Capítulo 10

Las calles de Roma bullían de gente aquella templada mañana de octubre. Hacía ya dos meses que Escipión había llegado a la capital de la República y, pese a sus informes, los senadores seguían sin ponerse de acuerdo sobre el destino de Cartago. En una reunión secreta en la que participaron los senadores más relevantes y media docena de influyentes patricios, Escipión entre ellos, se había acordado que el Mediterráneo debería convertirse en un mar romano. Ya no bastaba con controlar el comercio y someter a tributos a los pueblos y naciones ribereños; era necesario colocarlos directamente bajo la autoridad política romana. Aquella trascendental decisión implicaba que todo el mundo conocido hasta entonces sería conquistado en una gigantesca operación en la que el ejército sería el colosal instrumento, y el terror la principal razón para evitar que los pueblos atacados se resistieran. Roma era una nación en guerra y la guerra era la razón misma de la existencia de esa nación.
Marco y Aracos andaban entre la multitud camino del teatro que lindaba con el templo de Apolo, en el campo de Marte, una zona llana a orillas del Tíber que antaño fuera campo de ejercicios militares pero que el crecimiento de la ciudad había engullido dentro de sus murallas.
Aquel día la compañía de Cneo Pompilo, un famoso actor de Pompeya, ponía en escena una tragedia del dramaturgo griego Sófocles. El teatro era el más antiguo de Roma y ese mismo año su arrendatario había intentado que le permitieran construir unas gradas, pues era muy incómodo seguir las representaciones de pie, pero el cónsul Cornelio Násica lo había prohibido; había alegado para ello que el coraje y el valor de los romanos eran debidos a su fortaleza y a su resistencia al dolor, al hambre, a la sed y las comodidades, y que así debía seguir siendo su carácter. El pueblo tenía que asistir en pie a los juegos y a los teatros para que no olvidara que los grandes logros sólo era posible conseguirlos con sufrimiento y esfuerzo.
Násica ni siquiera era partidario de construir nuevos edificios para el ocio. Acababa de lograr del Senado la aprobación de la demolición de parte ya construida de un nuevo teatro alegando que se había diseñado con gradas, que era innecesario y que tanto espacio para el ocio sería perjudicial para la moral de los ciudadanos.
De pie entre otros espectadores, Aracos confesó a Marco que no entendía qué tenía que ver la moral romana con contemplar los espectáculos de esa manera tan incómoda.
—Násica es un estoico —le explicó. Aracos se encogió de hombros.
—No comprendo.
—Un estoico —repitió Marco—. El estoicismo es una nueva corriente filosófica nacida en Grecia y que se ha puesto de moda entre algunos romanos. Los estoicos defienden la idea de que el ser humano tiende inevitablemente hacia el placer, y que para evitarlo no queda otra opción que el cultivo de la ascesis, el único modo de resistir las tentaciones y alcanzar la verdadera libertad del espíritu. Sostienen que el valor, la justicia y el dominio de uno mismo son las principales virtudes del hombre. Pretenden llegar a la verdad absoluta a través de la sabiduría, del conocimiento del bien y de la práctica de un método que los libere de la esclavitud de los placeres terrenales. Tienen muchos seguidores en Roma, aunque casi todos ellos poseen magníficas casas y comen muy bien todos los días, incluso se visten con las mejores telas traídas de Egipto y con seda de Sérica.
Aracos escuchaba a Marco embobado. Jamás hasta entonces había oído hablar de los estoicos o de un país llamado Sérica. Sí que había visto algunas prendas confeccionadas con ese tejido maravilloso llamado seda, el único que los romanos no sabían de qué animal o vegetal se obtenía el material con el que estaba hecho y que tenían que limitarse a comprar en Alejandría o en algunos mercados de Asia y de Siria. Ahora había aprendido que procedía de ese remoto lugar en Oriente que los romanos llamaban Sérica, el país de la seda, que estaba situado hacia donde nacía el sol, tan lejos que ningún romano había llegado nunca hasta allí.
—Es frecuente que los hombres vivan de forma diferente a lo que predican —dijo Aracos.
