Capítulo 6

En Roma habían vuelto a aparecer los fantasmas y los temores del pasado. Durante la primera guerra celtibérica, hacía más de veinticinco años, los pretores romanos habían tenido tanto miedo a venir a combatir a Iberia que en muchas ocasiones habían roto el código de honor patricio. Aquella primera gran rebelión se había producido a causa de los muchos abusos que los romanos habían cometido sobre la población de Celtiberia, esquilmando los bienes de ciudades y aldeas y violentando a sus moradores. Durante los primeros años de la presencia romana, los cónsules se habían llevado a Roma oro, plata y esclavos en grandes cantidades, y todo para recibir triunfos y ovaciones y ganar méritos en la pugna política, además de para incrementar sus ya cuantiosas fortunas. En lo alto de algunos cerros todavía podían verse, ennegrecidas por el fuego de los incendios provocados por los romanos, las ruinas de lo que antaño fueran pequeñas aldeas.
Algunos cónsules, como Catón, habían dejado tras su paso una retahíla de horrores y atrocidades que dos generaciones después todavía se recordaban por la crueldad y los abusos a que sometieron a la población de algunas regiones de Iberia. La situación llegó a ser tan terrible que algunos iberos viajaron hasta Roma para quejarse ante el Senado de la avaricia y soberbia de los generales y cónsules, y para pedirle a la más alta institución de la República que no siguiera con semejante expolio.
Aquella guerra había dejado a Celtiberia exhausta, y durante veinte años los enfrentamientos entre romanos y celtíberos se redujeron mucho, aunque siguieron produciéndose algunos estallidos de violencia. Pero el año anterior al consulado de Nobilior toda la Celtiberia explotó como impulsada por un resorte y la guerra se encendió por todas partes. La ampliación de la muralla de Segeda fue el detonante principal, pero los celtíberos no estaban dispuestos a seguir soportando las vejaciones de Roma y se alzaron en armas. Para entonces, las regiones orientales de Celtiberia, las que se extendían por el piedemonte ibérico hacia el valle del Ebro, las tierras de los lusones y de los belos orientales, estaban iniciando el proceso de romanización y sus habitantes comenzaban a adoptar de manera habitual usos, modos y costumbres romanas: Celtiberia se estaba partiendo en dos.
Marco y Aracos desayunaban unas tajadas de jabalí asado en Ocilis. Nobilior había dejado Iberia y el nuevo cónsul Claudio Marcelo estaba recabando información de todos los generales de las legiones con el objetivo de elaborar un plan para acabar con la resistencia de los celtíberos.
—Un centurión amigo que ha llegado con el nuevo cónsul me ha confesado que este invierno han tenido muchos problemas en Roma para reclutar tropas para venir a luchar aquí. Como ya ocurriera hace más de veinte años, la sola mención de guerra en Hispania provoca un pánico atroz entre los jóvenes romanos —le confesó Marco a Aracos.
—No parece que tú tengas miedo. Cuando escalaste los muros de Uxama y te enfrentaste a los arévacos, ni siquiera miraste hacia atrás para comprobar si te seguían algunos de tus hombres.
—Bueno, allí apareciste tú.
—Yo no soy romano —afirmó rotundo Aracos.
—Pero luchaste como un romano.
—Un centurión que vio esa acción me dijo que peleé como un verdadero celtíbero.
—Bien, digamos que luchaste utilizando lo mejor de la astucia y la ferocidad de los celtíberos y lo mejor de la inteligencia y el valor de los romanos. Una buena mezcla, ¿no crees?
—Tal vez —asintió Aracos.
Un centurión apareció de pronto preguntando por Marco Cornelio Tulio.
—Yo soy —dijo el joven decurión incorporándose.
—Acompáñame, el cónsul Claudio Marcelo demanda tu presencia de inmediato.
—¿Puede acompañarme mi ayudante? —preguntó Marco señalando a Aracos.
—Sí, claro.
El cónsul estaba apoyado en una mesa de madera sobre la que estaba desplegada la piel de toro con el mapa de la Península.
—Cónsul Claudio —anunció el centurión—, aquí está el decurión Marco Cornelio Tulio.
Marco avanzó unos pasos y saludó marcialmente al cónsul golpeándose con el puño en el pecho.
