Capítulo 8

A mediados de otoño los embajadores celtíberos y la primera cohorte de la sexta legión regresaron a Hispania. Marco informó de inmediato al cónsul Claudio Marcelo sobre las intenciones del Senado de enviar a comienzos del siguiente año al nuevo cónsul con un poderoso ejército para liquidar la guerra celtibérica.
El cónsul se reunió a solas con el caudillo belo, que ya barboteaba algo de latín, había encabezado la embajada a Roma y había planteado las propuestas de belos y titos ante el Senado.
—,De qué estarán hablando? —preguntó Aracos a Marco.
—De la inmediatez de la guerra, claro. ¿De qué otra cosa iban a hablar?
Claudio Marcelo, que deseaba por todos los medios ser el vencedor y el pacificador de Hispania, no quiso esperar más, y a la salida de la entrevista con el caudillo de los belos declaró la guerra a los arévacos en una solemne y pública intervención en Ocilis, delante de los embajadores numantinos, a los que les devolvió los rehenes entregados para garantizar la tregua mientras viajaban a Roma.
La respuesta de los arévacos fue contundente. En una cabalgada rapidísima, tres mil numantinos atravesaron la sierra del Moncayo y ocuparon por sorpresa la ciudad bela de Nertóbriga. Enterado de esa acción, Claudio Marcelo se presentó ante las murallas de Numancia con dos legiones y casi todas sus tropas auxiliares hispanas, más de treinta y cinco mil hombres, y acampó tan sólo a una distancia de cinco estadios; además de una veintena de torres de asalto y otras tantas catapultas, quince elefantes con protecciones de cuero y metal en el lomo y la cabeza amenazaban todos los días a los numantinos barritando furiosos a menos de un centenar de pasos de las murallas.
El despliegue de poder romano amedrentó a Litenno, el nuevo jefe numantino que había sustituido a los más belicosos Ambón y Leucón, a quienes se les responsabilizaba del fracaso de las negociaciones en Roma a causa de su intransigencia y de su falta de capacidad para la diplomacia.
Encerrados tras sus muros, los numantinos propusieron a Claudio celebrar una entrevista. El cónsul aceptó y Litenno se presentó en el campamento romano con aire sumiso. Aracos actuó de traductor entre el cónsul romano y el caudillo arévaco.
—Arévacos, titos y belos se ponen en tus manos, cónsul - tradujo Aracos las palabras de Litenno.
—Y yo lo acepto, pero dile que deben entregarnos rehenes y dinero; sólo así pondré fin a la guerra y firmaré la paz.
Los celtíberos acataron todas las condiciones del cónsul y se firmó un tratado de paz por el que arévacos, ritos y belos se sometían a Roma y se comprometían a entregar seiscientos talentos de plata, además de no ayudar a ningún enemigo del pueblo romano.
Seiscientos talentos equivalían a más de tres millones y medio de denarios, una enorme cantidad que los celtíberos poseían gracias a las grandes cantidades de plata atesoradas durante los decenios en los que sus hombres habían servido como mercenarios en los ejércitos romanos y cartagineses.

[Año 151 a.C.]

Licinio Lúculo, el nuevo cónsul, se presentó en Ocilis a finales de febrero del nuevo año consular. Acababa de llegar desde Roma a toda prisa, ansioso por acabar la guerra que todavía creía encendida con los celtíberos, pues traía órdenes concretas del Senado de concluirla a cualquier precio. La leva de tropas de ese año ya se había realizado por el nuevo sistema de sorteo, sin excluir a nadie por favoritismo, como venía siendo norma habitual hasta entonces.
Cuando a fines del año anterior se planteó en el Senado la nueva campaña contra los celtíberos, ningún noble romano quería ser tribuno o legado en ese ejército. Algún anciano senador acusó a la juventud romana de cobarde y dijo que, si su edad y sus achaques se lo permitieran, sería el primero en acudir a Hispania para combatir por Roma. Tuvo que ser el joven Publio Cornelio Escipión, el hijo adoptivo del vencedor de Aníbal en Zama, Escipión el Africano, quien diera un paso al frente en el Senado y anunciara, para vergüenza del patriciado romano, que él aceptaba cualquier puesto que se le encomendase, en Celtiberia o donde fuera. La valerosa actitud de Escipión, a quien el Senado nombró legado militar en Hispania, sirvió de acicate a otros jóvenes romanos que también se alistaron sin condiciones.