—Bueno, los estoicos se justifican diciendo que uno de sus filósofos más leídos y apreciados, un rodio llamado Panecio, sostiene que a los sabios les está permitido disponer de un mínimo de ventajas materiales. Claro que, siendo originario de la isla de Rodas, no me extraña que Panecio piense así; allí se produce uno de los mejores vinos de Grecia, aromático y dulce como la propia miel, una verdadera bebida de dioses.
—No parece que sean de tu agrado estos estoicos, pese a que, por lo que me estás diciendo, defienden el mismo modo de vida que tú consideras modélico para un romano.
—No, no me caen del todo mal. Desde luego, mucho mejor que los cínicos, esa banda de filósofos que rechazan todos los valores que un romano considera sagrados: la vida familiar, la organización cívica del Estado mediante las leyes, la dignidad y el honor personal…
—¿Cínico? Eso significa «perruno» en griego, ¿no? —se extrañó Aracos, quien ya iba conociendo algunas palabras y expresiones griegas de tanto oír esta lengua en Roma.
—Sí, los cínicos, los perros. Alguien muy sabio debió de ponerles ese nombre, y en verdad que acertó, pues eso es lo que son, unos perros. Claro que todavía son peores los epicúreos. Éstos defienden que el origen de toda ética es la búsqueda del placer. ¿Te imaginas qué sería de Roma si nos gobernaran los epicúreos o los cínicos? Afortunadamente, Escipión está más cerca de los estoicos.
—Fíjate en él, su figura encarna los más profundos valores, los ideales eternos de Roma, renovados si cabe con más fuerza y vigor. Es el mejor de los soldados y el más inteligente de los estrategas, pero sabe rodearse de sabios como el griego Polibio, un gran escritor de historias, que es su verdadero maestro, y cuenta entre sus amigos más íntimos con el propio Panecio, que desde que vino de Grecia se ha convertido en uno de sus principales consejeros.
—Vaya, me he equivocado; me parece que, aunque no quieras reconocerlo, tú también eres un estoico.
—He asistido a algunas clases de Panecio, en las cuales nos ha hablado de Crates, el que fuera su maestro en Grecia…
Antes de que Marco pudiera seguir, dos trompas sonaron con fuerza y el gran telón que tapaba la escena cayó al suelo dejando a la vista un fastuoso decorado que simulaba un paisaje de enormes montañas rocosas.

∗∗∗

El Senado había iniciado el proceso contra Servio Galba por su acción contra los lusitanos. Lucio Escribonio, tribuno de la Plebe, había preparado un proyecto de ley en el cual proponía que los lusitanos que fueron vendidos como esclavos en la Galia recobraran la libertad. El senador Catón apoyaba la moción.
Galba, temiendo ser condenado, pidió ayuda a todos sus amigos, entre los que se encontraba el ex cónsul Nobilior. Éste actuó como defensor de Galba y se presentó en el Senado acompañado de los hijos de Galba, quienes vestían la toga pretexta. Nobilior pronunció un discurso conmovedor, alegando los extraordinarios servicios de Galba a la República, mostrando a sus hijos desconsolados y alegando que a su defendido no le quedó otro remedio que actuar como lo hizo porque los lusitanos no pensaban cumplir lo pactado, pues incluso habían sacrificado a un joven y a un caballo para preparar la guerra. El proyecto de ley fue rechazado y Galba se libró de cualquier condena. Su riqueza fue suficiente como para comprar la voluntad de algunos senadores, cuyo voto fue decisivo para evitar su procesamiento y condena.
Y es que el Senado, tras muchas semanas de debates, se encontraba en un punto sin salida con respecto a qué hacer con Cartago, que era el asunto que realmente le preocupaba; el tiempo apremiaba y había que tomar una decisión. En la última sesión, el cónsul Násica había defendido, siempre desde su posición estoica, que una vez desaparecido el poder cartaginés, los romanos perderían su referente histórico, su gran enemigo secular, y que como consecuencia de ello se abandonarían a la molicie y al lujo desaforado, perderían sus valores tradicionales y su grandeza, y al debilitarse su carácter y su espíritu de superación y de triunfo acabarían siendo presa fácil de pueblos más ambiciosos.