—Se presenta Marco Cornelio Tulio, decurión de la quinta legión.
—Vaya, el joven Marco. Tenía ganas de conocerte. ¿Sabes?, tu padre y yo fuimos muy amigos en nuestra juventud. Luego, las diferencias políticas nos alejaron un poco. Lamenté su muerte, pero, por lo que sé, su hijo ha heredado muchas de sus virtudes, entre ellas el valor.
—Me han dicho que luchaste con gran valentía en el segundo ataque a Uxama. —El cónsul se inclinó sobre el mapa y buscó la ubicación de la ciudad—. Sí, aquí está, al noroeste de Ocilis. Tú solo contra todos esos bárbaros.
—Mi ayudante, el contrebiense Aracos, estaba conmigo.
—¿Quién dices? —demandó el cónsul.
—Aracos. Es un belaisco de Contrebia al que adopté como ayudante para que tradujera mis órdenes a los auxiliares indígenas. Es éste —dijo Marco señalando a Aracos, que se mantenía un par de pasos tras él.
—Bien, bien —comentó el cónsul sin siquiera mirar a Aracos—, pero te he hecho llamar para darte una buena noticia. He decidido ascenderte a centurión.
Marco se sorprendió y balbució algunas palabras.
—Yo…, te lo agradezco…, yo no…
—Sí, ya sé que la nobleza de tu linaje te hace merecedor de ser tribuno, o general al menos, pero eso llegará con el tiempo. Mas ahora Roma necesita oficiales valientes que no duden en dirigir, espada en mano, a sus hombres en la batalla. Esa querida ciudad nuestra está llena de cobardes.
¿Sabes?, este invierno hemos tenido muchos problemas para reclutar tropas. Los jóvenes romanos viven en la molicie que les proporciona el ejército. Pero olvidan que su riqueza y su lujo proceden de los impuestos que las legiones cobran a los pueblos sometidos a nuestro poder, y creen que eso durará para siempre. Sólo se preocupan de su aspecto personal, del cuidado de su cuerpo y de sus propios gustos, pero en cuanto oyen las palabras «guerra», «ejército», «alistarse» o «Hispania», corren despavoridos a ocultarse bajo las túnicas de sus madres. Roma está perdiendo el espíritu que la ha hecho grande y temida en todo el Mediterráneo, y eso no lo podemos consentir.
—Tu acción en los muros de Uxama tiene que ser recompensada para que sirva de ejemplo a los jóvenes. Actos como ése son los que han hecho de la República lo que es, lo que debe seguir siendo.
—Te agradezco el ascenso, cónsul, pero te pediría que me mantuvieses al frente de mi escuadrón de auxiliares belaiscos —solicitó Marco.
—No, eso no podrá ser. Te he dicho que necesitamos ejemplos para los romanos. Te incorporarás como centurión en la primera centuria de la sexta legión. Esos legionarios acaban de llegar y tienen que aprender que Roma se ha hecho grande gracias a soldados como tú.
—Al menos, pido mantener a Aracos, hijo de Abulos, como ayudante.
—Esa atribución te pertenece, haz lo que estimes oportuno.
El cónsul chasqueó los dedos, y un criado acudió presto con una bandejita de plata sobre la que había una plaquita de metal grabada con el nombramiento de centurión para Marco y los entorchados de su nuevo grado.
—Y ahora, centurión Marco Cornelio Tulio, incorpórate a tu nuevo puesto, y sirve a Roma con la lealtad y el valor con que hasta ahora lo has hecho.

∗∗∗

Claudio Marcelo ejercía el consulado por tercera vez. En una de las dos ocasiones anteriores había servido en Iberia, y ya conocía el carácter y la belicosidad de los indígenas, pero también sabía que entre ellos las disputas eran habituales y que si era capaz de manejar bien las disputas que los enfrentaban le sería fácil ahondar en sus discordias, y así sería mucho menos difícil su sometimiento definitivo.