Pero Lúculo y Escipión llegaron demasiado tarde. Claudio Marcelo los esperaba en lo alto del cerro donde se asentaba Ocilis.
—Bienvenidos a Ocilis, cónsul y legado —los saludó Marcelo con una amplia sonrisa de triunfo—. Celtiberia está de nuevo en paz. Arévacos, belos y titos acatan el poder de Roma. Seiscientos talentos de plata lo certifican.
Lúculo apretó los dientes; esperaba recibir el mando para actuar de inmediato y ser él quien se hiciera con el honor y el triunfo de haber sido el vencedor de los celtíberos, pero Claudio Marcelo, considerado el mejor negociador de Roma, le había ganado por la mano.
—¿Quién es este nuevo cónsul? —le preguntó Aracos a Marco.
—Un hombre muy ambicioso, aunque pobre. Dicen quienes lo conocen que sólo busca fama y fortuna y que todo lo que hace va en beneficio propio. Mi madre me advirtió que tuviera cuidado con él, pues tiene tanta necesidad de dinero que hará cualquier cosa por conseguirlo. Creía que la guerra contra los celtíberos le proporcionaría la fama que anhela y el dinero que necesita para saldar sus muchas deudas, y se ha encontrado con la sorpresa de una Celtiberia en paz.
—Observa su cara de disgusto. No sé…, su ambición nos puede conducir a situaciones poco deseables.
—¿Y ese joven que lo acompaña? Tiene poca estatura, pero aparenta el porte de un rey —dijo Aracos señalando con la barbilla al legado.
—Es Publio Cornelio Escipión. Su padre carnal fue Lucio Emilio Paulo, pero a su muerte prematura lo adoptó como hijo mi tío, también llamado Publio Cornelio Escipión Africano, el conquistador de Cartago y vencedor de Aníbal. Dicen en Roma que desde su nacimiento está tocado por los dioses.
—Tiene ojos de halcón —observó Aracos.
—Es un halcón —apostilló Marco.

∗∗∗

Sólo hacía una semana que Licinio Lúculo estaba al mando del ejército consular en Hispania cuando ordenó a la sexta legión y a diez mil auxiliares hispanos que se prepararan para salir en campaña. Cuando Marco le transmitió la orden a Aracos para que se la tradujera a los auxiliares celtíberos, el belaisco se sorprendió:
—¿Salir en campaña?, pero si Iberia está en paz. Ningún pueblo ha roto ninguno de los tratados firmados. ¿Qué pretende el nuevo cónsul?
—No tengo la menor idea, pero ha ordenado que nos preparemos para una campaña de al menos un mes.
—¿Hacia dónde vamos?
—Hacia el oeste, a la tierra de los vacceos, ¿los conoces? —preguntó Marco.
—No, pero sé que son gente muy pacífica que de vez en cuando ha sido atacada por los arévacos, que ambicionan sus grandes reservas de trigo. Es un pueblo agricultor y ganadero que vive aguas abajo del río Duero, el que pasa junto a Numancia; por lo que he oído, son muy pacíficos. Tienen ciudades amuralladas para protegerse de las incursiones de los arévacos y de los astures, un primitivo pueblo casi desconocido que habita en las brumosas montañas del norte. ¿Qué pretende el cónsul atacando a los vacceos?
—Imagino que botín, dinero fácil.
El ejército salió de Ocilis hacia el oeste, bordeando una serranía boscosa y agreste para alcanzar el curso del río Duero, cuya corriente descendió hasta Cauca, la primera ciudad de los vacceos con que se encontró. En la arenga que dirigió a las tropas, el cónsul justificó su ataque a los vacceos aduciendo que le habían pedido ayuda contra ellos los carpetanos, tradicionales aliados de Roma, por el maltrato que los vacceos les habían causado.
Lúculo formó al ejército colocando al frente a los auxiliares iberos e inmediatamente detrás a la sexta legión, situando en la retaguardia a la caballería y a los auxiliares itálicos. Los vacceos, alertados de la llegada de los romanos, habían logrado reunir a cuatro mil hombres, muy pocos para resistir el ataque de los doce mil legionarios y auxiliares de la sexta legión.
