Capítulo 21 [Año 133 a. C.]

El año nuevo romano depositó sobre los campos de Numancia una enorme nevada. Los romanos tuvieron que trabajar duro para dejar despejado el foso y recuperar así la sensación de solidez y altura del muro. Durante varias semanas fue imposible hacer otra cosa que no fuera mantener la vigilancia y procurar que nadie intentara salir del asedio. El control visual era muy fácil, pues aunque algunos hombres hubieran intentado salir vestidos con mantos o túnicas blancas, las huellas en la nieve los hubieran delatado de inmediato.
A mediados del segundo mes, cuando la nieve y el hielo comenzaron a remitir, llegó a Numancia un heraldo romano desde Ocilis. Traía un mensaje del Senado en el que se prorrogaba el imperio militar en Hispania a Escipión, y se anunciaba el nombramiento de los nuevos cónsules Publio Mucio Escévola y Lucio Calpurnio Pisón, y la elección de Tiberio Sempronio Graco como tribuno de la Plebe.
Los legionarios estallaron en vítores cuando conocieron el nombre del nuevo tribuno, pues los soldados romanos eran reclutados entre los varones cuyas rentas eran inferiores a cuatro mil ases, es decir, entre las clases menos favorecidas de la sociedad romana, aquellas a las que defendía Tiberio con sus reformas económicas. Algunos legionarios llegaron a comentar que con el tribunado del mayor de los hermanos Graco las cosas cambiarían y que las enormes diferencias económicas entre la aristocracia y el pueblo disminuirían notablemente.
El mensajero traía también varios paquetes para los generales; entre ellos, un rollo con la última obra de Ennio, el poeta de moda en Roma, que la esposa de Marco le enviaba a su marido. Se trataba de un poema que contenía una profunda reflexión filosófica en verso titulada Epicarmo, donde describía el alma humana como una partícula ígnea procedente del sol; el aire era Júpiter, y por sus transformaciones se explicaban los fenómenos meteorológicos. El poema pretendía demostrar la unión cósmica de la naturaleza, el hombre y la divinidad.
Marco lo leyó sentado sobre un poyo de madera, junto al muro de circunvalación en el campamento norte; cuando terminó la lectura miró hacia Numancia, que se extendía al sur, sobre la amplia colina bordeada por el Duero; unas finas columnas de humo salían por encima de los tejados de paja de las casas.
—Pronto se les acabará la leña. Si lo que resta de invierno es tan crudo como acostumbra en estas tierras, algunos numantinos morirán de frío, antes incluso que de hambre.
Marco se volvió hacia Escipión, que se había acercado hasta el general sin que éste se hubiera apercibido de su llegada.
—¿Cómo sabes que se les acaba la leña? —le preguntó Marco.
—Porque las columnas de humo son cada mañana más finas.
—¿Crees que resistirán mucho más tiempo?
—No aguantarán más allá de finales de primavera. Si no me equivoco, dentro de un mes apenas tendrán víveres y deberán comerse sus caballos si quieren sobrevivir. Una vez que se hayan comido los caballos, bueno, entonces no les quedará otra cosa que el hambre.
—Escuchad —dijo Cayo Sempronio Graco, que apareció de improviso ante los dos generales con un papiro en la mano—, mi hermano Tiberio ha comenzado a aplicar su gran proyecto de reforma agraria. Ha enajenado la tierra de los grandes propietarios y ha comenzado a repartirla entre los campesinos más pobres. ¡Qué gran noticia!, ¿no os parece?
—Así es, joven Graco, así es…, pero me temo que tu hermano, mi cuñado, va demasiado deprisa. La nobleza romana no va a dejar que le quiten sus propiedades sin plantear batalla.
—Y eso qué importa. Nuestros antepasados lucharon para que la República fuera una comunidad de hombres libres, y los privilegios de los grandes propietarios no hacen sino cercenar esa libertad. Mi hermano será recordado como el tribuno que devolvió la dignidad al pueblo de Roma.
—Vaya, hablas como Aracos, el numantino que fuera mi… ayudante —intervino Marco.
—Hablo como un romano orgulloso de sus leyes y de su República —asentó Cayo.
—Vamos, vamos, dejad vuestras rencillas políticas para otra ocasión; ahora todos tenemos el mismo objetivo: doblegar la resistencia de Numancia; que no nos distraiga ninguna otra cosa. Hay mucho trabajo que hacer; para esta misma tarde quiero un informe completo del estado del foso y del muro de circunvalación. Procurad que el foso quede limpio de paja, hierbas o ramas, y que cada día se limpie la nieve para evitar que se acumule y lo inutilice.

