Capítulo 2
En la fiesta de la última luna llena del
verano, después de la cosecha de cereales y antes de la vendimia,
el padre de Aracos invitó a un banquete a todos sus hijos y a la
familia de la muchacha de la que le había hablado meses atrás. La
noche era cálida y clara y los contrebienses bailaban tras la cena
en las calles, al son de trompas de terracota, tambores de piel de
cerdo y liras hechas con cuernos de venado y tendones de caballo.
Con los estómagos llenos de carne de cordero y de jabalí, pan de
cebolla, caelia, la cerveza de trigo
preferida de los celtíberos, vino e hidromiel, cantaban salmos al
dios creador de todas las cosas, señor del universo, el dios
nocturno y misterioso del que los celtíberos se consideraban
descendientes y de quien jamás pronunciaban el nombre.
Abulos se había cuidado, con la complicidad
del padre de la muchacha, de que Aracos y la joven estuvieran
juntos en el banquete, y en el baile todos les animaron a que
danzaran abrazados, lo que presuponía el inicio de una larga y
amena noche. Hacía ya varias semanas que Aracos no se había
acostado con ninguna mujer; desde que regresara a Contrebia había
ido dos veces a Salduie, pero no había visitado su afamado lupanar
donde varias prostitutas despachaban a los numerosos clientes que
demandaban sus servicios, sobre todo a los soldados de la
guarnición romana destacada en esa ciudad a orillas del Ebro.
La muchacha se llamaba Briganda, como la
diosa de la luz. Tenía diecisiete años y era pelirroja. No era muy
hermosa, pero su aspecto era saludable, sus piernas fuertes y sus
brazos largos y fibrosos. Sus anchas caderas y sus grandes pechos
eran un excelente síntoma de que podría ser una mujer fértil y con
abundante leche para amamantar a sus hijos.
—Mírala bien, Aracos. Te dará hijos sanos y
robustos. Su padre está de acuerdo con este matrimonio y aportará
una buena dote. Podríais casaros después de las fiestas de la
vendimia. Este año ha sido bueno, celebraríamos un gran banquete.
El ejército romano nos ha comprado todos los excedentes de grano y
a muy buen precio; los dioses nos son propicios. Aprovecha esta
conjunción de buena suerte; he consultado con un druida y me ha
asegurado que los augurios son favorables para vuestro matrimonio,
lo ha visto en las entrañas de un cordero que le entregué para el
sacrificio.
A medianoche, cuando muchos contrebienses
yacían tumbados por las esquinas, ebrios de vino, cerveza y licor
de higos, Aracos y Briganda salieron de la ciudad y caminaron por
el sendero del río. En un pequeño calvero de un cañaveral, sobre un
lecho de juncos, se tumbaron bajo la luna amarilla.
El rostro de la muchacha brillaba bañado por
una luz nacarada y sus ojos verdes y melados destacaban como ascuas
en su rostro ovalado. Olía a canela y cinamomo y se había perfumado
el cabello con ungüento de mirobálano. Llevaba el cabello rojo
recogido en una redecilla de hilo engastado con filamentos de
plata, y de su cuello pendía un amuleto de bronce con forma de
caballo y un cuerno de la abundancia, los dos símbolos de la diosa
Epona, la protectora de los difuntos, la diosa madre que conducía a
las almas de los muertos al más allá. A Aracos le extrañó que una
joven portara semejante amuleto, pero se limitó a acariciarle el
rostro y a besarla. Los labios de Briganda se abrieron inexpertos
para recibir a los del belaisco.
La mano de Aracos descendió despacio a lo
largo del cuerpo de Briganda, que jadeaba y se convulsionaba de
placer; le masajeó con suavidad el pecho por encima de la túnica y
notó cómo se le erizaban los pezones, y continuó hasta alcanzar el
pubis. Sus dedos juguetearon con el vello rizado de la muchacha y
con delicadeza comenzaron a acariciar su sexo húmedo y
caliente.
—Soy virgen —dijo Briganda como
excusándose.
—No te preocupes, si no quieres…
—Sí, sí —musitó Briganda—; ahora es el
momento, es el tiempo, la luna, la luna… Los susurros de la
muchacha eran como el ronroneo de una gata en celo.
Aracos se despojó de su túnica corta y la
muchacha cogió su pene enhiesto entre las manos; lo acarició como
si se tratara de un tótem y lo lamió suavemente.