Envió varios mensajeros a ciudades cercanas ofreciéndoles las mismas condiciones de amistad y alianza que a los de Ocilis si, como éstos, se sometían al dominio de Roma. Lo que el cónsul había supuesto se produjo de inmediato, y la propuesta de Claudio provocó la divergencia de opiniones entre las ciudades celtíberas y entre sus propios ciudadanos. Había quienes pensaban que tras decenios de guerras y masacres, las legiones romanas regresaban una y otra vez, y que pese a las derrotas que habían sufrido, volvían de nuevo con más soldados y armamento; otros decían que lo más importante que poseían era la libertad y que la voracidad recaudadora de Roma no tenía fin, que si se entregaban sin luchar, una vez estuvieran indefensos, los romanos les quitarían hasta la propia sangre. Unos sostenían que era mejor formar parte de la República que estar siempre en pie de guerra y sufrir por ello hambre y miseria; otros denunciaban que Roma nunca cumplía sus promesas, que violaba los tratados que firmaba y que la experiencia desaconsejaba fiarse de la palabra de un romano.
Conforme Claudio recibía los informes que le llegaban sobre sus propuestas a las ciudades celtíberas, su ánimo fue creciendo y pensó que no parecía muy lejano el día en que Celtiberia acabaría entregándose.
La primera propuesta de alianza firme llegó de Nertóbriga, la ciudad celtíbera ubicada en el bajo Jalón. El embajador nertobrigense se presentó en Ocilis ante el cónsul acompañado de cien jinetes que ponía al servicio del ejército consular como señal de su amistad; pero en tanto este encuentro se producía, un jinete entró a todo galope gritando que un destacamento de la retaguardia romana que se dirigía con provisiones hacia Ocilis había sido atacado por los de Nertóbriga cerca de Bílbilis, y que los atacantes se habían apoderado de algunas bestias de carga y de todas las provisiones.
El cónsul Claudio hizo llamar al embajador de Nertóbriga, que aún permanecía en Ocilis, y le informó sobre ese ataque. El desorientado embajador alegó que esa acción artera era obra de unos pocos nertobrigenses que no estaban de acuerdo con lo que opinaba la mayoría, que habían obrado por su cuenta y que no representaban a su ciudad, que pretendía una alianza estable y duradera con Roma.
El cónsul escuchaba al atribulado embajador con un semblante serio, sin apenas pestañear. Cuando éste acabó su alegato, Claudio Marcelo intervino:
—No me importa si han sido unos pocos rebeldes quienes han atacado a mis tropas; lo cierto es que ha sido gente de tu ciudad la que ha contravenido tus palabras y tus obras. Como castigo a vuestra acción, los cien caballos que nos habéis traído serán vendidos y lo que se obtenga de ellos se repartirá entre los soldados de mi ejército; y en cuanto a los cien jinetes, se quedarán aquí en Ocilis como rehenes. Roma no puede consentir actos como éste, y yo no lo voy a dejar impune.
Esa misma tarde Claudio dio la orden de que la sexta legión se pusiera en marcha, jalón abajo, hacia Nertóbriga y que lo hiciera con todas sus máquinas de ataque y las plataformas de asalto.
La sexta legión se desplegó frente a Nertóbriga, en la amplia llanura del jalón, frente a la colina donde se alzaba la ciudad celtíbera. El estandarte de guerra y las enseñas del Senado ondeaban esperando la orden de ataque.
Los de Nertóbriga, asustados ante el despliegue de las fuerzas de Roma, enviaron un heraldo al encuentro de Claudio. El nuncio vestía una túnica blanca y se cubría la cabeza y los hombros con una llamativa piel de lobo que conservaba las fauces abiertas mostrando los feroces colmillos.
—Por todos los dioses, ¿qué es eso? —preguntó Marco a Aracos a la vista del asombroso atavío del enviado.
—Un hombre—lobo; es una señal de paz. Ese hombre representa al dios Sucello, nuestra deidad de los infiernos y de los muertos, cuyos atributos son el mazo, el tonel y la piel lobuna. El dios lobo es Vaélico, una deidad infernal y maléfica. Sucello lo engaña vistiéndose como él y logra que la paz triunfe sobre la guerra y la muerte. Ése es el mensaje que ese embajador está transmitiendo a Roma: ofrece la paz.
Marco corrió a informar de ello al cónsul.
—¿Quién te ha dicho eso? —le preguntó Claudio tras oír el informe de Marco.
—Mi ayudante, el contrebiense Aracos.
—¿Y qué sabe él de todo esto?
—Es un celtíbero, como los de Nertóbriga; es de la misma gente, sus creencias religiosas y sus dioses son idénticos.