∗∗∗

Aracos calentaba unos pedazos de carne seca en la escuálida lumbre del hogar. Sobre el lecho de madera y paja, su hijo Abulos tiritaba de frío y tenía una calentura que perlaba su frente de gotitas de sudor.
Está enfermo, Aracos, muy enfermo. La comida y la lumbre escasean, no hay leche ni queso, y apenas nos queda un poco de trigo, unas tiras de carne seca y un poco de pescado en salazón. Si no se alimenta bien, nuestro hijo va a morir —lamentó Briganda.
—Tú tampoco tienes buen aspecto —dijo Aracos mientras acariciaba la mejilla de su esposa, que había perdido la rigidez y la lozanía de antaño.
—Todos estamos mal, hambrientos, desesperados. Las mujeres merodean por las calles y por los alrededores de la muralla buscando algunas raíces con las que paliar el hambre. Hasta hace unos pocos días los rostros de esta gente rebosaban orgullo y sus ojos estaban lúcidos y brillantes, pero en muy poco tiempo han cambiado. Ayer oí contar a un joven que su padre le había dicho que cuando los romanos desembarcaron en Iberia, hace ya más de ochenta años, derrotaron a algunos pueblos, como a los turdetanos, a los que sometieron a la esclavitud tras arrasar su capital. Decía el joven que los coronaron con guirnaldas de flores para que parecieran más hermosos y así venderlos a mejor precio. Pues bien, hubo algunos numantinos que al escuchar esta historia aseguraron que preferían ser esclavos coronados de flores que cadáveres libres. Si la situación no fuera tan angustiosa, ningún numantino hubiera dicho, ni siquiera pensado, algo semejante.
—Debemos aguantar.
—Esta gente está a punto de derrumbarse; no pueden más, Aracos, no pueden más.
—Los romanos jamás han perdonado a una ciudad que le haya ofrecido una resistencia tan enconada. Si nos entregamos sin condiciones, matarán a los ancianos, a los heridos y a los impedidos, y a los demás nos venderán como esclavos. Abulos ya es un muchacho; seguramente lo separarán de nosotros, y contigo y conmigo harán lo mismo. Yo acabaré mis días pudriéndome en alguna mina de plata en Cartago Nova o en Baécula, y tal vez nuestro hijo también, y en cuanto a ti… sigues siendo muy hermosa; tu cabello rojo sería muy requerido por los clientes de cualquier lupanar de Roma a los que acuden soldados borrachos y mercaderes sebosos. Si nos rendimos, ése será nuestro destino.
—Y si no lo hacemos, no podremos aguardar otra cosa que la muerte. Hay algunos numantinos dispuestos a capitular.
—Ya sabes que yo hablé con Escipión y le propuse una paz honrosa, pero ese romano no quiere la paz, sólo pretende la victoria. Hemos hecho todo lo que hemos podido, hemos intentado romper el cerco una y otra vez, pero siempre nos han rechazado. Esa circunvalación es demasiado fuerte para nosotros; sin ayuda del exterior no la romperemos nunca, nunca.
Aracos se apoyó en el regazo de su esposa, que le acarició los largos cabellos.
—Si tú estás dispuesto a resistir, yo también lo haré —dijo Briganda.