Los vacceos habían decidido enfrentarse con los romanos en el llano, frente a Cauca. Confiaban en mantenerlos a raya gracias a su pericia en el manejo del arco. A una orden de Lúcido, las primeras líneas de auxiliares iberos cargaron a la carrera contra los vacceos, que se habían colocado al otro lado de una rambla. Los hábiles arqueros vacceos lograron mantener su posición diezmando con sus certeros disparos las cargas de los auxiliares, pero sus municiones comenzaron a agotarse. Escipión observó que la cadencia de disparos de los arqueros vacceos disminuía deprisa, y le dijo al cónsul que lanzara a la legión a la carga. Los legionarios, protegidos por sus amplios escudos, atravesaron la rambla, sobre la que había centenares de cadáveres de iberos, y cayeron sobre los vacceos. Fue entonces cuando se puso de manifiesto la tremenda superioridad de los romanos en el combate cuerpo a cuerpo. Los vacceos apenas poseían armas de combate adecuadas para luchar a pie y tampoco sabían utilizarlas con eficacia. La batalla se convirtió en una verdadera carnicería en la que en apenas unos instantes sucumbieron más de dos mil vacceos, ensartados como conejos en las lanzas y espadas de los legionarios romanos.
—Esto es una matanza, ordena que se detenga —le pidió Aracos a Marco.
—¡Basta, basta! —gritó Marco alzando su espada ensangrentada al comprobar que los vacceos no sabían combatir empuñando la espada.
Los legionarios de la primera cohorte bajaron sus espadas. Escipión, que dirigía los movimientos de la legión desde el centro, observó el cese de la lucha en el ala izquierda, donde combatía la primera cohorte, y miró a su pariente, quien le devolvió la mirada meneando la cabeza de izquierda a derecha.
—¡Alto, alto! —ordenó Escipión.
Poco a poco la orden del legado se transmitió a todas las cohortes y en unos instantes cesó la lucha.
—¿Qué ocurre?, ¿quién ha ordenado detener la batalla? —demandó Lúculo, que al presenciar desde la retaguardia el fin del combate había acudido a todo galope hasta el frente.
—He sido yo, cónsul —asentó Escipión—. Hemos vencido, no hay necesidad de derramar más sangre.
—Esos bárbaros son enemigos de Roma, es preciso acabar con ellos —afirmó Lúculo.
—Somos soldados, no matarifes —aseveró con rotundidad Escipión.
Lúculo estuvo a punto de ordenar que continuara la matanza, pero, a la vista de la determinación del legado, no estaba seguro de que los legionarios le obedecieran y no se sintió con garantías para poner a prueba su autoridad.
—De acuerdo, que cese el combate —asintió a regañadientes.
A la vista de la masacre, los ancianos de Cauca salieron de la ciudad para entrevistarse con Lúculo. Se acercaron en procesión, coronados con ramas de laurel, y demandaron la paz.
Lúculo les prometió la paz a cambio de cien rehenes, de cien talentos de plata, de cien caballos y de la entrega de dos mil soldados como auxiliares para su ejército. Los ancianos de Cauca aceptaron las condiciones de Lúculo si éste les aseguraba que respetaría la ciudad y la vida de sus moradores. El cónsul romano les dio su palabra y los de Cauca entregaron el tributo.
Esa noche Lúculo convocó a los generales y oficiales en su tienda.
—Estos confiados vacceos… Mañana atacaremos Cauca. Estarán desprevenidos y serán presa fácil. Al amanecer nos acercaremos hasta las puertas; que todos los hombres tengan sus espadas desenvainadas y estén preparados para atacar. Cuando suenen las trompas, cargaremos contra los vacceos. Habéis podido comprobar que no saben utilizar la espada. En las calles de la ciudad no podrán hacer uso de sus arcos. Mis órdenes son acabar con todos los varones que tengan la edad suficiente para empuñar un arma. No debe quedar ningún hombre vivo. Las mujeres y los niños serán apresados y vendidos como esclavos. El producto del botín se repartirá entre todos nuestros soldados.
El centurión Marco Tulio apretó las mandíbulas con fuerza y miró a su pariente Escipión, quien no parecía mostrar ningún sentimiento ante los planes de Lúculo. Cuando se levantó la reunión, Marco se acercó a Escipión y le dijo:
—Un noble romano jamás actuaría así. Si permitimos que esto ocurra, el nombre de Roma se llenará de ignominia. No puedes consentirlo, eres el legado del Senado. Los miembros de la familia Cornelia no podemos participar en un acto tan vil, no es propio de la grandeza de Roma.
—Son órdenes del cónsul —asentó Escipión.
—Es una acción infame —replicó Marco.
—Todo en beneficio de Roma.
—¡Maldita sea!, esa vesania nada tiene que ver con nuestra República y con lo que significa, ¿no te das cuenta? Hoy, en la batalla, has dado la orden de detener la matanza y te has enfrentado al cónsul; haz ahora lo mismo ante la masacre que se avecina sobre una población que ha confiado en nuestra palabra, en la palabra de Roma.
