58
El capitán de policía Eugene Brooker, recién jubilado, con seis kilos de sobrepeso, ligera hipertensión y diabético no dependiente de insulina, subía por la ladera.
El viejo y la montaña: toda una imagen. Cuando sus hijas se interesaban por su salud, él solía decirles: «Me siento como un chaval».
Así pues, a vivir la mentira esa noche.
La llamada por sorpresa de Danny hablando a toda velocidad desde el cuarto de baño de aquel consulado había concluido con: «Probablemente no será nada. Haz lo que puedas, Gene, pero no te expongas a ningún peligro».
¿Había escamoteado un teléfono en el lavabo? ¿Por qué su propia gente iba a hacerle tal cosa a Danny?
Anduvo pesadamente por Lyric, manteniéndose oculto en la oscuridad siempre que le era posible. Había aparcado su coche mucho más abajo, en Hyperion, y solo llevaba a mano dos armas: el antiguo revólver oficial, que había continuado limpiando y engrasando por costumbre, y la nueve milímetros que guardaba en su mesita de noche. No llevaba armas largas porque las tres que poseía ya estaban empaquetadas y habían sido cargadas en el camión de la mudanza, destinadas a cazar codornices, no personas. Además, había otra razón: los rifles llamaban mucho la atención. Un negro con un arma subiendo la colina de noche…
Arriba, arriba y a lo lejos… Se esforzó por respirar lentamente. ¿Cuánto tiempo hacía que no llevaba una vida de verdad, que no realizaba un duro trabajo policial? No quería ni pensarlo.
No estaba en absoluto en forma, pero con la diabetes uno debía cuidar el ejercicio que hacía… ¿A quién quería engañar? Desde que jugaba a fútbol en la universidad y hacía sus rondas en Central no había hecho el más mínimo esfuerzo físico…
Escalaba montañas, vadeaba riachuelos arrastrando sus viejas Nike, confortables y silenciosas.
Había memorizado la dirección de Rondo Vista.
Avanzaba con lentitud y constancia, no fuera a sufrir un infarto allí mismo y acabase sus días como un perro, tirado en medio de la carretera.
No había razones para apresurarse. Probablemente sería una noche tranquila, como había dicho Danny. Solo se trataba de tomar precauciones por el bien del siquiatra.
Danny no había tenido tiempo de darle muchos detalles.
Lo principal era que un policía llamado Baker, a quien Gene no conocía y que conducía un Saab descapotable, podía formar parte de ello, de modo que debía tener cuidado con él.
¿Un policía detrás de tantos crímenes? Aquello podía hacer que el caso de Rodney King pareciera una comedia musical. Aparte de eso, lo único que sabía Gene era que también estaba implicada una joven chiflada y que el siquiatra tenía una cita con ella.
¿Por qué usar a un siquiatra como cebo?
¿Cómo habrían organizado Danny y Sturgis todo aquello?
Al día siguiente lo descubriría. Aquella noche su trabajo consistía en no perder de vista la casa. E intervenir en caso de que el siquiatra estuviera en peligro.
Llegó a Rondo Vista casi sin aliento, deseoso de aclararse la garganta, pero la calle estaba demasiado silenciosa para esa clase de ruidos, por lo que se reservó sus flemas.
Antes de salir se había comido una naranja para mantener el nivel de azúcar en la sangre. Probablemente debería hacerse una revisión más a menudo, pero aquella prueba era una lata.
Mientras permanecía allí buscando la casa percibió un latido en sus oídos. Parecía una rápida oleada, la subida de la presión. Luanne había fallecido de una apoplejía… No, era estúpido pensar que… Señor, qué tranquilo estaba aquello.
Parecía territorio de la familia Manson, se podía desmembrar a alguien en medio de la carretera y nadie se enteraría hasta que amaneciera… Allí estaba la casa, pequeña, blanca, con adornos oscuros, grises o azules.
Examinó la perspectiva y los coches próximos.
Había uno enfrente, el Kharmann Ghia que Danny le había facilitado al siquiatra y un viejo T-bird rosa en el camino que debía de pertenecer a la muchacha.
Nada más, salvo los escasos vehículos con los que se había cruzado en el camino de ascenso. Un par de utilitarios y una verdadera belleza, un Porsche 928 blanco, sin duda el juguetito de algún tipo que viviría en la colina. Los Porsches y las casas en las colinas andaban a la par, el estilo de vida del viejo Los Ángeles que él nunca había saboreado.
Danny le había dicho que buscara tres cosas: una furgoneta Chevy, que podía estar en el garaje, el Saab de Baker y un Mercedes sedán propiedad de otro siquiatra llamado Lehmann.
¿De qué diablos iba todo aquello?
Observó con detenimiento… No se veía ninguno de esos vehículos por allí. Tal vez estuvieran en el garaje.
Si actuara de modo oficial ya habría investigado todos los vehículos que se encontraran en un radio de un kilómetro: los utilitarios y el Porsche blanco, pero en aquellos momentos…
Estaba jubilado.