—Bien, centurión, ordena a ese fantoche que se acerque hasta aquí; veremos qué tiene que contarnos.
Marco llamó a Aracos y, acompañado por su ayudante, se adelantó hasta el encuentro con el hombre—lobo, que se había detenido a una distancia de unos doscientos pasos del estandarte que encabezaba la sexta legión.
—Pregúntale qué quiere —le dijo Marco a Aracos. El belaisco le preguntó en su lengua céltica.
—Dice —tradujo Aracos— que Nertóbriga sólo desea la paz; viene vestido con la piel de lobo para ofrecer sus condiciones.
—Dile a este hombre que nos acompañe, esto debe saberlo el cónsul.
La extraña comitiva caminó los doscientos pasos que los separaban del cónsul.
—¿Qué pretende este bárbaro? —preguntó Claudio.
—Nos ofrece la paz —asentó Marco.
—Pregúntale por sus condiciones —dijo Claudio dirigiéndose a Aracos. Tras escuchar al hombre-lobo, Aracos tradujo:
—Dice que el senado de Nertóbriga desea una paz duradera con Roma. Pide perdón por el ataque que algunos desheredados de su ciudad realizaron contra la retaguardia de la sexta legión y solicita, puesto que son merecedores de ello por esa acción, que se les imponga un castigo pero que esté en proporción con el delito cometido. Ruega al cónsul que tenga en cuenta su arrepentimiento y que el senado de Nertóbriga ha condenado la acción, de la que no se consideran responsables. Los rehenes han sido despojados de su ciudadanía nertobrigense y si son capturados serán ejecutados de inmediato.
—Dile que Roma está dispuesta a perdonar este y otros ultrajes, pero que el perdón debe ser solicitado por todas las tribus y ciudades celtíberas, que de nada sirve perdonar a una ciudad si las demás siguen atacando a nuestras tropas mediante traiciones y engaños, o encubriendo y protegiendo a los rebeldes. Dile que aguardaré durante un mes su respuesta en Ocilis.
—El cónsul Claudio es muy inteligente —comentó Aracos a Marco mientras caminaban de regreso a Ocilis por el curso del Jalón—. Se ha ganado a los de Ocilis y a los de Nertóbriga, las dos llaves del curso del río Jalón, con lo que se ha asegurado la ruta más directa hacia el corazón de Celtiberia, y con su propuesta ha logrado sembrar las dudas y las discrepancias entre los celtíberos. Nobilior era un hombre impulsivo que estaba convencido de que sólo con mentar el nombre de Roma era posible ganar una batalla; se equivocó. Claudio es mucho más sagaz, utiliza un arma contra la que los celtíberos no tenemos defensa.
—¿Cuál es esa arma? —preguntó Marco.
—La ambigüedad.

∗∗∗

Los numantinos recibieron la propuesta de Claudio Marcelo a través de una embajada de Nertóbriga.
Leucón y Ambón, los dos caudillos que habían derrotado a Nobilior, se debatían entre continuar con la resistencia o solicitar la paz tal como demandaba el nuevo cónsul.
—Ya sabéis nuestra situación —habló Ambón dirigiéndose a la asamblea de numantinos—; en las batallas del año pasado causamos diez mil muertos a los romanos; los creíamos vencidos y han aparecido de nuevo, ahora con ocho mil hombres más en su ejército. Entretanto, nosotros hemos perdido dos mil hombres, y no hemos recuperado sino algunos jóvenes que han alcanzado la edad suficiente como para combatir.
—Si se repite esta situación, quizá podamos vencer en cuantas batallas se presenten hasta que un día apenas quedemos hombres para luchar. Cada guerrero nuestro que muere en combate no tiene reemplazo, en tanto que por cada uno de ellos que cae aparecen dos al año siguiente.
—La paz que ofrecen los romanos es una treta, como todas sus propuestas. Recordad lo que ha pasado en otras ocasiones, jamás cumplen lo que pactan si no les interesa en cada momento; su palabra vale tanto como un puñado de paja —intervino Leucón.