∗∗∗

El último mes del invierno discurrió en absoluta calma. Los numantinos habían renunciado a realizar nuevas salidas para intentar quebrar el cerco, y los romanos mantenían la misma atención, la misma disciplina y la misma concentración defensiva que en las primeras semanas del asedio.
Como todos los años, Roma había vuelto a formar aquel año cuatro nuevas legiones, dos de las cuales habían sido ofrecidas por los nuevos cónsules a Escipión para reforzar el asedio a Numancia, pero Publio Cornelio las rechazó alegando que con las fuerzas allí destacadas tenía suficiente para llevar adelante sus planes. En realidad, Escipión quería monopolizar el triunfo, presentándose como el único general capaz de doblegar el férreo espíritu de los numantinos.
Roma formaba todos los años cuatro legiones, dos por cada uno de los cónsules, integradas por varones de diecisiete a cuarenta y seis años. La estructura de una legión repetía siempre un mismo esquema: los soldados más jóvenes e inexpertos formaban el cuerpo de los vélites, unos mil doscientos en cada legión, que luchaban armados con lanza, puñal y escudo redondo. Por su edad y por lo ligero de su armamento atacaban los primeros, arrojando la lanza para retirarse enseguida a la retaguardia. El cuerpo principal de la legión lo integraban tres grupos de seiscientos legionarios cada uno, agrupados en diez cohortes. Los más veteranos y preparados eran los hastati, que iban equipados con espada recta al estilo de los celtíberos, gran escudo cuadrado y lanza; después formaban los principes y por fin los triarii. Cada cohorte se dividía en manípulos de ciento veinte legionarios y cada manípulo en compañías de veinte soldados. Los efectivos de una legión se completaban con unos trescientos jinetes, organizados en diez escuadrones o turmas, y varios miles de auxiliares hispanos, italianos o númidas. Al frente de cada dos legiones había un cónsul o un procónsul y en cada legión seis tribunos militares.
En cuanto al armamento defensivo, los legionarios llevaban chalecos de cuero rígido con chapas de metal, y sólo los más ricos podían comprarse una cota de malla para protegerse más eficazmente de las flechas. Todos llevaban escudos y cascos de hierro rematados con penachos de plumas rojas o negras.
Escipión había conseguido echar de los campamentos a toda la morralla de gente que alteraba la disciplina del ejército, pero no pudo evitar que merodearan por los mercados comerciantes que hicieron grandes fortunas merced a la gran demanda de productos que una población de sesenta mil soldados requería a diario.
La permanente atención que Escipión exigía a sus hombres no dejaba mucho tiempo para el ocio, aunque les permitía celebrar algunas fiestas sagradas con banquetes en los que abundaba la carne de cabrito y de cordero y algunas ánforas de vino. No obstante, si alguno se excedía con la bebida o desatendía sus obligaciones, era severamente reprendido y castigado.
Para mantener la atención de los legionarios en sus ratos de descanso, se habilitaron salas para enseñar a leer y a escribir; en una de esas escuelas provisionales aprendió a hablar latín el rey númida Yugurta, que no cesaba de ufanarse de sus doce elefantes, de su magnífica caballería y de los honderos y arqueros que había aportado al cerco.

