23
Los restantes detectives se marcharon y Sally le presentó la cuenta a Milo, que le dio la típica propina policial y ella pareció a punto de besarlo.
El hombre se guardó el ticket del cargo pero siguió sentado y Sally se marchó.
—¿Qué piensas?
—Ocho manos son mejor que dos —le dije.
—Todos son honrados —repuso, frunciendo el ceño.
—¿Cómo?
—He estado pensando en lo que dijiste primero sobre Raymond Ortiz. La impulsividad de un primer crimen. Si eso es cierto, nos encontramos realmente en el comienzo de la curva criminal… DVLL. ¿Qué diablos significará?
—Mañana iré a la universidad y jugaré con los ordenadores.
—Estupendo…, gracias.
Apuró otro vaso con té helado que tenía en la mano.
Pregunté dónde estaba el lavabo de hombres, y señaló al otro lado de la sala, una puerta en la esquina a mano derecha.
La abrí y en el otro extremo vi un teléfono de pago. En la puerta posterior figuraban las palabras SOLO EMERGENCIAS. El lavabo era pequeño, embaldosado en blanco, impecable y olía a desinfectante.
También había corriente de aire. Un marco repintado de ventana había sido parcialmente abierto y desde el exterior distinguí el ruido de un motor que se ponía en marcha.
Entonces advertí secos desconchados de pintura en el alféizar. La ventana había sido abierta recientemente.
Una callejuela discurría tras el restaurante y un coche entraba en ella.
Una furgoneta.
Iba con los faros apagados pero, al retroceder, pasó bajo la lámpara de la puerta trasera.
Era una Ford Econoline azul claro o gris, con el logo de un electricista.
Yo había visto aquel mismo coche o uno como ese aquella tarde, aparcado al otro lado de la calle, frente a la casa de los Carmeli.
La callejuela era estrecha y la furgoneta tuvo que dar un giro de tres puntos y exhibió un panel lateral.
Traté de abrir más la ventana pero me fue imposible. Forcé la vista y distinguí el nombre de la compañía:
«ELECTRICIDAD HERMES. SERVICIO RÁPIDO».
Con el logo del mensajero alado, un número 818 que no logré captar.
Una furgoneta. A esos tipos les encantan las furgonetas.
La Econoline se enderezó y los neumáticos giraron. Llevaba los cristales de las ventanillas tintados, y no se veía al conductor.
Mientras se alejaba con rapidez, traté de distinguir la matrícula y conseguí los siete dígitos, que estuve repitiendo en voz alta mientras trataba de encontrar un bolígrafo y una toalla de papel del dispensador.
Milo se levantó con tal fuerza que hizo tambalear la mesa.
—¿Acechando a los Carmeli? ¿Tan arrogante es?
Se precipitó a la zona del baño y abrió bruscamente la puerta de emergencia.
En el exterior, el aire era cálido y la callejuela olía a verduras podridas. Distinguí ruido de sirenas, probablemente de comisaría. Le tendí la toalla de papel.
—Electricidad Hermes.
—Un electricista llevaría uniforme. Una de esas prendas anónimas de color beige o gris propias, asimismo, del empleado de un parque. Los electricistas también llevan un considerable equipo, de modo que nadie repararía en una cámara fotográfica en la parte trasera de una furgoneta. Y recuerdo algo que me dijo Robin cuando reconstruíamos la casa. De todos los operarios, los electricistas solían ser los más meticulosos. Eran perfeccionistas.
—Eso tiene sentido —dijo—. Mete la pata y te despedimos… ¿Estuvo la furgoneta en casa de los Carmeli todo el tiempo?
—Sí.
Cruzamos el restaurante pasando rápidamente entre los comensales. El coche estaba aparcado enfrente, en una zona de carga y descarga.
—Hermes —dije—, el dios de…
—La rapidez. Así que tenemos entre manos a un hijo de puta rápido…
Utilizó la terminal digital móvil para conectar con Jefatura de Tráfico y luego marcó el número de la matrícula. La respuesta llegó al cabo de unos minutos.
