Capítulo 25
El último caballo en ser sacrificado fue
Viento. Antes de cortarle la yugular,
Aracos lo acarició con suavidad y le dijo al oído que estuviera
tranquilo, que no tardarían en volver a encontrarse en unas
praderas infinitas cubiertas de hierba fresca y abundante, y que
cabalgarían juntos hacia el sol poniente.
Viento pareció entender lo que su amo le
decía, y miró a Aracos con sus profundos ojos acuosos. Durante unos
días más, todavía cocieron las pieles de los últimos caballos
sacrificados, buscaron raíces incluso por debajo de las piedras y
masticaron las escasas maderas que quedaban intentando obtener
algún jugo.
Por fin, algunos desesperados comenzaron a
comer la carne cocida de los muertos, entre lamentos terribles que
llegaban hasta los campamentos de los romanos. Y cuando no hubo
muertos, fueron devorados algunos heridos y enfermos; y sólo
entonces la desesperación y el horror quebraron la conciencia de
los más fuertes.
Olíndico convocó a una última asamblea a los
numantinos.
—Ahora sí; ha llegado el final. En los
últimos días nos hemos convertido en bestias horribles capaces de
devorar a nuestros hijos y a nuestros padres. Hemos hecho cuanto
hemos podido por conservar nuestra libertad, pero si seguimos así
sólo conseguiremos que queden dos de nosotros y uno de los dos mate
al otro para devorar su carne.
—Han logrado convertirnos en bestias; los
romanos han acabado con la dignidad que teníamos como pueblo
libre.
—Yo no puedo obligaros a cada uno de
vosotros a que os entreguéis. He hablado de esto con Aracos, el
contrebiense que vino a nosotros hace años para pelear por nuestra
libertad. Quiero que sea él quien os diga qué podemos hacer.
Aracos se levantó de su banco del senado,
colocó sus manos en el cinturón de cuero y habló:
—Hace tiempo que soy un numantino, como
vosotros. En esta tierra yacen mi esposa y mi único hijo; he
derramado mi sangre por su libertad y no deseo vivir sin ella. Para
un guerrero celtíbero el mayor honor es morir empuñando su arma en
el combate; yo prefiero morir así. Por eso, mañana, atacaré a los
romanos. Los que quieran acompañarme que estén preparados junto a
la puerta norte a media mañana, y que sepan que los que allí nos
encontremos no regresaremos vivos; ha sido honroso combatir a
vuestro lado. En cuanto a los demás… —Aracos cedió la palabra a
Olíndico.
—Los que quieran darse muerte ellos mismos
que lo hagan en sus casas; primero los niños, luego las mujeres y
por fin los hombres. Y en cuanto a los que deseen entregarse a los
romanos… que sepan que los impedidos y enfermos serán asesinados, y
los demás vendidos como esclavos.
∗∗∗
Aracos se despertó al amanecer. Bajó a la
bodega y cavó un agujero en el que ocultó la mano de bronce de la
tésera que había acordado con Marco Tulio, la cadena y la copa de
oro que le entregara en su día su amigo romano, cuando
intercambiaron los regalos al despedirse en Roma. Mediada la
mañana, salió de su casa vestido con su coraza de cuero y de placas
de hierro, su casco cónico, botas de cuero con grebas de hierro, un
escudo redondo de madera colgado a su espalda con correas y su
hacha de combate. Poco antes había buscado algo que llevarse a la
boca en la alacena y en la bodega, pero no encontró nada. Al llegar
ante la puerta norte le aguardaban tres docenas de guerreros bien
equipados con sus armas. Los saludó uno a uno y en cada rostro
reconoció a los jóvenes que antaño había adiestrado en el manejo de
la espada o del hacha.
Allí estaban algunos supervivientes de la
compañía de «los hijos de la luz» y los seis únicos compañeros que
quedaban de la partida de contrebienses que trece años antes
decidió acudir a defender Numancia a sus órdenes. Todos los demás
habían muerto. Aracos recordó entonces a su amigo Aregodas.
—No saldremos por la puerta. Saltaremos
desde lo alto de la muralla y correremos directos hacia el
campamento de Escipión. Lo haremos como en los viejos tiempos, sin
cascos que protejan nuestras cabezas ni corazas que defiendan
nuestros pechos, con nuestros cabellos ondeando al viento;
atacaremos sólo con nuestros escudos, nuestras espadas, nuestras
lanzas y nuestras hachas. Coged unas cuerdas o unas tiras de cuero
y atad el mango de vuestras armas a vuestras muñecas, de modo que
todo el que caiga en el combate las conserve a su lado. —Aracos se
quitó la coraza y el casco y los arrojó a un lado.
—Si algún compañero es abatido ante vosotros
antes de alcanzar el muro romano, olvidaos de él y seguid
corriendo, agitando vuestros cabellos al viento, gritando con toda
la fuerza que vuestros pulmones sean capaces de emitir. Y reíd, que
los romanos entiendan que vais contentos a la batalla.
—Si alguno consigue alcanzar el muro, que
trate de escalarlo, y si lo logra, que cargue con toda su ira
contra los romanos que encuentre en su camino; que en cada golpe
concentre la fuerza de todos nosotros, la de todos nuestros
muertos.
—Recordad que agonizar postrado en casa no
es digno de un guerrero celtíbero y que nuestros antepasados
aconsejaban a los ancianos ineptos que se dieran muerte ellos
mismos. Morir en combate nos conducirá derechos al estado
placentero y eterno de la inmortalidad. Somos los elegidos de los
dioses. Los que mueran, hoy mismo, a mediodía, estarán bebiendo
cerveza, comiendo cordero asado y cantando canciones en las
praderas celestiales en compañía de Lug.
Unos guerreros comenzaron entonces a bailar
una danza ritual que solía celebrarse antes de las batallas y a
cantar canciones dedicadas a Tentates, el dios de la guerra, que
hablaban de victorias y triunfos mientras seguían a Aracos hasta lo
alto de la muralla.
Aracos contempló el tramo norte de la
circunvalación, justo en el lugar donde se levantaba el campamento
de Escipión.
—Es una obra magnífica —comentó—, pero al
menos en una ocasión pudimos burlarla.
El contrebiense observó a sus compañeros,
poco más de una treintena al fin, se ajustó las correas de sus
botas, soltó al viento sus cabellos, empuñó el escudo, apretó con
fuerza la empuñadura de su hacha de combate, la alzó al aire, gritó
un alarido terrible que resonó como un trueno por los campos de los
alrededores de Numancia, saltó al otro lado de la muralla y corrió
ladera abajo hacia la muerte.