Capítulo 16 [Año 146 a. C.]

Una vez oficiado el cambio de titulares en el consulado para el nuevo año, Escipión regresó a África, ahora como procónsul, con mando supremo sobre la sexta legión, a la que sometió a unas durísimas maniobras. Había decidido acabar con Cartago ese mismo año, y como los cartagineses no se rendían ni parecía que tuvieran intención de hacerlo, debido a que la situación de la ciudad y del nuevo puerto propiciaba que recibieran suministros con cierta facilidad, optó por atacar los muros y conquistarla al asalto, pues las victorias de Viriato sobre los pretores y generales romanos en Iberia se sucedían una tras otra y amenazaban con debilitar la moral de todo el ejército, a la vez que incitaban a algunos pueblos sometidos a rebelarse. Además, el caudillo lusitano se había atrevido a exigir de los carpetanos el pago de un tributo periódico, desafiando así a la autoridad de Roma en esa región del centro de Iberia.
A comienzos de primavera se incorporó al asedio de Cartago el veterano general Tiberio Sempronio Graco, el suegro de Escipión, que llegó de Roma con nuevas tropas de refresco; su prestigio entre los soldados era enorme desde que salvara del desastre a una legión entera frente a Numancia.
—Con dos generales como Escipión y Tiberio al frente del ejército, Cartago está perdida. Fíjate, Aracos, cómo han aclamado los legionarios la llegada de Tiberio. ¿Recuerdas su sagacidad en Numancia? Si no hubiera sido por su intervención, probablemente ahora no estaríamos aquí. Tiberio es uno de los hombres que han hecho de Roma lo que hoy es.
—He oído decir que no es demasiado popular entre vosotros, los patricios —alegó Aracos a las palabras de Marco.
—Bueno, tal vez se incline demasiado en defensa de la plebe, pero Roma es una mezcla de plebeyos y patricios. Ha sido en los períodos en los que se ha mantenido la armonía entre los dos grupos, cuando la República ha prosperado y se ha hecho más fuerte y más grande. Sí, a Tiberio le gusta estar cerca del pueblo, como yo mismo le he oído decir en alguna ocasión, pero no me cabe la menor duda de que siempre estará del mismo lado: del de Roma.
El yerno de Escipión era un gran estratega en el ataque a fortalezas, y con la ayuda de ingenieros y zapadores diseñó el plan de asalto a Cartago, que se realizaría de inmediato.
Una escuadra integrada por veinte navíos de guerra bloqueó el puerto, en tanto las tropas de refresco de Graco atacaron y conquistaron un campamento cartaginés situado en una ciudad llamada Néferi, a unas pocas millas al sudeste de Cartago, en el interior, desde donde hostigaban a los romanos y reclutaban algunas tropas mercenarias de las tribus nómadas del desierto de África.
En cuanto Escipión recibió la noticia de que sus espaldas estaban a salvo y cubiertas por la caída de Néferi, lanzó a la sexta legión a la toma de las murallas de Cartago. Las torres de asalto comenzaron a moverse hacia los muros. Habían sido construidas en muy poco tiempo gracias a la dirección de un ingeniero griego y estaban diseñadas para contener en su interior a cien hombres. La altura de las torres era algo superior a la de las murallas, lo que permitía atacar desde una posición elevada a los defensores. Los cartagineses, que habían soportado el asedio con cierta facilidad, se aterrorizaron cuando vieron acercarse las grandes torres de madera, que crujían como monstruos iracundos al desplazarse sobre sus enormes ruedas macizas.
Apoyados y cubiertos por los continuos lanzamientos de las catapultas, los zapadores lograron situar seis de las torres de asalto junto a uno de los sectores más débiles de las murallas. A una señal de Escipión, las seis torres dejaron caer las rampas hasta apoyarlas en lo alto de los muros, y a través de ellas salieron corriendo y gritando los legionarios de la sexta. Marco y Aracos fueron los primeros en ganar el muro; la espada del legado romano y el hacha de combate del celtíbero derribaron a los primeros defensores con los que se toparon. En ese primer envite, Aracos notó que los cartagineses caían abatidos con suma facilidad y que su pericia en el manejo de las armas era muy escasa.