Comprobó que respiraba estupendamente, que se sentía bien, sin palpitaciones, piel sudorosa ni otros indicios que sugirieran una inminente hipoglucemia.
Llevaba el revólver en la funda del hombro y la nueve milímetros en el cinturón, por la zona lumbar.
Aquello estaba bien. Era una despedida antes de marcharse a Arizona a esperar a la muerte.
Tras otros diez minutos de silenciosa observación desde detrás de un árbol, decidió echar un vistazo a la casa desde más cerca.
Entre la vivienda de aquella loca y su vecina en la parte sur discurría un espacio angosto y Gene distinguió las luces correspondientes a otras casas en la colina por el camino que cruzaba un cañón.
Según podía discernir, el terreno descendía bruscamente, por lo que era probable que no hubiera mucha zona de patio posterior.
Danny había dicho que si Sturgis se encontraba allí, sería donde probablemente se habría apostado. Pero él tenía la sensación de que Sturgis no estaría.
La voz del israelí reflejaba una fría y tranquila ira. Algo insólito…
Sturgis. Gene no conocía a aquel tipo, solo lo había visto desde cierta distancia y no le había parecido que tuviera mejor aspecto que él mismo. Por lo general, uno pensaba que los homosexuales estaban obsesionados con su cuerpo. En una ocasión, Luanne había observado que parecían los tipos más atractivos, probablemente porque no tenían familia y sí mucho tiempo libre para acudir al gimnasio…
Su conversación mental se interrumpió bruscamente. ¿Había oído algo?
¿Un crujido?
No, solo se distinguía silencio. Y no había cambiado nada en torno a la casa.
Examinó el lugar con más detenimiento. Las ventanas de la parte delantera no eran gran cosa y, tal como la estructura se hundía en la ladera, toda la planta baja quedaba bajo el nivel de la calle. Probablemente habría muchas ventanas en la parte posterior para disfrutar de la vista. ¿Cómo llegar hasta allí? ¿Habría algún punto de apoyo para el pie? Tenía que haberlo para que alguien como Sturgis lograra situarse.
Era una curiosidad bastante infundada. Se proponía permanecer allí, con la posibilidad —menos que probable, una minúscula eventualidad— de que sus viejos huesos pudieran vivir algo de acción.
Si Luanne viviera diría algo como «¿Qué dices que estás haciendo? ¿No puedes resolver de otro modo tu crisis de la tercera edad, cariño?»
La noche que la encontró en el suelo de la cocina… ¡Basta! Ni siquiera debía recordar su nombre ni imaginar su rostro.
¡Santo cielo, cómo la echaba de menos…!
Decidió rodear la casa, comprobar su extremo norte.
Había avanzado unos pasos cuando algo se oprimió contra su mastoides izquierdo y oyó una voz que susurraba:
—No te muevas, ni siquiera pestañees. Manos arriba, muy lentamente, detrás de la cabeza; agárrate la cabeza.
Una mano lo asió por el hombro y lo obligó a volverse en redondo.
Gene contuvo su instinto blasfematorio y preparó mentalmente un plan: valorar al enemigo, imaginar un modo de pillarlo desprevenido, propinarle un puñetazo por sorpresa, tal vez ponerle la zancadilla, distraerlo…
Era Sturgis y parecía furioso. Tenía los ojos verdes… ¡Dios Santo, qué brillantes incluso en la oscuridad! Olía a sudor a causa de la tensión y del esfuerzo realizado.
Se miraron unos instantes. A Sturgis le faltaba un botón de la camisa. Algo negro y no metálico, probablemente una de aquellas armas alemanas, se hallaba a un palmo de la nariz de Gene.
—¡Eh! —susurró Gene—. Ahora voy de paisano pero creo que la graduación debería contar algo, ¿no le parece, detective?
Sturgis seguía mirándolo.
—¿No puedo bajar las condenadas manos, detective Sturgis?
Milo bajó el arma.
—¿Qué hace usted aquí, capitán?
Gene le explicó la llamada que había recibido desde el cuarto de baño. Milo no pareció sorprendido, sino solo más irritado.
Se veía desastrado. También habían tratado de quitarlo de en medio, pero por suerte había logrado darles esquinazo.
—¿También a usted? —preguntó Gene.
Señal de asentimiento.
—¿También lo capturaron los israelíes?
Sturgis profirió una espeluznante sonrisa, una expresión que parecía salida de una película de terror, y Gene se alegró de que fuese un policía.
De pronto lo comprendió todo.
—¿Ha sido cosa del departamento? —preguntó Gene.
Sturgis no respondió.
—¡Maldición! ¿Y se ha escapado?
—Sí, soy un condenado Houdini.
—Y ahora está metido hasta el cuello.
Sturgis se encogió de hombros y bajó la pistola negra hasta su costado.
—Hace que la vida sea interesante.
Y acompañó a Gene hasta detrás del árbol.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí? —preguntó Gene.
—He llegado inmediatamente antes que usted.
—¿Dónde aparcó?
Sturgis señaló con el pulgar.
—Es aquel Porsche.