—Chevy Nova setenta y ocho, matriculado a nombre de P. L. Almoni, en Fairfax. De modo que el canalla cambió la matrícula. Esto pinta mejor cada vez… Me estoy encaminando hacia esa dirección… Parece encontrarse entre Pico y Olympic.
—El número que aparecía al costado de la furgoneta era un 818.
—De modo que vive en la ciudad y trabaja en el Valley. Tiene un coche personal y una furgoneta de trabajo y cambia las matrículas cuando desea jugar… Almoni… podría ser israelí también, ¿verdad?
Asentí.
—Las cosas se ponen emocionantes. De acuerdo, veamos qué dicen sobre él los archivos criminales del estado y el NCIC.
Comprobó los bancos de datos pero sin éxito. Se puso en marcha.
—Registro limpio —dijo Milo—. Será un condenado principiante, como tú dijiste. Veamos cómo vive ese elemento… a menos que desees irte a casa.
El corazón me latía con fuerza y tenía la boca seca.
—Ni pensarlo.
La parte este de Fairfax, un sector de la avenida relativamente intransitado, estaba llena de almacenes abandonados. Todos los locales se hallaban cerrados, salvo un restaurante etíope sin cortinas en las ventanas. En el interior se veían tres personas sentadas, concentradas en sus platos colmados.
En la dirección de P. L. Almoni había un letrero que decía: «Notario público, servicios de fotocopias, se alquilan buzones». Nos apeamos y miramos por la ventana. Se veían tres paredes con buzones cerrados y un mostrador de servicio en la parte posterior.
—Condenada entrega de correo —dijo Milo—. ¡Adelante, a sus negocios!
Regresamos al coche desde donde telefoneó a Información del Valley, aguardó y respondió:
—¿Estás seguro?
E hizo unas anotaciones.
Luego colgó y esbozó una amarga sonrisa.
—Está conforme el servicio de correos del Valley pero la dirección se halla en el territorio 310. En Holloway Drive, de West Hollywood. Bienvenidos al laberinto, ratoncitos.
Holloway estaba a diez minutos en coche desde el servicio de correos, oportuno y conveniente para el retorcido señor Almoni. Pasamos por el oeste de La Ciénaga, luego hacia el norte más allá del bulevar Santa Mónica y dimos un giro a la izquierda en una calle tranquila llena de bloques de apartamentos. Edificios bien diseñados, muchos de ellos de antes de la guerra, algunos ocultos tras elevados setos. Supuse que alguno de ellos sería el de Almoni.
Se hallaba a escasa distancia, al pie de Sunset Strip pero aislado del ruido y de las luces. Reparé en una mujer que paseaba un perro enorme. Los andares del animal y los pasos de la mujer eran largos y confiados. Escondida entre los apartamentos se encontraba una antigua mansión mediterránea convertida en escuela privada.
Estaba tan oscuro que resultaba difícil distinguir las direcciones. Mientras Milo buscaba el número exacto yo compuse mentalmente un titular de noticias:
No se sabe gran cosa sobre Almoni. Era un hombre tranquilo que, según dicen, residía en este cómodo vecindario.
De pronto se detuvo en la curva.
Errónea conjetura: la sede de Hermes Electric era una estructura más nueva, de tres plantas y bien iluminada, con fachada de obra vista y puertas acristaladas que conducían a un vestíbulo luminoso y con espejos.
Y, asimismo, a breve distancia a pie hasta la casa de Milo y la de Rick en West Hollywood.
Milo, que estaba pensando lo mismo que yo, apretó la mandíbula y dijo:
—Buenas tardes, vecino.
Al apearse del vehículo, examinó una serie de letreros de aparcamiento situados en una farola: el inferior decía que se permitía tan solo el aparcamiento.
Colocó una etiqueta del Departamento de Policía en el salpicadero y comentó:
—No creo que sirva de mucho. Esto es territorio del condado de West Hollywood, a las sanguijuelas contables que contratan les importará un bledo.
Nos dirigimos hacia las puertas acristaladas. Había diez rendijas de buzones, cada una con un timbre.
En el número 6 se leía: «I. BUDZHYSHYN ESCUELA DE IDIOMAS HERMES, S. A.»