El senador Catón, el orador más brillante del Senado, había sostenido en esa misma sesión que Roma sólo sería realmente grande si se convertía en la única República en verdad grande de todo el mundo, en la dueña y señora del orbe, y que para ello había que eliminar a Cartago. En su brillantísimo discurso alegó que los cartagineses habían sacado un ejército fuera de sus límites fronterizos, que habían atacado a un fiel aliado de Roma, como era Masinisa, que no habían permitido que entrase en Cartago Gulusa, hijo de Masinisa, cuando acompañaba a una embajada pacífica de romanos, y que habían roto el tratado anterior que les impedía tener una nueva flota de guerra, pues habían armado varias trirremes. Catón acabó con una terrible frase que ya se había hecho famosa, pues la repetía en todas sus intervenciones como contundente colofón: «Y además, pienso que Cartago debe ser destruida», frase sentenciosa que aquel día había sonado con más fuerza y rotundidad que en ninguna otra ocasión. Tras los discursos de Násica y de Catón, se decidió votar el destino de Cartago.
—Catón ha vencido en el Senado: Cartago será destruida —comentó Escipión.
El legado había invitado a cenar en su casa de Roma a algunos otros parientes y amigos. Allí se encontraban el historiador Polibio, un tanto apesadumbrado porque el discurso que había preparado para que Násica respondiera a Catón no había tenido el efecto esperado entre los senadores, así como el filósofo Panecio, Marco Tulio y Aracos, quien por primera vez asistía como invitado a la mesa de Escipión.
El celtíbero parecía un extraño en medio de aquellos personajes tan singulares: aristócratas romanos de la más alta alcurnia, tan orgullosos de su linaje que se exhibían como pavos reales, y filósofos e historiadores griegos a los que los romanos habían sometido a la esclavitud y luego liberado a cambio de que se sentaran a sus mesas como ilustrados contertulios en sus debates filosóficos y trabajaran como pedagogos de sus hijos.
—Násica no ha sabido estar a la altura del debate —terció Panecio mientras contemplaba el higo confitado que sostenía entre sus dedos—. Polibio le había preparado una magnífica intervención, documentada en datos históricos y en ejemplos irrefutables, pero el tono de Násica… Para convencer al Senado no bastan los argumentos, aunque éstos sean brillantes e irrefutables; es necesaria una actitud más… digamos más estoica. Násica se dejó arrastrar por el estilo vehemente y encendido de Catón, y en ese terreno el veterano y astuto senador no tiene rival: es un viejo zorro de la retórica.
—Gracias por tu apoyo, Panecio, pero mis argumentos tal vez no fueran tan sólidos como en principio me lo parecieron; además, Catón no sólo es un hábil polemista, pues es considerado el hombre más sabio de Roma —intervino Polibio.
—No, no, tu discurso estaba bien y Násica hizo lo que pudo, pero el debate sobre el destino de Cartago se había alargado demasiado. Además, todavía quedan vivos algunos ancianos que fueron testigos de las terribles derrotas que nos propinó Aníbal y son muchos los romanos que no considerarán cerrada esa herida hasta que Cartago sea borrada de la faz de la tierra y vengados los caídos en la batalla de Cannas. No existe una sola familia romana que no venere en el altar de los lares a un antepasado muerto por el ejército púnico, y claman venganza por ello; a esos sentimientos supo apelar Catón. Tarde o temprano tendría que llegar el día en que nos viéramos obligados a destruir Cartago, y ese día ya está aquí.
Las palabras de Escipión dejaban bien claro que los partidarios de mantener viva la ciudad de Cartago habían fracasado y que al fin, tras tantos años de debates, había llegado el momento de acabar lo que Publio Cornelio Escipión Africano dejara inconcluso medio siglo antes, tras la batalla de Zama.

[Año 149 a.C.]

Nada más ser elegidos Lucio Marcio y Manio Manlio como los dos nuevos cónsules, recién comenzado el año, el Senado les encomendó la dirección de la guerra contra Cartago. Que los dos cónsules participaran en una misma campaña era muy raro, pero en esta ocasión se estimó que la conquista de Cartago bien lo merecía. Desembarcaron en la costa africana y comenzaron el asedio pidiendo a los cartagineses que abandonaran su centenaria ciudad y construyeran una nueva a más de diez mil pasos del mar.