—Ya has oído las órdenes, centurión. Obedece sin rechistar o te juro por todos nuestros antepasados que pasarás muchos meses pudriéndote en una mazmorra —sentenció Escipión.
Al alba, los legionarios tomaron posiciones y rodearon las murallas de Cauca. En cuanto recibió el informe de que todos estaban preparados, el cónsul ordenó que sonaran las trompas y los legionarios se lanzaron al asalto de la confiada ciudad. Irrumpieron por las puertas, que estaban indefensas ante la garantía dada por el cónsul a los ancianos, y entraron en las casas matando a cuantos hombres encontraron. Más de dos mil vacceos sucumbieron aquella mañana y sólo unos pocos pudieron huir ocultándose entre los arbustos y las veredas de los alrededores. Iras la matanza, la ciudad fue saqueada e incendiada, y Lúcelo, que Observó la masacre sobre su caballo desde un altozano, no movió un solo músculo de su rostro mientras duró semejante villanía.
Desde la arrasada Cauca, Lúculo ordenó marchar hacia el noroeste, hasta la ciudad de Intercatia, en donde se habían refugiado algunos huidos de Cauca. La sexta legión atravesó un territorio desierto en medio de nubes de polvo y bajo un sol cegador. La aparición de unos ampos de cereales bien cuidados anunciaron la inmediatez de la ciudad de Intercatia.
Cuando se presentaron ante sus muros, las puertas estaban cerradas las murallas parecían reforzadas a toda prisa. Lúculo envió a una delegación para ofrecer a los moradores de Intercatia un acuerdo, pero estos se negaron diciéndole al heraldo del cónsul que no se fiaban de los,manos después de lo que habían hecho en Cauca.
Intercatia tenía unas murallas mucho más poderosas que Cauca, y aculo, previendo que su conquista sería mucho más difícil a causa de las mejores defensas y de la prevención de sus habitantes, ordenó excavar unas trincheras alrededor de la ciudad. Mientras los zapadores cavaban, los defensores lanzaban saetas y dardos que causaron algunas bajas en el ejército consular.
Todos los días y a la misma hora, mientras los romanos mantenían el asedio, salía de Intercatia un formidable jinete vacceo que lucía una extraordinaria armadura. Alzado sobre su caballo, agitando una enorme y pesada maza de combate, retaba en lengua céltica a los romanos a una pelea individual. Día tras día, el guerrero provocaba a los romanos a gritos, encaraba su caballo hacia los legionarios, les hacía burlas y al fin bailaba una danza ritual para regresar a Intercatia pavoneándose de su valor y riéndose de la cobardía de los romanos, a los que llamaba «gallinas».
—Se burla de nosotros, ese bárbaro… —comentó Escipión a Lúculo.
—Su aspecto es terrible, y su tamaño… debe medir siete pies de altura. No hay en nuestro ejército ni un solo hombre cuya cabeza alcance siquiera el nivel de sus hombros. Fíjate en su maza, es como el tronco de una acacia. Harían falta dos hombres al menos para levantarla y en cambio él solo la maneja como si sostuviera entre sus manos una ligera pluma. Hace tres días que demando a algún hombre que quiera enfrentarse a ese gigante, pero todos tienen miedo —dijo Lúculo.
—Lo haré yo —asentó Escipión.
—¿Estás loco? Eres el legado del Senado, no te puedes arriesgar de esa manera. Y además, no tienes ninguna posibilidad ante ese bárbaro. Sí, eres valeroso y muy hábil en la lucha a espada, pero casi te dobla en tamaño. No podrías parar sus golpes. Es demasiado fuerte para ti, para cualquiera de nosotros.
—Cartago y Aníbal también parecían demasiado fuertes para Roma hasta que mi padre adoptivo se enfrentó a ellos y los venció. Yo creo en la fuerza de la determinación y de la voluntad; ésa es la energía que ha hecho a Roma tan grande —dejó sentado Escipión.
—¿Qué ocurre ahora? —preguntó Aracos cuando oyó que las trompas sonaban ante una nueva salida del gigante vacceo.
—Eso significa que alguien ha aceptado el reto, al fin —respondió Marco—. ¿Quién habrá sido el loco?
El interrogante de Marco quedó despejado cuando vio que su pariente Publio Cornelio Escipión Emiliano se adelantaba unos pasos y salía a campo abierto desde las trincheras.
