinas de asedio para
enfrentarnos a semejantes murallas, y tampoco de elefantes.
—Pues olvídate de las máquinas y de esas
bestias, legado, y busca otros recursos.
Durante toda la tarde Escipión estuvo
estudiando con sus generales y centuriones las defensas de
Intercatia. Tras evaluar varias alternativas, Publio Cornelio se
decantó por atacar un sector del muro que parecía más débil,
concentrando sobre él a una gran cantidad de tropas. Un grupo de
zapadores protegido por una improvisada máquina de asalto cubierta
con escudos y cueros mojados horadaría la muralla, a fin de abrir
el hueco suficiente como para que los legionarios se precipitaran
por él al interior de la ciudad. Para distraer a los defensores, un
par de cohortes atacarían un poco antes una de las puertas ubicadas
en el extremo opuesto de la muralla.
Al amanecer del día siguiente así se hizo.
Mientras dos cohortes atacaban la puerta con lanzamientos de
piedras mediante catapultas y disparos de arco y de honda, los
zapadores, protegidos bajo el armazón, horadaron un hueco en la
zona opuesta de la muralla, por el que penetraron a la carrera los
legionarios de la primera cohorte de la sexta legión, con Escipión
y su pariente Marco Tulio al frente. Atravesado el muro, los
romanos se sorprendieron al contemplar que los vacceos habían
tapiado las calles interiores, de modo que entre la muralla
exterior y las casas de la ciudad se alzaba otro muro desde el cual
los defensores atacaron a los legionarios. Al lado de la muralla
había una gran cisterna cubierta por un entramado de cañas en la
cual cayeron muchos romanos. Desde lo alto de los muros, los
legionarios de la primera cohorte fueron presa fácil para los
hábiles y certeros arqueros vacceos, que los fueron eliminando uno
a uno. Viendo la situación perdida, Escipión ordenó a sus hombres
que se retiraran por la brecha de la muralla. Un virote de hueso se
clavó en el antebrazo izquierdo de Marco justo cuando salía por el
boquete del muro, un instante antes de que lo hicieran Aracos y el
propio Escipión.
Ya en el campamento, Escipión informó a
Lúculo del ataque frustrado.
—Nos encontramos dentro de una ratonera. Han
sellado con altos muros de piedra todas las calles en las
inmediaciones de la muralla, de modo que al otro lado sólo hay una
calle que rodea la ciudad a modo de camino de ronda, interrumpida a
su vez por otros muros, creando así unos compartimentos estancos
donde es imposible maniobrar. Una vez que logramos entrar, nos
topamos con un espacio cerrado en el que éramos presa fácil, pues
nos saetearon desde lo alto sin darnos oportunidad de defendernos.
A un lado de la plazuela había una profunda cisterna llena de agua
que estaba oculta bajo una enramada de cañas; allí cayeron algunos
de los nuestros. Mi pariente el centurión Marco Cornelio Tulio, su
ayudante belaisco y yo mismo fuimos los últimos en salir tras los
heridos. Creo que allí dentro no quedó ninguno… vivo.
—No contábamos con eso —se justificó
Lúculo.
—¿Cuántas bajas hemos tenido? —preguntó
Escipión dirigiéndose a Marco.
—Casi media centuria, veintinueve hombres
muertos y dieciocho heridos, de ellos seis al menos están muy
graves.
—¿Y tu brazo, decurión? —Escipión señaló el
antebrazo izquierdo de Marco, cubierto por una venda con manchas de
sangre.
—No es grave. Una flecha me alcanzó cuando
nos retirábamos; la herida es limpia. Afortunadamente, el
guardabrazo de cuero me protegió lo suficiente como para que la
punta no quebrara el hueso.
—No nos queda otra salida que negociar con
Intercatia. Creo que también andarán escasos de provisiones y
estarán ansiosos por que se levante el asedio —dijo Escipión.
—Podemos intentar otro ataque —propuso
Lúculo.
—No estamos en condiciones de hacerlo. Ya
saben cómo rechazarnos. Ahora que nos han visto actuar reforzarán
sus defensas y agudizarán la guardia. Será muy difícil
sorprenderlos de nuevo — alegó Escipión.
Aquella misma noche los de Intercatia
repararon el boquete que habían abierto en la muralla los zapadores
romanos. Por la mañana, Escipión reiteró al cónsul que lo más
oportuno sería negociar un buen acuerdo para ambas partes. Lúculo,
a la vista del muro reparado por los vacceos, aceptó.
El propio Escipión fue el encargado de
entablar las negociaciones con el senado de Intercatia. Tras dos
días de encuentros entre los negociadores, en los que Aracos actuó
como intérprete, se llegó a un pacto mediante el cual los romanos
levantarían el cerco de la ciudad a cambio de la entrega de diez
mil mantos de lana y cincuenta rehenes. Un auxiliar indígena había
advertido a Escipión de que la principal riqueza de Intercatia era
la fabricación de piezas de lana, muy famosas en toda Iberia por su
calidad y su resistencia. El ejército romano estaba muy necesitado
de ropa de abrigo para soportar el invierno, por lo que Escipión
estimó que los diez mil mantos eran un buen botín.
