Capítulo 9 [Año 150 a. C.]

La sexta legión se retiró al valle del Betis. Marco y Aracos, que se habían asentado con Escipión en la ciudad de Híspalis, no habían presenciado la matanza de lusitanos que tan arteramente había perpetrado Galba, pero oyeron los comentarios que circulaban entre los legionarios de la sexta: se rumoreaba que había sido terrible, mucho peor que lo ocurrido en Cauca.
Lúculo y Galba fueron acusados de perfidia por los propios romanos; Lúculo por haber iniciado la guerra contra los vacceos sin permiso del Senado y por haber pasado a cuchillo a los habitantes de Cauca empleando la traición y el engaño tras haber firmado un pacto con ellos en nombre del propio Senado, y Galba por haber incumplido su palabra y haber masacrado a los lusitanos una vez que se habían entregado y estaban desarmados.
—Me ha dicho un centurión de la guarnición de Híspalis que el cónsul Lúculo no va a ser llamado a declarar ante el Senado, aunque Sergio Galba parece que sí. Me extraña que los senadores permitan que queden impunes unas acciones tan ignominiosas como las suyas —le dijo Marco a Escipión mientras comían aceitunas dulces de Lusitania, alcachofas aderezadas con aceite y comino, pescado asado con salsa garum y unos higos confitados en una taberna de Híspalis, a orillas del Betis, donde había invernado la sexta legión.
—Ambos tienen amigos muy poderosos entre los senadores —asentó Escipión.
—Pero actuaron de forma muy negligente; Lúculo desencadenó una guerra por su cuenta y no causó sino molestias y perjuicios; de no haber sido por ti, los vacceos hubieran acabado con nosotros a orillas del Duero. Y luego está lo de Cauca; esa matanza absurda. ¿Cómo podemos ganarnos la confianza de los hispanos si actuamos de semejante manera? Y en cuanto a Galba… ordenó el asesinato de miles de lusitanos indefensos que habían entregado sus armas confiando en la palabra de un general de Roma.
—A veces la guerra requiere de acciones poco nobles, Marco.
—Pero somos romanos, patricios romanos; nuestras venas están llenas de la sangre más noble; somos herederos de los emigrados de la legendaria Ilión, de la Troya a la que sólo la fuerza de Aquiles y la pericia de Ulises pudieron destruir —alegó Marco.
Escipión miró con ironía al joven centurión antes de llevarse a la boca un buen pedazo de pescado bien aderezado en salsa garum de Carteia.

∗∗∗

Fue en Híspalis, mientras la sexta legión se recuperaba de la campaña del año anterior, donde se enteraron de que Cartago, harta de las provocaciones que por instigación de Roma le causaba su vecino el rey Masinisa de Numidia, había decidido declarar la guerra a este soberano aliado de Roma. Ante semejante situación, que abocaba a Cartago al colapso y al hambre, un grupo de generales apoyados por las clases populares había declarado la guerra al rey de los númidas. La reacción de Roma había sido sopesada por los cartagineses antes de la declaración de guerra, pero no habían evaluado que iba a ser tan contundente y rápida. En realidad, Roma llevaba años aguardando a que Cartago no pudiera soportar su situación, rompiera las humillantes cláusulas del tratado que le fuera impuesto e iniciara una guerra en la que Roma esperaba alcanzar la victoria definitiva sobre su gran rival.
Un mensajero llegó desde Gades buscando precipitadamente a Escipión, a quien encontró en la palestra adiestrando en el manejo de la espada corta a un grupo de jóvenes turdetanos que habían decidido alistarse como auxiliares en el ejército romano.
El Senado ordenaba a Escipión que, en su condición de legado, se trasladara de inmediato a Roma para preparar la inminente guerra contra Cartago.
—Al fin, es lo que tanto tiempo él andaba buscando —le dijo Marco Tulio a Aracos.
—¿A qué te refieres?