∗∗∗

El último día del invierno amaneció como una premonición. Una intensa nevada cubrió de nuevo el suelo todavía helado de la región de Numancia. El frío fue tan intenso que al amanecer fueron varios los cadáveres que los numantinos descubrieron entre sus familiares.
Briganda emitió un lamento agudo y chirriante; nada más despertar se dio cuenta de que su hijo Abulos había dejado de respirar. Aracos despertó sobresaltado al oír el amargo quejido de su esposa y lo primero que se le ocurrió fue coger su espada y ponerse en guardia creyendo que los romanos ya habían entrado en Numancia. Pero su gesto se tornó en dolor cuando vio el cuerpo inerte de su hijo en brazos de su mujer.
Cincuenta numantinos, sobre todo ancianos y niños, murieron de frío aquella noche.
Olíndico, que seguía acaudillando a los numantinos, se había vuelto taciturno y esquivo. En una reunión del senado dijo que ya no era posible incinerar a los difuntos, pues apenas había leña para formar las piras funerarias y ordenó que los cadáveres fueran enterrados junto a la muralla. Uno de los asistentes a la reunión comentó que mejor así, pues no tardarían mucho tiempo en necesitarlos. Nadie le reprendió, porque todos eran conscientes de que en un par de semanas más no habría otra cosa que comer que a los propios muertos.
Aracos, con los ojos todavía acuosos por la muerte de su hijo, propuso realizar una nueva salida, pero no un ataque masivo como habían hecho en algunas ocasiones, sino mediante una pequeña partida de hombres, no más de media docena, que amparados en la oscuridad de la noche pudieran romper el asedio y acudir a las ciudades arévacas en busca de ayuda.
—No tenemos otra oportunidad que recabar la ayuda de nuestros hermanos arévacos; sólo con apoyo exterior es posible salvar Numancia.
El valeroso Retógenes se ofreció voluntario, y junto a él se levantaron varios compañeros dispuestos a cumplir el plan. Tras un acalorado debate, Olíndico sometió a votación la propuesta de Aracos, que resultó vencedora por abrumadora mayoría, aunque algunos dijeron que sería mejor rendir de inmediato la ciudad a Escipión para evitar más muertes y acabar con tantos meses de sufrimiento.
Seis hombres se prepararon para romper el cerco, entre ellos Aracos y Retógenes Caraunio. Olíndico les dijo que si conseguían atravesar la circunvalación romana fueran directos a la ciudad de Lutia, donde los numantinos tenían los mejores amigos, y desde allí a otras ciudades arévacas como Uxama o Termancia.
El día elegido para la salida amaneció brumoso y amenazaba con caer una nueva nevada. Al atardecer, una capa de nubes bajas se fijó sobre Numancia y una densa neblina se extendió por toda la comarca.
—Los dioses están con nosotros. Fijaos en esa neblina, parece hecha a propósito para proteger nuestra huida.
—Bien, escuchad —dijo Aracos—. Saldremos de Numancia por la puerta del sur; allí la ladera es muy escarpada pero el río Duero tiene un vado de fácil paso. Llevaremos seis caballos, uno por cada uno de nosotros, a los que cubriremos los cascos con trapos para que no hagan ruido al caminar sobre las rocas. Una vez vadeado el río, subiremos por la vaguada que se extiende entre los dos campamentos del oeste. Cruzar el foso y el muro será lo más difícil. Con nosotros vendrán cinco hombres para cubrir nuestra retirada o para defender nuestra huida. Llevaremos cuatro largos tablones, de modo que unidos dos a dos podamos alcanzar desde este lado del foso el parapeto del muro; por allí subiremos los caballos una vez que cuatro de nosotros hayan alcanzado lo alto del muro escalándolo.
—¿Cómo empalmaremos los tablones? —preguntó Retógenes.
—Como lo vi hacer en Grecia. Mirad. —Aracos les mostró dos enormes aros de hierro de una anchura de dos pies—. Engastaremos cada uno de los extremos de los tablones en estos aros; los probamos ayer sobre una de las calles y resisten el peso de un hombre y un caballo. Una vez sobre el muro habrá que saltar al otro lado; la altura es de ocho pies, pero no hay ningún foso al exterior. Cuando estemos fuera de la circunvalación montaremos en los caballos y cabalgaremos deprisa hacia Lutia. Aunque reaccionen a tiempo y pretendan seguirnos, con esta neblina no nos encontrarán jamás.
A medianoche la neblina seguía agarrada a los campos numantinos y comenzó a descargar una copiosa nevada, tan densa que impedía la visión más allá de unos pocos pasos.
Los seis jinetes más los cinco peones que iban a proteger su huida salieron por la puerta sur y descendieron la ladera hasta el Duero. Cruzaron el río por el vado sumergidos hasta la cintura, helados de frío pero evitando hacer el menor ruido. La visibilidad sólo alcanzaba una veintena de pasos delante de sus ojos, pero a lo lejos podían oír el murmullo de los legionarios y las voces de los guardias que anunciaban de vez en cuando que todo estaba tranquilo.
Por fin vislumbraron el muro de piedra y decidieron atacarlo en un tramo entre dos de las torres de madera. Aracos y Retógenes se arrastraron atravesando el foso hasta el pie del muro y lo escalaron utilizando sus cuchillos. Una vez sobre el parapeto, se lanzaron sobre dos guardias legionarios a los que degollaron antes de que pudieran dar la voz de aviso. Los demás acudieron a toda prisa portando dos de los tablones, que lanzaron hacia el muro; allí los recogieron Aracos y Retógenes y asentaron un extremo en el parapeto con la ayuda de otros dos compañeros. Otros dos hombres unieron con los aros de hierro los extremos de esos dos tablones con los otros dos que habían quedado en este lado del foso, formando así un plano inclinado por el que subieron uno a uno los seis caballos. Una vez arriba, Aracos fue el primero en saltar al otro lado, tirando de las riendas de Viento para que lo siguiera; tras él fue Retógenes y después los otros cuatro jinetes, justo cuando los caballos comenzaron a relinchar despertando la atención de los guardias de las torres, que hasta entonces habían confiado en que no pasaba nada porque no habían oído ninguna llamada de aviso de sus compañeros destacados en ese tramo de muro, que a causa de la niebla no podían ver desde sus puestos.
Cuando los guardias hicieron sonar sus trompas, los seis celtíberos cabalgaban hacia el oeste envueltos en la bruma y la ventisca.