En muy poco tiempo el flanco de las murallas en el que los romanos habían centrado su ataque se había convertido en una vorágine de cuerpos ensangrentados que gritaban para ahuyentar el miedo o a causa del dolor de las heridas. Una tras otra, las demás torres de asalto fueron alcanzando sus objetivos; la ciudad de Cartago estaba perdida. Marco y Aracos saltaron desde la muralla a una de las calles, y seguidos por dos docenas de legionarios corrieron hacia la ciudadela, en donde se estaban refugiando los defensores que huían ante la avalancha romana.
Aracos volvió la vista atrás y contempló los primeros incendios que surgían en diversos barrios. No le cupo entonces ninguna duda de que Escipión, pese a que en principio no había estado de acuerdo con la desaparición de Cartago, cumpliría a rajatabla la orden del Senado: Cartago debe ser destruida».
Asdrúbal, el gran general cartaginés que dirigía la defensa, vio perdida la situación y ofreció la rendición de sus tropas para evitar una masacre. Aracos levantó el hacha de combate y gritó a los legionarios y a su grupo de auxiliares celtíberos, entre los que estaba Aregodas, que se detuvieran. El general cartaginés se plantó frente al guerrero contrebiense, cuyas ligeras y fibrosas piernas le habían permitido llegar el primero ante la puerta de la ciudadela.
—No es necesario derramar más sangre —gritó Asdrúbal—, nos rendimos; Cartago se rinde a Roma.
Tras Aracos llegó Marco, todavía jadeando por la carrera.
—Entregad vuestras armas —ordenó el legado a los cartagineses que se agrupaban tras su general.
Espadas, lanzas y mazas fueron cayendo al suelo, y los soldados cartagineses se despojaron de sus cascos.
Aracos pudo ver entonces con claridad los rostros de los púnicos y comprendió la facilidad de la victoria. La mayoría era jóvenes inexpertos o ancianos carentes de la energía suficiente como para participar en una batalla de tamañas proporciones. Los soldados veteranos o habían muerto durante las escaramuzas de los meses y años anteriores, o se habían pasado al bando romano o habían desertado buscando cobijo en Egipto y en Nubia.
La orden de rendición se extendió por toda la ciudad, y Escipión entró en Cartago victorioso.
Ante Asdrúbal, Publio Cornelio exigió la entrega de la ciudadela, donde todavía resistían algunos cartagineses que no habían acatado la orden de su general.
—Ahí se encuentran mi esposa y mis hijos —le dijo Asdrúbal—. Les he pedido que se rindan, pero me han respondido que yo no quise hacerlo cuando hace unos días tú me ofreciste que te entregara la ciudad y me pasara a tu lado. Mi esposa me recriminó por no aceptar tu oferta, pero yo recurrí al honor de Cartago y a su historia. Ahora, ella ha empleado mis propios argumentos para desobedecerme.
—Maldita sea, dile a esa terca mujer que abra las puertas de la ciudadela y se entregue con los que aún están ahí dentro, o juro por todos los dioses, los nuestros y los vuestros, que no dejaré piedra sobre piedra de esta desgraciada ciudad, pues la arrasaré hasta los cimientos.
La esposa de Asdrúbal y los que se habían refugiado en la ciudadela, horrorizados por lo que habían visto y por la ferocidad del ataque romano, no se entregaron. Un mensajero le dijo a Escipión que preferían quitarse ellos mismos la vida antes que ser esclavos de un romano.
Escipión no quería perder ni más hombres ni más tiempo, y ordenó que se rodeara la ciudadela de leña y que se le prendiera fuego. Y así se hizo. Asdrúbal contempló impotente cómo su mujer y sus hijos, acosados por las llamas y el humo, se arrojaban desde lo alto de la ciudadela en medio de las hogueras.
Cartago ardía convertida en una gigantesca pira. La ciudad de los bárcidas, la patria de Aníbal, la república que durante siglos había sido la dueña de los mares, se abrasaba en un infierno de fuego, pavesas y humo. Los grandes templos, los palacios de los nobles y de los ricos comerciantes y los jardines otrora legendarios se estaban convirtiendo en nubes de cenizas que el viento del sur arrastraba mar adentro.