—A Escipión y a la nueva guerra contra los púnicos, la tercera que Roma y Cartago van a librar. Su padre adoptivo ha pasado a los anales de la historia romana gracias a su victoria en Zama sobre Aníbal, eso ocurrió hace… Marco pensó un rato e hizo cuentas con sus dedos— cincuenta y dos años. Se llaman igual: «Publio Cornelio Escipión», y son iguales en ambición, intrepidez, arrojo y avidez de gloria.
—Roma le dio una oportunidad a Cartago para alcanzar la paz; debía quemar la flota y licenciar al ejército, pero no sólo no ha hecho eso, no que se ha reforzado contratando a nuevos mercenarios. Ha firmado su sentencia de muerte; creo que se trata de una guerra definitiva. Ahora entiendo el interés de los dos últimos cónsules por pacificar cuanto antes la Celtiberia y alcanzar una paz estable en Hispania. El Senado estaba previendo una inminente guerra contra Cartago. Si Roma quiere dominar el mundo, antes debe acabar con los púnicos. No caben dos soles bajo un mismo cielo.
—Entonces, ¿irás con Escipión al norte de África? —le preguntó Aracos.
—Sí; creo que mi legión será destinada a esa guerra; hace ya casi cuatro años que fuimos reclutados en Roma, estamos bien entrenados, hemos combatido contra los más formidables guerreros del mundo y seguimos vivos… bueno, algunos. El Senado nos premiará —Marco pronunció esta palabra con ironía— con el regalo de una nueva guerra en África. Bien, creo que esta nueva campaña será un paseo, comparada con las batallas contra los numantinos.
—¿Y tú, qué vas a hacer tú, Aracos? Puedes volver a casa. No es mal momento para regresar a Celtiberia; las cosas están en calma y creo que así seguirán por algún tiempo, al menos hasta que Cartago sea vencida y deje de ser una molestia para nosotros.
—No sé… Hace ya más de tres años que estoy enrolado; he luchado tantas veces que me temo que no sabría hacer otra cosa. Mi padre me adiestró desde muy pequeño para ser un guerrero, un mercenario, ahora al servicio de Roma. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Mi padre no tiene tierras suficientes para repartir entre todos mis hermanos, y con lo que he ganado en estos años no podría comprar lo necesario para mantenerme.
—Yo sigo necesitando un ayudante; me gustaría tenerte a mi lado cuando nos enfrentemos a los púnicos.
—En ese caso, cuenta conmigo —asentó Aracos.
Marco se acercó hasta Aracos, lo abrazó con fuerza y lo besó en los labios.
—¿Te has acostado con alguna mujer? —le preguntó al joven belaisco.
—Sí, claro, en mi ciudad, en Contrebia Belaisca, con algunas muchachas. Suele ser frecuente en las fiestas en las noches de plenilunio. Encendemos hogueras al atardecer a la puerta de las casas y bailamos, comemos y bebemos. Los jóvenes solteros aprovechamos esas ocasiones para entablar relaciones con las muchachas que más nos atraen y en algunos casos esos contactos acaban en boda; es nuestra manera de encontrar esposa.
—Después, en el ejército, ya sabes, las hetairas que siempre acompañan a los legionarios… Bueno, en el campamento de Ocilis había una joven de Sagunto con la que me acosté varias veces. Cobraba medio denario, pero a mí sólo lo hacía una vez de cada dos.
—¿Y con hombres, te has acostado con algún hombre?
Aracos se puso tenso y desvió su mirada de los ojos de Marco.
—No, no. Entre las gentes de mi tribu —Aracos empleó a propósito una palabra arcaica que apenas se usaba porque muchos la identificaban con un tiempo de barbarie—, las relaciones entre varones no son tan frecuentes como entre vosotros los romanos; las consideramos un error de la naturaleza. Nuestros dioses están en armonía con el mundo, y esa armonía implica que el mejor complemento de un hombre es una mujer.
—Pero, ¿no tienes amigos?
—Sí, claro. La amistad es el sentimiento que más aprecia un celtíbero. La amistad entre hombres, ciudades o pueblos es para nosotros algo sagrado; y solemos firmar con sangre los pactos de amistad, pero no la entendemos tal como lo hacéis vosotros.