Un vehículo acorde con una casa en la colina, ¿eh? ¡Menuda intuición!, pensó Gene. Ya iba siendo hora de que lo enviaran a vegetar.
—Daniel y usted tenían un plan ideado para que lo llevaran a cabo dos personas —dijo—. Él debía estar detrás de la casa. ¿Qué hacemos ahora?
Sturgis no respondió.
Menudo panorama. Solo en la oscuridad, en un lugar apartado con un homosexual y lo mejor de todo es que le importaba un bledo. Años atrás…
—Se suponía que él estaría allí con un micrófono y una grabadora —dijo Milo—. Yo volveré allí, pero si las cortinas están echadas no podré ver nada. Esto no me gusta, pero el doctor Delaware ya está ahí dentro.
—Comprendo lo que quiere decir —repuso Gene—. Daniel también dijo que esto probablemente no serviría para nada.
—Confiemos en que el doctor Delaware esté siguiendo el juego.
—Entregado, ¿eh?
—No lo sabe usted bien.
—Trabajé en un caso con Sharavi, ¿sabe? —dijo Gene—. Se trataba de un asesino en serie antes de que los calificaran como tales. El tipo es honrado donde los haya. Nunca he conocido a un detective mejor.
Sturgis seguía mirando en derredor, alerta, con la mirada frenética, como si hubiera oído algo que Gene no percibiera.
—Ahora que estoy aquí, al menos tiene a alguien que lo respalde —comentó Gene—. Pensemos algún plan.
—Se suponía que utilizaríamos teléfonos móviles para comunicarnos, pero eso también se ha ido al traste. Tenía todo ese material en mi casa antes de que me pillaran en la comisaría.
—Salvo la pistola.
—Salvo eso. La llevaba en una funda en los pantalones y al chófer no se le ocurrió registrarme, trataban de que pareciera que me habían llamado desde el centro para comunicarme una buena noticia o algo así.
—Un chófer —dijo Gene—. Uno tiene que preocuparse cuando lo escoltan.
Sturgis profirió un extraño gruñido.
¡Imbécil! Nunca hubiera imaginado que fuera homosexual.
—De acuerdo, pensemos en un modo de comunicarnos —dijo.
Gene aguardó largo rato a que él propusiera algo. Se mostraba deferente porque Sturgis aún se hallaba en servicio activo y estaba al corriente de más detalles que él.
—¿Qué le parece esto? —dijo finalmente el tipo—. Usted se queda aquí y vigila los coches…
—El Saab descapotable, la furgoneta Chevy y el Mercedes.
—Bien. Quizá dos de ellos estén en el garaje, aunque hoy he estado aquí varias veces y no los he visto. Yo iré por la parte de atrás de la casa y me asomaré cada media hora por allí, en aquel espacio que hay entre las casas, y levantaré la mano para informarlo de que todo está en orden. Solo le haré esa señal un momento, por lo que debemos sincronizar nuestros relojes. Si no aparezco, aguarde otros cinco minutos y luego vaya a comprobarlo. Si no me ve en seguida, haga algo.
—¿Cómo llamar a la puerta? —propuso Gene—. ¿Cómo si fuera un repartidor a domicilio de pizzas o comida china?
En lugar de responder, Sturgis miró en derredor una vez más, aunque Gene seguía sin comprender la razón.
—Sí, estupendo, cualquier cosa —dijo Sturgis—. Bien, ahora juguemos a películas de espías y sincronicemos nuestros condenados relojes.
Ambos se arremangaron los puños. Gene fijaba su mirada en la esfera de su Seiko sumergible cuando una actividad repentina le hizo perder el equilibrio. Tuvo tiempo de ver una mano enguantada de negro que se desplomaba sobre el brazo armado de Sturgis y despedía la pistola contra el suelo con un ruido sordo.
Mientras veía derrumbarse a su compañero en la oscuridad, lo asieron por detrás, le inmovilizaron los brazos extendidos tras la espalda, lo esposaron al igual que a Sturgis y les cubrieron las bocas con guantes de cuero.
Eran unas figuras vestidas de negro que habían aparecido entre las sombras.
Surgidas de la nada. ¿Dónde diablos se encontrarían?
Por lo menos eran tres, armados hasta los dientes. ¡Santo Dios! Qué ametralladoras. Gene las había visto en redadas de bandas, aunque nunca había disparado una porque, a diferencia de otros policías, nunca había sido fanático de las armas.
A Sturgis lo arrastraron apartándolo de su campo de visión y él sintió que lo trasladaban en dirección opuesta.
¡Maldita situación! Ahora probablemente iba a morir de algo muy distinto de la maldita diabetes.
Cuán necio había sido. Nunca se debía infravalorar al enemigo y un policía como Baker debía de ser un serio enemigo. Pero, aun así, Sturgis y él eran profesionales. ¿Cómo podían…?
Las manos lo conducían por la ladera.
Una voz le chistó silencio en el oído, y borró de su mente imágenes reprobatorias del rostro de Luanne.
¡Oh, querido!
Sí, la he jodido, cariño. Pronto estaré a tu lado.