—¡Por todos los dioses del Olimpo, es Publio! —exclamó Marco.
—Creo que pronto tendrás un pariente menos —comentó Aracos.
El gigante vacceo se sorprendió al ver al pequeño romano que se acercaba hacia él con tan sólo una espada en la mano, un escudo, el casco, una coraza de láminas de cuero y de metal y unas grebas que se prolongaban hasta la punta del pie con una lengüeta de cuero. El vacceo vestía un casco de bronce que le cubría toda la cabeza, dejando a la vista sólo los ojos, la boca y la barbilla; protegía su pecho con una coraza de grueso cuero en cuyo frente y dorso había cosidos sendos petos de hierro. En su mano derecha agitaba una maza de hierro con una cabeza con púas y en la izquierda un enorme escudo redondo.
Escipión se acercó hacia el vacceo con paso firme y decidido, a la vez que estudiaba los movimientos de su oponente y observaba los puntos más débiles de su armadura. Sobre las murallas de Intercatia, donde se agolpaban cada día centenares de curiosos para observar la ceremonia de desafío de su campeón, fueron acudiendo otros muchos espectadores en cuanto se corrió la voz de que un romano había aceptado el duelo. Confiados en el triunfo de su guerrero, se acomodaron en el parapeto.
—Lo hará pedazos —se oyó comentar a uno de los legionarios que también se habían agolpado sobre las trincheras para presenciar el desigual duelo.
—No creas, es un Cornelio; los de ese linaje nunca se rinden —replicó otro.
Escipión se puso en guardia, flexionando las piernas y afrontando al gigante vacceo por un flanco, mientras éste agitaba su maza volteándola sobre su cabeza entre terribles rugidos que eran coreados por aullidos de ánimo desde las murallas.
El gigante avanzó hacia Escipión con dos grandes zancadas y descargó un terrible golpe de su maza que no alcanzó al legado por apenas dos dedos. El romano sabía que sólo tenía una oportunidad, y que para vencerlo debía aprovechar algún descuido del vacceo, quien estaba tan seguro de su superioridad que no tardaría en cometer un error. Consiguió esquivar un segundo golpe gracias a un felino movimiento, y al girar sobre sí mismo para escapar observó que los costados de la coraza del gigante estaban desprotegidos, pues allí había tan sólo unas cintas de cuero que anudaban los petos de hierro del pecho y de la espalda.
Con una sangre fría extraordinaria, Escipión aguardó firme y estático, pero con los brazos bajados como si se hubiera rendido de antemano, una nueva acometida. Esta vez aguantó hasta que el golpe de maza pasó rozándole la piel del brazo, esperando un leve desequilibrio de su oponente, que se produjo durante un breve instante, el suficiente como para girar a toda velocidad hacia su lado derecho, que había quedado desprotegido tras errar el mazazo, y con un rapidísimo golpe de muñeca asestar una certera estocada entre las costillas del vacceo. La espada corta de Escipión quedó clavada hasta la empuñadura, pero el gigante no cayó fulminado, sino que se mantuvo en pie con cara de sorpresa. Escipión retrocedió dos pasos al verse privado de su espada y sin comprender por qué su enemigo no había caído fulminado tras semejante estocada. El vacceo miró a su costado derecho, de donde sobresalía la empuñadura de la espada, se fijó después en Escipión y dibujó una terrorífica sonrisa. Levantó la maza hacia lo alto, pero antes de que pudiera descargar un nuevo golpe se tambaleó; después sus rodillas se doblaron como si una fuerza invisible se las hubiera quebrado de repente y el coloso cayó hacia delante vomitando sangre y dando con su rostro en el polvo.
Un estallido de alegría brotó de las gargantas de los legionarios romanos, que blandieron sus armas en señal de victoria ante los ojos desconsolados de los de Intercatia, que quedaron en silencio abatidos por la derrota de su mejor guerrero.
Escipión se acercó al gigante y arrancó la espada de su costado, empapado en sangre. Algunos legionarios le pidieron a gritos que le cortara la cabeza, pero el romano se limitó a mirar al caído y a saludar su cadáver llevándose la espada al pecho. Después, dio media vuelta y regresó hacia los suyos.
Cuando Escipión llegó ante sus filas, los legionarios se abalanzaron sobre el legado; todos querían tocarlo, verlo de cerca, saludar al héroe que les había devuelto la moral perdida. Algunos comentaban que con un jefe así al frente del ejército la victoria sobre los numantinos era cuestión de semanas.