—Creo que no has comprendido cuál es nuestro concepto respecto a la relación entre dos hombres. Escucha: los romanos creemos que el hombre es un ser superior a la mujer. Por eso, la relación entre dos hombres es la más perfecta que existe. El amor entre dos hombres es el sentimiento más noble y más elevado; es la conjunción entre dos iguales, la armonía sublime.
—Yo no soy romano. Y si lo fuera… Creyendo en eso que dices, ¿por qué os casáis con mujeres?
—preguntó Aracos.
—Es algo imprescindible.
—¿Por qué ha de ser imprescindible contraer matrimonio con un ser inferior?
—Para tener hijos, claro. La mujer es insustituible en la procreación de un hijo, de alguien que continúe el linaje familiar y haga perdurar el nombre de la casa.
—Y para el goce sexual. El campamento de Ocilis estaba lleno de hetairas, y aquí en Híspalis he visto al menos tres burdeles atiborrados de prostitutas que apenas daban abasto para aliviar la entrepierna de los legionarios de la sexta…, legionarios que son romanos.
—Son romanos, pero plebeyos. En Roma hay una gran diferencia entre pertenecer al estamento de los plebeyos o al de los patricios.
—Pero todos sois ciudadanos romanos.
—Sí, pero hemos sido los patricios quienes hemos hecho grande a Roma. Los plebeyos tienen otros sentimientos, otras pasiones, y no entienden muchas cosas de nuestro modo de vida.
Marco se acercó de nuevo hacia Aracos y le cogió las manos.
—Yo te aprecio, Marco, y deseo seguir siendo tu amigo, pero…
—No te preocupes —lo tranquilizó Marco—, un patricio romano jamás obliga a compartir su lecho a otro hombre si éste no consiente antes en ello.
—Y qué me dices de las violaciones de mujeres que vimos en Cauca.
—¡Ah!, eso es la guerra, Aracos, la guerra, y en la guerra hasta un patricio romano puede olvidarse por algún tiempo de lo que es —Marco se quitó un collar de oro del cuello y lo colgó del de Aracos—. Quédate con este collar, será el símbolo de nuestra amistad.
Aracos se sorprendió.
—Lo siento, pero no tengo nada de similar valor para corresponder a este regalo. Tal vez…
El belaisco echó mano a la fíbula que servía de broche de su túnica, la desprendió de su hombro izquierdo y se la entregó a Marco.
—Toma. Me la entregó mi padre cuando cumplí dieciséis años y vestí la túnica varonil. Es de bronce, pero tiene incrustados hilos de plata.
Marco contempló el broche; se trataba de la figura de un jinete ataviado como un guerrero celtibérico. Las patas del caballo reposaban sobre un pasador de cuyos extremos surgían dos grandes volutas con incrustaciones de hilo de plata.
—Es muy hermoso.
—Fabricado en el taller del mejor orfebre de Beligio —añadió orgulloso el belaisco.
La sexta legión recibió la orden de partir de inmediato hacia Gades, en cuyo puerto embarcaría rumbo a Roma. En Gades, algunos legionarios visitaron los grandes santuarios de Hércules, Baal— Hammón y Astarté, donde, pese a estar prohibidos por Roma bajo pena de muerte, seguían celebrándose algunos sacrificios humanos.
El Senado romano había acusado a Cartago de violar el tratado que ambas repúblicas firmaran cincuenta y dos años atrás. Las condiciones de ese acuerdo eran muy perjudiciales para Cartago, pero no le había quedado otro remedio que aceptarlas tras la derrota de Aníbal en la batalla de Zama, donde se dirimió el resultado de la segunda guerra púnica. Cartago estaba siendo asfixiada comercialmente por Roma, que le negaba y boicoteaba una y otra vez el acceso a sus mercados tradicionales en el Mediterráneo occidental, en tanto Masinisa, fiel aliado de Roma, impedía el suministro de alimentos y amenazaba con ocupar las ricas y feraces tierras al sur de Cartago, donde se encontraban los campos de cereales que abastecían los graneros cartagineses.