Sobre una colina cercana, los victoriosos generales Publio Cornelio Escipión y Tiberio Sempronio Graco contemplaban la inmensa hoguera. A su lado, el historiador Polibio no perdía detalle de cuanto estaba sucediendo, y sus ojos iban de un lado a otro, centelleantes como las chispas que inundaban el cielo. Escipión tenía la mirada atenta, fija en el fuego devastador que lo estaba consumiendo todo.
—Guardemos este momento en nuestra memoria, amigos, pues ante nuestros ojos sucumbe Cartago, la legendaria. Tú mismo, Polibio, y otros historiadores como tú, narraréis en vuestros libros este momento, y así quedará escrito para siempre en los anales de la Historia, pero ahora vivámoslo, porque jamás volverá a repetirse algo semejante. Es un momento único en nuestra vidas que bien merece ser honrado.
—Polibio —continuó Escipión dirigiéndose a su amigo el historiador—, ¿recuerdas aquellos versos en los que Homero anuncia la destrucción de Troya?
—Claro que sí, Publio: «Llegará también un día en que perecerá Troya la Sagrada…» —recitó Polibio en griego.
—No, esos no; los del canto primero de la Ilíada, los primeros versos después de que Apolo conjurara a unirse a todos los aqueos contra Troya —precisó Escipión.
—«Que los dioses inmortales que habitan en los palacios del Olimpo os permitan destruir la ciudad de Príamo, y regresar sanos de allí…» —cantó Polibio.
—No, esos tampoco, un poco más adelante —insistió Escipión. —¡Ah, claro! —Polibio carraspeó y declamó en el lenguaje de los griegos—: «No salí de mi patria por mi placer para atraer a los troyanos armados con lanzas, pues ningún agravio me causaron. Nunca se apiadaron de mis bueyes ni de mis caballos y jamás asolaron mis cosechas; nos separan el mar y sus arrullos y las montañas rocosas».
—A ésos me refería exactamente. Tu memoria es prodigiosa, Polibio, yo no los recordaba bien.
—Has vencido a un pueblo grandioso; eso convierte tu triunfo en algo mucho más importante aún. Los cartagineses circunnavegaron África hace más de trescientos años; lo hizo un almirante púnico llamado Hannón cuando Roma no era sino un villorrio pantanoso perdido en el Lacio. Y ahora esa gran nación yace derrotada a los pies de Roma.
El general romano no dejó de mirar ni un solo instante las densas y altas columnas de humo que emanaban de las ruinas ardientes. Tras recitar los versos de Homero, Polibio miró a Escipión, cuyos ojos brillaban cubiertos por una lámina de lágrimas, que se derramaron por las mejillas del conquistador de Cartago. Nadie hasta entonces lo había visto llorar.
—Roma tenía que vencer, Roma siempre tiene que vencer —aseveró Escipión, enjuagándose las lágrimas con el pañuelo púrpura que había llevado hasta entonces anudado en su cuello.
—Era una gran y hermosa ciudad; la cuna del inmortal Aníbal y del noble Asdrúbal, la que fuera señora de los mares. Pero osó enfrentarse a Roma y ahora arde consumida por el fuego —lamentó Tiberio.
—Roma siempre tiene que vencer —reiteró Escipión.
Polibio hizo entonces una comparación entre la victoria de Escipión el Africano y la de Escipión Emiliano cincuenta y cinco años después; mirando a Aracos, que acompañaba a Marco Tulio en una segunda fila, añadió que también en aquella ocasión los celtíberos lucharon al lado de los romanos contra los cartagineses. Escipión se volvió hacia Aracos, lo felicitó por el valor demostrado en el combate y le dijo que transmitiera esa felicitación a todos los auxiliares celtíberos, a los que expediría un diploma reconociendo su esfuerzo.
Se cumplían seiscientos siete años de la fundación de Roma; después de tres guerras y una centuria de cruentísimos enfrentamientos, los romanos habían logrado la derrota definitiva de los cartagineses, sus principales rivales en la lucha por la supremacía en el Mediterráneo, y al fin estaban en condiciones de convertir a este mar en un «lago romano». Y era Escipión quien en mayor medida había contribuido a semejante logro.