—Si yo fuera joven, tal vez apostara por seguir peleando, pero mi experiencia me dice que frente a Roma no tenemos otra salida que una paz honrosa —propuso un anciano—. Sólo tendríamos una oportunidad de vencer para siempre a las legiones, pero para ello deberíamos estar unidos todos los celtíberos y todos los habitantes de Iberia, y no es así. Los arévacos tenemos serias disensiones entre nosotros mismos, los helos están muy divididos, pues los de Contrebia Belaisca y los de Nertóbriga son aliados de Roma, en tanto los de Segeda les han declarado la guerra y continúan entre nosotros, y los lusones y los titos están del lado romano.
—El nuevo cónsul ha logrado dividirnos más que nunca, y por eso mismo ya ha vencido su primera batalla —finalizó el anciano entre el silencio de la asamblea.
—Yo propongo —intervino un mercader de Segeda— solicitar de Roma la vuelta a la situación de los tiempos de Graco; han sido muchos años de paz y de tranquilidad, durante los cuales ha florecido el comercio y la agricultura en nuestra tierra. La paz nos ha traído la prosperidad, apostemos por ella.
—¡Ni hablar! —gritó un joven numantino—. Han sido precisamente las imposiciones aceptadas en tiempos de Graco las que nos han arrastrado a la situación bélica en la que nos encontramos. Enfrentémonos a los romanos en una guerra sin concesiones. Que sepan que los arévacos y las demás tribus hermanas jamás nos rendiremos, hagamos que esta tierra que ellos llaman Celtiberia sea una tumba para sus legionarios. Todos hemos oído decir que en Roma nos tienen un miedo insuperable y que los jóvenes romanos se aterran sólo con pensar que tienen que venir a combatir a las montañas de Iberia. Pues bien, hagamos que ese terror aumente hasta que no lo puedan soportar, que tiemblen de pánico al escuchar nuestros nombres.
Durante un buen rato se siguieron oyendo las opiniones encontradas de los que pretendían la paz aun a costa de perder libertad, y de los que deseaban la guerra para recuperar la libertad en parte perdida. Al fin, ante la imposibilidad de llegar a un acuerdo por consenso, Leucón propuso:
—Que sea la asamblea la que decida.
Los arévacos, los titos y los helos decidieron acatar una pena moderada, siempre que los romanos aceptaran volver a la situación del tratado firmado en los tiempos de Graco.

∗∗∗

Ambón fue el encargado de comunicar la decisión de las asambleas de los celtíberos al cónsul Claudio Marcelo, quien aguardaba en Ocilis la respuesta.
—Habéis sido sensatos —le dijo Claudio a Ambón tras escucharlo—. Creo que el Senado de Roma aceptará vuestra propuesta, pero a cambio de plata, de mucha plata.
—Los romanos os habéis llevado ya demasiada plata de Celtiberia, vuestro Senado debe saber…
—dijo Ambón.
—Habéis causado mucho daño y habéis costado mucho dinero al erario de la República —le interrumpió el cónsul—. Si tanto empeño tenéis en conocer la opinión del Senado, nombrad una delegación que os represente, y dentro de una semana viajaréis hasta Roma; vosotros mismos tendréis la oportunidad de oír de boca de los senadores qué es lo que piensa Roma de todo esto.
Claudio Marcelo llamó a Marco Tulio y le dio orden de que escoltara a la embajada de celtíberos hasta Roma.
—Bueno, Aracos, vas a conocer Roma —le dijo Marco a su ayudante.
—¿Estás de broma? le preguntó.
—En absoluto. El cónsul nos envía para que escoltemos a una delegación de celtíberos hasta el Senado. Claudio Marcelo ha aceptado la propuesta de arévacos, titos y belos de tornar a la situación que acordaron con Graco hace más de veinte años, pero siempre que así lo ratifique el Senado.
—El cónsul es un experto negociador, pero todavía no me explico cómo ha podido convencer a los numantinos para que cedan en su enconada resistencia. Hasta ahora siempre habían vencido en todas las batallas, y en cambio parece que hubieran sido los perdedores de esta maldita guerra —alegó Aracos.
—Nosotros podemos reponer hasta cien veces nuestros muertos en combate, mientras que cada numantino muerto es irreemplazable, y ellos lo saben. Dos o tres campañas más como ésta y, aunque siguieran venciendo en todos los combates, no quedaría nadie en Numancia para empuñar las armas. Los caudillos numantinos no tenían otra salida que negociar la paz o encaminarse hacia un exterminio seguro.