Capítulo 23
Unas pocas millas antes de llegar a la
ciudad se fabricó una larga vara con la rama de un árbol, la sujetó
a su espalda con su cinturón y colocó en la punta un gran paño
blanco.
Una patrulla romana lo detuvo enseguida y lo
llevó ante Escipión.
—No creí que tuvieras el valor de regresar
—le dijo el general.
—No tenía otro sitio mejor al que ir.
—¿Y tus otros cuatro compañeros?
—Marcharon hacia el sur, o hacia el norte,
¿quién sabe? Nos despedimos ante los muros de Lutia; no sé nada más
de ellos.
Marco Tulio estaba junto a Escipión,
inmóvil, escuchando con atención a sus dos viejos amigos.
—¿Y qué pretendes, presentándote aquí de
esta manera?
—Que me permitas ir a encontrarme con mi
destino en Numancia. No creo que un guerrero de más quebrante tus
planes para conquistar esa ciudad.
—¿Tú qué opinas, primo? —le preguntó
Escipión a Marco.
—Creo que su sitio está en Numancia; te pido
que lo dejes ir con su gente.
—Yo había pensado cortarle la cabeza y
ponerla bien alto en la punta de una lanza; este bárbaro nos ha
causado muchos problemas —aseveró Escipión.
—Le debo la vida. En una ocasión me salvó de
morir a manos de unos guerreros arévacos sobre los muros de una
ciudad hispana; si le permites marchar, estaremos en paz. Déjame
que pague mi deuda con ese celtíbero.
—De acuerdo, tu deuda está saldada; ya no le
debes nada a este bárbaro. Dejadle que vaya a reunirse con los
demás bárbaros —ordenó Escipión a los guardias, mientras se
retiraba sin siquiera mirar a Aracos.
—Te agradezco tu intercesión.
—Te lo debía, pero la próxima vez que nos
encontremos te mataré —aseguró Marco.
—Dudo que puedas hacerlo.
Aracos cogió las riendas de Viento, que un
soldado romano no soltó hasta que Marco se lo ordenó con una
contundente señal con la cabeza.
—Adiós, Marco.
—Espera… ¿Tu familia…?
—Mi hijo murió de hambre y de frío hace unos
días; lo enterramos junto a la muralla. Mi esposa está en Numancia.
¿Y tus hijos, y tu esposa?
—Están bien.
—Me alegro por ellos dijo Aracos.
Aracos extendió la mano hacia Marco, que se
la estrechó cogiéndola por la muñeca.
—Adiós, amigo —susurró Marco.
Aracos saltó sobre la grupa de Viento,
brincó al interior de la circunvalación entre los gritos de
admiración de los romanos y cabalgó ladera arriba hacia las
murallas de Numancia. No pudo evitar un gesto de rabia cuando
advirtió sobre un tramo del muro de la circunvalación romana varios
centenares de tétricos trofeos colgando de unas cuerdas tendidas
entre dos de las torres de madera: eran las manos derechas de los
jóvenes de Lutia.
∗∗∗
Olíndico corrió hacia la puerta en cuanto le
avisaron de que Aracos regresaba montado sobre Viento.
—Qué ha ocurrido? Desde que os fuisteis no
hemos tenido ninguna noticia.
—¿Y Retógenes? —preguntó Aracos—. Los
romanos lo capturaron en Lutia.
—Nos dejaron su cadáver al pie de «la bajada
al llano». Tenía cortada la mano derecha, y le habían atravesado el
corazón con una espada.
—¿Entonces no sabéis nada de nuestra
misión?
—Sólo que lograsteis escapar los seis
jinetes y que capturaron a uno de los cinco infantes que os
ayudaron con los tablones. Y que habían dado muerte a
Retógenes.
Aracos le contó a Olíndico todo cuanto había
pasado durante su huida y el rechazo a prestarles ayuda de todas
las ciudades, salvo la de los jóvenes de Lutia.
—Ahora me explico por qué colgaron ahí esas
manos; no entendíamos qué significaba ese gesto.
—Y a ti, ¿por qué te han dejado regresar a
ti?
—Es una larga historia; pero puede resumirse
en que uno de los generales del ejército romano me debía la vida.
Permitirme volver aquí es su manera de pagar esa deuda.
—No lo entiendo, pues perdonándote la vida y
dejándote regresar a Numancia te envía a una muerte segura.
Así de extraño es el código de honor de los
romanos.
—Los romanos no tienen ningún código de
honor—dijo Olíndico.
—Algunos, a su manera, sí.
—Y ahora me gustaría ir con mi esposa.
—Aguarda un momento. Tu esposa se encuentra
mal, como la mayoría de nosotros; apenas hay que comer y está
enferma.
Aracos salió corriendo hacia su casa, muy
cerca de la puerta de “la bajada al llano” y entró llamando a
gritos a su esposa.
Briganda estaba recostada en el banco de
tierra y yeso frente al hogar, en el que hacía ya algunos días que
no ardía ningún fuego.
—¡Briganda, Briganda! —gritó.
¡Aracos, has vuelto! —exclamó Briganda sin
apenas alzar la voz, que parecía un mero susurro a punto de
apagarse definitivamente.
—¡Estás pálida, y te quema la frente!
—Voy a morir, Aracos, no puedo aguantar más.
Si nos rendimos ahora, tal vez…
—No. Briganda, no, saldremos de ésta,
resiste, resiste…
Briganda murió cuatro días después. Su
cuerpo otrora contundente se había reducido a poco más que unos
cuantos huesos cubiertos por una piel reseca y pálida. Aracos la
enterró con sus propias manos junto a la muralla, al lado de donde
había sido inhumado unas semanas antes el hijo de ambos.