∗∗∗

Aquella misma tarde se celebró una gran fiesta en el campamento romano. Los legionarios estaban tan contentos que hubo una cierta relajación en la guardia. A medianoche, cuando la mayoría estaba durmiendo en sus tiendas, se oyeron unos terribles gritos en el exterior. Marco salió corriendo con la espada en la mano creyendo que se trataba de un ataque de los de Intercatia, pero miró hacia la ciudad y en las sombras de la noche cerrada vio que todo estaba tranquilo. Los gritos y aullidos procedían de más allá del recinto exterior del campamento. Un decurión corría de tienda en tienda avisando a los legionarios de que aquellos aullidos procedían de indígenas de las aldeas vecinas a Intercatia que se habían acercado aprovechando la oscuridad para desanimar y atemorizar a los romanos. Pero algunos auxiliares indígenas comentaban en voz alta que se trataba de los espíritus de los antepasados, que habían regresado del más allá para vengar a sus muertos.
Algunos romanos, al oír lo que decían los auxiliares iberos, dudaron de la versión del centurión y sintieron temor. Aquellas incursiones nocturnas se repitieron durante varios días. Los romanos sólo oían los aullidos que llegaban del exterior del campamento, pero nunca vieron a ningún hombre, por lo que la idea de que se trataba de espíritus que reclamaban venganza se fue extendiendo entre los legionarios. Hubo quien dijo que algunas de las tiendas se habían levantado sobre un cementerio vacceo, y que eran los espíritus de los muertos los que aullaban por ello.
Día a día, y a pesar del recuerdo del triunfo de Escipión, la energía de los romanos se debilitaba. Los habitantes de Intercatia mantenían firme la defensa de sus fuertes murallas, que parecían inexpugnables ante cualquier intento de asalto. Además, el cónsul Lúculo había decidido con tanta premura la incursión contra los vacceos que apenas disponía de máquinas de asedio, absolutamente imprescindibles para batir aquella fortaleza; a esas carencias tácticas se unía además la escasez de víveres. Lúculo había supuesto que la incursión sería breve, que derrotaría con suma facilidad a los vacceos, que lograría una rápida victoria y que regresaría a Ocilis en poco menos de un mes cargado de tesoros y de triunfo.
Pero nada de eso había ocurrido. La victoria sobre Cauca estaba marcada por la indignidad, y salvo Lúculo, ningún otro romano se sentía orgulloso de ella; hacía ya varias semanas que se mantenían bloqueados ante Intercatia y apenas habían logrado botín. Sólo la victoria de 1scipión sobre el gigante vacceo compensaba los esfuerzos sostenidos hasta entonces.
El centurión encargado de la intendencia se acercó una mañana a Escipión, después de que el legado regresara de inspeccionar los pues: os de guardia que vigilaban el cerco de Intercatia.
—Legado —lo saludó con el brazo—, ¿puedes atenderme unos instantes? Escipión asintió con la cabeza mientras se secaba las manos con un gaño.
—¿Qué deseas?
—Informarte del estado de nuestras provisiones. Se nos han acabado la sal, el vino, el vinagre y el aceite; sólo nos queda un poco de harina de cebada. Afortunadamente, los venados, los jabalíes y las liebres son abundantes en los bosques de los alrededores y nuestras partidas de cazadores suelen abatir varias piezas cada día, pero sin aceite y sal no tardaremos en caer enfermos. Dice nuestro físico que si los soldados se alimentan sólo con pan y carne enfermarán muy pronto.
—¿Has informado de esto al cónsul?
—Hace unos instantes, legado, pero no ha resuelto nada sobre ello a pesar de mi insistencia. He pensado entonces que tal vez tú… El centurión dejó la frase inacabada a propósito.
—Bien, retírate. Y gracias por tu informe. Escipión se dirigió a ver a Lúculo.
—El oficial encargado de las provisiones me ha dicho que tenemos una gran escasez, y que…
—Ya, ya lo he oído yo también. Mañana mismo intentaremos el asalto a Intercatia. Prepara un plan de ataque.
—No disponemos de máquinas de asedio para enfrentarnos a semejantes murallas, y tampoco de elefantes.
—Pues olvídate de las máquinas y de esas bestias, legado, y busca otros recursos.