∗∗∗

Escipión, pese a lo avanzado de la noche, se presentó en el lugar de la circunvalación por donde habían escapado los seis jinetes. Apoyado en el parapeto todavía estaba uno de los dos pares de tablones empalmados, y los cuerpos degollados de los dos guardianes de ese tramo aún calientes.
—¿Cuántos eran? —preguntó Escipión a uno de los vigías de la torre.
—No pudimos verlos, general, pero tal vez cuatro o cinco.
—Nos han burlado, tanto trabajo para que en un momento de descuido de unos vigías todo se pueda venir abajo.
—General —gritó uno de los guardias—, hemos atrapado a uno de ellos. Debió de tropezar y creo que se ha roto la pierna, porque no puede andar y se queja como un demonio.
—Traedlo aquí —ordenó Escipión.
El numantino era uno de los cinco que habían acudido a ayudar a sus compañeros en la huida sujetando los extremos de los tablones anclados en tierra en el foso. Al subir el último de los caballos, dos tablones se habían vencido hacia él y le habían golpeado con tanta fuerza que le habían partido la pierna. Los soldados que habían acudido con antorchas lo habían localizado arrastrándose, intentando ocultarse tras unos matorrales.
—¿Entiendes mi idioma? — le preguntó Escipión. El numantino no contestó.
—Yo hablo la lengua de los arévacos, general —dijo un decurión.
—Bien, pues pregúntale qué pretenden sus amigos, dónde han ido y cuántos son.
El decurión tradujo las preguntas del general, pero el numantino se negó a responder.
—Torturadlo hasta que confiese lo que le he preguntado.
No hizo falta demasiado tiempo ni demasiadas torturas para obtener del celtíbero capturado la información que demandaba Escipión. Antes de que amaneciera, el conquistador de Cartago ya sabía que los que habían logrado romper el cerco se dirigían a las ciudades de Uxama, Termancia y Luna para pedir ayuda y que eran seis hombres con seis caballos.
—Los perseguiremos hasta dar con ellos, y evitaremos que esas ciudades arévacas se unan para defender a Numancia.
—Marco, ordena a tus oficiales de la sexta legión que dispongan seis cohortes y tres turmas de caballería para salir en un par de días hacia las ciudades arévacas que ha mencionado el celtíbero. Creo que con dos mil quinientos hombres será suficiente para abortar cualquier intento de rebelión.