Pocas semanas más tarde, Escipión fue nombrado tribuno militar y se incorporó con su legión al ejército consular que asediaba Cartago. Desde que unos meses atrás viajara a Roma llamado por el Senado, las cosas habían cambiado mucho. Escipión y el partido de los estoicos habían planeado un largo asedio, tal vez durante cinco o seis años, que fuera debilitando poco a poco a la patria de Aníbal a la par que enriqueciendo las arcas romanas. Las conquistas militares y los triunfos políticos habían convertido la República en una voraz consumidora de todo tipo de lujos. El dinero y los caprichos que su posesión acarreaba eran la mayor obsesión de los romanos. La austera ciudad de los primeros tiempos de la República se había transformado en una urbe con decenas de edificios fastuosos cuya construcción requería de unas enormes sumas de dinero. Con los tributos procedentes de Hispania y Grecia se estaba comenzando a construir un templo en mármol dedicado a Júpiter como nunca antes se había visto en Roma. Imitaba a los grandes templos de Atenas, rodeados de columnas, seis en las fachadas principales y once en las laterales; quienes conocían el famoso Partenón de Atenas decían que el de Júpiter era comparable en belleza y grandiosidad y que no pasaría mucho tiempo antes de que Roma superara a la famosa ciudad de Grecia en la magnitud y riqueza de sus edificios.
Toda Roma estaba siendo reformada. Calles estrechas y sucias eran ampliadas y embellecidas con pórticos, y en sus intersecciones se abrían pequeñas plazas en las que no faltaba un templo, una basílica o unas termas; tal era la cantidad de dinero que fluía hacia la capital de la República.
El lujo de la ciudad era parejo al que derrochaban las grandes familias patricias. Muchos jóvenes nobles vivían ociosos, sólo preocupados por la ostentación y la diversión. La demanda de muebles, telas, sedas, joyas, perfumes y esclavos era tan grande que en cada barrio se habían habilitado espacios específicos para el comercio de este tipo de carísimas mercancías. Las tres grandes basílicas, la Emilia, la Porcia y la Sempronia, tenían todo su espacio absolutamente colmado de mesas de cambistas, banqueros y mercaderes que durante todo el día realizaban sus operaciones comerciales a un ritmo frenético. La guerra era el mejor negocio para Roma y su principal fuente de ingresos; hacía dos siglos que la República se había convertido en una máquina militar que necesitaba alimentarse permanentemente de nuevas conquistas y para ello se realizaban continuas campañas. Los romanos tenían abiertos frentes de combate en todas las direcciones y mantenían operativo un gigantesco ejército que oscilaba entre ochenta y cien mil hombres, además de otros tantos auxiliares indígenas de las naciones ocupadas. Muchos varones romanos tenían que cumplir el servicio militar obligatorio y no se emprendía una carrera política si antes no se había realizado una brillante carrera en el ejército.
—Escipión me ha escrito y me pide que vaya con él a África. Sigue pensando que es un error destruir Cartago, pero acata la orden del Senado.
Marco le comunicó a Aracos que en dos días partirían rumbo a África.
—Por lo que he oído, esa ciudad es magnífica, merecería la pena conservarla —alegó Aracos.
—Cuando el Senado toma una decisión, nada ni nadie pueden impedir que se cumpla. El debate sobre qué hacer con Cartago ha acabado ya; ahora no importa quién defendía una postura u otra, lo único que interesa es que se cumpla lo acordado por los senadores. Cartago ha sido sentenciada, falta que se cumpla la sentencia.
Aracos, tras cuatro años en el ejército, conocía perfectamente la determinación de los romanos, y tras oír a Marco no le quedó duda alguna de que, tal como había decidido el Senado, Cartago sería destruida; la única duda era cuál sería el momento determinado por Escipión para ejecutar la orden senatorial.
—¿Será este próximo verano? —preguntó Aracos.
—¿Qué dices?
—Me refiero a si Escipión destruirá Cartago en cuanto desembarquemos en sus costas.
—Bueno, tal vez se prolongue el asedio uno o dos años más. Escipión tiene orden de destruir esa ciudad, pero existen métodos para dilatar el cumplimiento de semejante sentencia. Imagino que mi pariente alargará la vida de Cartago hasta que su agonía deje de ser rentable.