Durante toda la tarde Escipión estuvo estudiando con sus generales y centuriones las defensas de Intercatia. Tras evaluar varias alternativas, Publio Cornelio se decantó por atacar un sector del muro que parecía más débil, concentrando sobre él a una gran cantidad de tropas. Un grupo de zapadores protegido por una improvisada máquina de asalto cubierta con escudos y cueros mojados horadaría la muralla, a fin de abrir el hueco suficiente como para que los legionarios se precipitaran por él al interior de la ciudad. Para distraer a los defensores, un par de cohortes atacarían un poco antes una de las puertas ubicadas en el extremo opuesto de la muralla.
Al amanecer del día siguiente así se hizo. Mientras dos cohortes atacaban la puerta con lanzamientos de piedras mediante catapultas y disparos de arco y de honda, los zapadores, protegidos bajo el armazón, horadaron un hueco en la zona opuesta de la muralla, por el que penetraron a la carrera los legionarios de la primera cohorte de la sexta legión, con Escipión y su pariente Marco Tulio al frente. Atravesado el muro, los romanos se sorprendieron al contemplar que los vacceos habían tapiado las calles interiores, de modo que entre la muralla exterior y las casas de la ciudad se alzaba otro muro desde el cual los defensores atacaron a los legionarios. Al lado de la muralla había una gran cisterna cubierta por un entramado de cañas en la cual cayeron muchos romanos. Desde lo alto de los muros, los legionarios de la primera cohorte fueron presa fácil para los hábiles y certeros arqueros vacceos, que los fueron eliminando uno a uno. Viendo la situación perdida, Escipión ordenó a sus hombres que se retiraran por la brecha de la muralla. Un virote de hueso se clavó en el antebrazo izquierdo de Marco justo cuando salía por el boquete del muro, un instante antes de que lo hicieran Aracos y el propio Escipión.
Ya en el campamento, Escipión informó a Lúculo del ataque frustrado.
—Nos encontramos dentro de una ratonera. Han sellado con altos muros de piedra todas las calles en las inmediaciones de la muralla, de modo que al otro lado sólo hay una calle que rodea la ciudad a modo de camino de ronda, interrumpida a su vez por otros muros, creando así unos compartimentos estancos donde es imposible maniobrar. Una vez que logramos entrar, nos topamos con un espacio cerrado en el que éramos presa fácil, pues nos saetearon desde lo alto sin darnos oportunidad de defendernos. A un lado de la plazuela había una profunda cisterna llena de agua que estaba oculta bajo una enramada de cañas; allí cayeron algunos de los nuestros. Mi pariente el centurión Marco Cornelio Tulio, su ayudante belaisco y yo mismo fuimos los últimos en salir tras los heridos. Creo que allí dentro no quedó ninguno… vivo.
—No contábamos con eso —se justificó Lúculo.
—¿Cuántas bajas hemos tenido? —preguntó Escipión dirigiéndose a Marco.
—Casi media centuria, veintinueve hombres muertos y dieciocho heridos, de ellos seis al menos están muy graves.
—¿Y tu brazo, decurión? —Escipión señaló el antebrazo izquierdo de Marco, cubierto por una venda con manchas de sangre.
—No es grave. Una flecha me alcanzó cuando nos retirábamos; la herida es limpia. Afortunadamente, el guardabrazo de cuero me protegió lo suficiente como para que la punta no quebrara el hueso.
—No nos queda otra salida que negociar con Intercatia. Creo que también andarán escasos de provisiones y estarán ansiosos por que se levante el asedio —dijo Escipión.
—Podemos intentar otro ataque —propuso Lúculo.
—No estamos en condiciones de hacerlo. Ya saben cómo rechazarnos. Ahora que nos han visto actuar reforzarán sus defensas y agudizarán la guardia. Será muy difícil sorprenderlos de nuevo — alegó Escipión.
Aquella misma noche los de Intercatia repararon el boquete que habían abierto en la muralla los zapadores romanos. Por la mañana, Escipión reiteró al cónsul que lo más oportuno sería negociar un buen acuerdo para ambas partes. Lúculo, a la vista del muro reparado por los vacceos, aceptó.
El propio Escipión fue el encargado de entablar las negociaciones con el senado de Intercatia. Tras dos días de encuentros entre los negociadores, en los que Aracos actuó como intérprete, se llegó a un pacto mediante el cual los romanos levantarían el cerco de la ciudad a cambio de la entrega de diez mil mantos de lana y cincuenta rehenes. Un auxiliar indígena había advertido a Escipión de que la principal riqueza de Intercatia era la fabricación de piezas de lana, muy famosas en toda Iberia por su calidad y su resistencia. El ejército romano estaba muy necesitado de ropa de abrigo para soportar el invierno, por lo que Escipión estimó que los diez mil mantos eran un buen botín.