Los habitantes de Intercatia, confiados en
la fama y el valor de Escipión, aceptaron su palabra y sellaron el
acuerdo.
Lúculo pretendió repetir la estratagema que
había empleado para destruir Cauca, pero Escipión miró al cónsul
con fiereza y se limitó a decir que los vacceos tenían su palabra
de romano de que, si pagaban lo acordado, el ejército se marcharía
en paz. El cónsul cedió de nuevo ante la determinación del legado,
que había alcanzado tanta popularidad entre los legionarios que
Lúculo no tenía la menor duda de que en caso de discrepancia entre
ambos todo el ejército se pondría del lado de Escipión.
El cónsul comenzaba a desesperarse, y se
ofuscó de tal manera en su ansia de conseguir más botín que decidió
atacar la ciudad de Palantia, de la que había oído decir que era la
más rica de los vacceos. Desde Intercatia se dirigió hacia el oeste
a toda prisa, tan rápido que los carros con los pocos suministros
que le quedaban no pudieron seguir su ritmo y se retrasaron. Poco
antes de llegar a Palantia, un heraldo le dio la noticia de que los
carros con los suministros habían quedado cortados tras un ataque
sorpresa de los vacceos, y que se había perdido la mayor parte de
las provisiones y las catapultas.
El otoño estaba ya bastante avanzado y
Lúculo se vio entonces perdido en el centro de la Meseta, al norte
del río Duero, con un ejército cansado y carente de provisiones.
Los de Palantia, animados por lo que iban sabiendo del ejército
consular, organizaron una salida contra los romanos.
Escipión, a la vista del despliegue del
ejército vacceo, ordenó a la legión y a los auxiliares hispanos que
hicieran una formación cerrada en cuadro, y ante la incapacidad de
Lúculo para resolver la situación, ordenó la retirada hacia el sur
con la idea de alcanzar las tierras de los turdetanos, fieles
aliados de Roma, en el cálido valle del río Betis, donde podrían
pasar el invierno y recuperarse de aquella desastrosa
campaña.
Acosados por la caballería ligera vaccea de
Palantia, que de vez en cuando atacaba a la sólida formación romana
lanzando una andanada de venablos y flechas para retirarse de
inmediato evitando el combate cuerpo a cuerpo, los legionarios
alcanzaron el curso del río Duero, que atravesaron entre graves
penalidades, sin cesar de ser atacados desde la distancia por los
escurridizos jinetes vacceos.
Gracias a la pericia y a los ánimos que
infundía Escipión, que no dejaba de ir de un lado a otro de la
formación interesándose por el estado de todos y cada uno de sus
soldados, pudieron atravesar la cordillera del centro de la Meseta
y entrar primero en Carpetania, donde encontraron cobijo y víveres,
y ya a fines de otoño en Turdetania, la región más romanizada de
toda Iberia, donde las costumbres y el modo de vida romanos se
habían asentado de tal modo que ciudades como Ástigi, Híspalis o
Cástulo parecían urbes del Lacio trasladadas al sur de
Hispania.
∗∗∗
El cónsul Lúculo, frustrado por su fracaso
ante Numancia y enterado de que el general Servio Galba estaba
combatiendo a los lusitanos, el pueblo más al occidente de toda la
Península, se dirigió hacia Lusitania y asoló varias aldeas y
algunas pequeñas ciudades, derramando en ellas su
frustración.
Galba, ante la desesperada petición de paz
de los lusitanos, les prometió que, si dejaban de hacer incursiones
contra los pueblos vecinos aliados de Roma, les proporcionaría
tierras y campos que paliaran sus escasas propiedades. Los
lusitanos confiaron en la palabra de Galba y el general los dividió
en tres grupos. Como señal de amistad les dijo que no tenían nada
que temer y que entregaran las armas. Los lusitanos así lo
hicieron, y Galba encerró a cada uno de los tres grupos en un
recinto rodeado con un foso y una valla. El general romano dio
entonces a sus legionarios la orden de acabar con los lusitanos;
uno a uno, los tres grupos fueron pasados a cuchillo sin la menor
posibilidad de defenderse.
Sólo unos pocos pudieron escapar de entre
los muertos. Uno de ellos se llamaba Viriato, un pastor que había
confiado en las promesas de Galba y que vio morir a casi todos los
miembros de su familia; Viriato juró odio eterno a Roma.
Galba se apropió de las pertenencias de los
lusitanos y, tras repartir una pequeña parte, se quedó con la
mayoría de los objetos de valor, con lo que incrementó mucho su
riqueza, aunque ya era uno de los hombres más ricos de Roma.