—¿Estás preparada? —le preguntó excitado
Aracos.
—Sí, es el tiempo, ahora es el tiempo
—susurró Briganda.
Aracos se ayudó con la mano derecha para
colocar su pene en el sexo de la joven mientras la abrazaba por la
cintura con la izquierda. Empujó con la pelvis con fuerza pero
lentamente hacia la de la muchacha, ayudando con la mano a que su
miembro penetrara en su destino. Briganda se contrajo con un
espasmo violento al sentir la penetración y gimió de dolor.
—Si te hago daño…
—No, no, sigue, sigue, es el tiempo, es el
tiempo, la luna, la luna… —reiteró la joven.
Aracos siguió intentando la penetración ante
el rostro contraído de Briganda, que reflejaba una mezcla de
punzante dolor y extraordinario placer. El belaisco hizo ademán de
retirarse, pero la muchacha lo evitó abrazándose con fuerza a su
cuerpo y pidiéndole que siguiera, que siguiera, que siguiera…
Al fin, tras varios intentos, Aracos sintió
cómo provocaba en el interior de la joven una ligera rasgadura y su
pene entró plenamente en la vagina de Briganda, que emitió un
gemido sordo y profundo. Ambos amantes iniciaron entonces un
acompasado bamboleo de caderas y troncos, acoplándose uno al otro,
complementando sus movimientos a un ritmo cada vez más rápido.
Aracos notó cómo Briganda alcanzaba el éxtasis de placer cuando sus
piernas le rodearon la cintura y su vientre se convulsionó con
fuerza tras varios espasmos; aceleró entonces sus movimientos hasta
que se derramó en el interior de la pelirroja.
Tumbado boca arriba, contemplando la luna,
Aracos, satisfecho y aún jadeante, le preguntó:
—¿A qué tiempo te referías?
—Al tiempo sagrado, al tiempo luminoso, al
tiempo en que la luna y el sol se cruzan en el cielo, el momento en
que sus dos cuerpos celestes se funden en uno solo y nace la
luz.
El belaisco no entendió a qué se refería su
amante, pero no insistió y se limitó a acariciarla. Aracos siguió
los consejos de su padre; con los beneficios de la primera cosecha,
algo de dinero que le quedaba de sus ingresos en el ejército y un
pequeño préstamo de un comerciante de paños sobre el aval de sus
tierras, compró un solar al final de la calle del Sol, junto al
tramo de muralla que bordeaba el río. Tenía ocho pasos de ancho por
veinte de largo, suficiente para una buena casa. Con la ayuda de su
padre, de sus hermanos y de unos criados y el consejo de un maestro
de obras de Tarraco que residía aquel año en Contrebia para
construir un edificio como sede del senado y del archivo de la
ciudad, levantó su casa sobre paredes de piedra y adobe, y la
cubrió con tejas al estilo romano, un sistema muy caro pero más
sólido y seguro que las techumbres de bálago y ramas, que solían
arder con suma facilidad.
En la estancia principal de la casa colocó
un suelo de cal, polvo de arcilla y yeso, y en el umbral escribió
con piedrecitas blancas y en lengua celtibérica la leyenda LO HIZO
ARACOS, DE CONTREBIA. En la parte posterior construyó un pequeño
establo para guardar algunos animales.
Acabada la construcción de la casa, Aracos y
Briganda se casaron. La ceremonia tuvo lugar en plenilunio, el
primero del otoño, recién recogidas las uvas. Un druida certificó
el matrimonio, que fue inscrito en los archivos de Contrebia,
depositados en el recién inaugurado edificio del senado. La dote
del padre de Briganda fue muy generosa, lo suficiente como para
comprar algunas viñas, un olivar y dotar a la casa de muebles,
vajilla y otros utensilios. Aracos ofreció a los dioses el
sacrificio de un cordero, y Briganda colocó en el altar de la casa
dos exvotos de terracota; uno era un caballo pintado en rojo y el
otro una figurita femenina en forma de campanilla de la que colgaba
un enorme falo a modo de badajo.
—Estos amuletos nos librarán de una muerte
temprana, nos protegerán de las enfermedades y nos asegurarán
muchos hijos, sanos y fuertes —dijo Briganda.
—Que así sea —deseó Aracos.