Los habitantes de Intercatia, confiados en la fama y el valor de Escipión, aceptaron su palabra y sellaron el acuerdo.
Lúculo pretendió repetir la estratagema que había empleado para destruir Cauca, pero Escipión miró al cónsul con fiereza y se limitó a decir que los vacceos tenían su palabra de romano de que, si pagaban lo acordado, el ejército se marcharía en paz. El cónsul cedió de nuevo ante la determinación del legado, que había alcanzado tanta popularidad entre los legionarios que Lúculo no tenía la menor duda de que en caso de discrepancia entre ambos todo el ejército se pondría del lado de Escipión.
El cónsul comenzaba a desesperarse, y se ofuscó de tal manera en su ansia de conseguir más botín que decidió atacar la ciudad de Palantia, de la que había oído decir que era la más rica de los vacceos. Desde Intercatia se dirigió hacia el oeste a toda prisa, tan rápido que los carros con los pocos suministros que le quedaban no pudieron seguir su ritmo y se retrasaron. Poco antes de llegar a Palantia, un heraldo le dio la noticia de que los carros con los suministros habían quedado cortados tras un ataque sorpresa de los vacceos, y que se había perdido la mayor parte de las provisiones y las catapultas.
El otoño estaba ya bastante avanzado y Lúculo se vio entonces perdido en el centro de la Meseta, al norte del río Duero, con un ejército cansado y carente de provisiones. Los de Palantia, animados por lo que iban sabiendo del ejército consular, organizaron una salida contra los romanos.
Escipión, a la vista del despliegue del ejército vacceo, ordenó a la legión y a los auxiliares hispanos que hicieran una formación cerrada en cuadro, y ante la incapacidad de Lúculo para resolver la situación, ordenó la retirada hacia el sur con la idea de alcanzar las tierras de los turdetanos, fieles aliados de Roma, en el cálido valle del río Betis, donde podrían pasar el invierno y recuperarse de aquella desastrosa campaña.
Acosados por la caballería ligera vaccea de Palantia, que de vez en cuando atacaba a la sólida formación romana lanzando una andanada de venablos y flechas para retirarse de inmediato evitando el combate cuerpo a cuerpo, los legionarios alcanzaron el curso del río Duero, que atravesaron entre graves penalidades, sin cesar de ser atacados desde la distancia por los escurridizos jinetes vacceos.
Gracias a la pericia y a los ánimos que infundía Escipión, que no dejaba de ir de un lado a otro de la formación interesándose por el estado de todos y cada uno de sus soldados, pudieron atravesar la cordillera del centro de la Meseta y entrar primero en Carpetania, donde encontraron cobijo y víveres, y ya a fines de otoño en Turdetania, la región más romanizada de toda Iberia, donde las costumbres y el modo de vida romanos se habían asentado de tal modo que ciudades como Ástigi, Híspalis o Cástulo parecían urbes del Lacio trasladadas al sur de Hispania.

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El cónsul Lúculo, frustrado por su fracaso ante Numancia y enterado de que el general Servio Galba estaba combatiendo a los lusitanos, el pueblo más al occidente de toda la Península, se dirigió hacia Lusitania y asoló varias aldeas y algunas pequeñas ciudades, derramando en ellas su frustración.
Galba, ante la desesperada petición de paz de los lusitanos, les prometió que, si dejaban de hacer incursiones contra los pueblos vecinos aliados de Roma, les proporcionaría tierras y campos que paliaran sus escasas propiedades. Los lusitanos confiaron en la palabra de Galba y el general los dividió en tres grupos. Como señal de amistad les dijo que no tenían nada que temer y que entregaran las armas. Los lusitanos así lo hicieron, y Galba encerró a cada uno de los tres grupos en un recinto rodeado con un foso y una valla. El general romano dio entonces a sus legionarios la orden de acabar con los lusitanos; uno a uno, los tres grupos fueron pasados a cuchillo sin la menor posibilidad de defenderse.
Sólo unos pocos pudieron escapar de entre los muertos. Uno de ellos se llamaba Viriato, un pastor que había confiado en las promesas de Galba y que vio morir a casi todos los miembros de su familia; Viriato juró odio eterno a Roma.
Galba se apropió de las pertenencias de los lusitanos y, tras repartir una pequeña parte, se quedó con la mayoría de los objetos de valor, con lo que incrementó mucho su riqueza, aunque ya era uno de los hombres más ricos de Roma.