—Multitalento —dijo Milo, forzando la vista para consultar su Timex—. Casi es medianoche… sin jurisdicción, sin mandamiento judicial… Me pregunto si habrá algún gerente de la empresa… Veamos ahí, número 2, confío en que no sea madrugador.
Pulsó el timbre de la unidad 2. Durante unos momentos no se recibió respuesta, luego una voz masculina y confusa dijo:
—¿Quién es?
—La policía, señor. Lamento molestarle, pero debería bajar a abrir la puerta del vestíbulo, por favor.
—¿Cómo?
Milo repitió el saludo.
—¿Cómo sé que es usted policía? —preguntó la voz.
—Si baja al vestíbulo, con mucho gusto, me identificaré, señor.
—Si esto es una especie de broma…
—No lo es, señor.
—¿De qué se trata todo esto?
—De uno de sus inquilinos…
—¿Hay algún problema?
—Haga el favor de bajar, señor.
—Aguarde un momento.
Al cabo de cinco minutos entró en el vestíbulo un hombre frotándose los ojos que debía de rondar la treintena. Pese a su juventud era calvo, con bigotito castaño claro y barbita recortada. Llevaba una camiseta holgada gris, pantalones cortos azules y zapatillas de estar por casa. Tenía las piernas pálidas, cubiertas de vello rubio.
Parpadeó, se frotó de nuevo los ojos y nos miró a través del cristal. Milo le mostró su insignia y el tipo de la barbita la examinó, frunció el ceño y murmuró:
—Muéstreme algo más.
—Genial —masculló Milo—. Un tipo quisquilloso.
Le exhibió su tarjeta de identificación de la policía con una sonrisa. Si el tipo sabía que el departamento no tenía jurisdicción en West Hollywood no lo demostró. Asintió con aire soñoliento, abrió la puerta y nos permitió pasar.
—No comprendo por qué no podrían haber venido ustedes a una hora más decente.
—Lo siento, pero surgió un imprevisto.
—¿Qué ha pasado? ¿Quién se halla en dificultades?
—Todavía no las hay, señor, pero tengo que formularle algunas preguntas sobre el señor Budzhyshyn.
—¿El señor Budzhyshyn?
—Sí…
El joven sonrió.
—No existe semejante animal aquí.
—En la unidad 6.
—Es la casa de la señorita Irina Budzhyshyn. Y vive sola.
—¿Hay algún novio, señor…?
—Laurel, Phil Laurel. Como «… y Hardy». Nunca he visto a ningún novio, no sé si sale con alguien. La mayor parte del tiempo está ausente. Es una inquilina tranquila, agradable, que no da problemas.
—¿Adónde va cuando sale, señor Laurel?
—Supongo que a trabajar.
—¿Qué clase de trabajo hace?
—Es una especie de directora de una compañía de seguros. Se gana bien la vida y paga los alquileres religiosamente. Eso es cuanto me preocupa. ¿A qué viene todo esto?
—Anuncia una academia de idiomas.
—Lo hace aparte de su trabajo normal —dijo Laurel.
—Budzhyshyn —repitió Milo—. ¿Es rusa?
—Sí. Dijo que en Rusia había sido matemática, que daba clases en la universidad.
—De modo que la escuela es cosa de pluriempleo.
Laurel parecía incómodo.
—Generalmente no permitimos que los inquilinos desempeñen negocios en sus viviendas, pero lo suyo no es nada importante, tal vez ve a un par de tipos a la semana y es muy tranquila. Muy agradable. Por eso estoy seguro de que ha recibido usted una información equivocada…
—¿Tipos? ¿Todos sus alumnos son masculinos?
Laurel se tocó la barba.
—Creo que lo han sido… ¡Ah, no!
Se echó a reír. Tenía los dientes manchados por la nicotina.
—No, Irina, no. Eso es ridículo.
—¿Qué?
—Está insinuando que sea una especie de prostituta. No, no lo es. No lo permitiríamos, créame.
—¿Ha tenido problemas con prostitutas?
—En este edificio, no, pero en otros, más al este, desde luego… De todos modos, Irina no es de esas.
—¿Es usted el propietario del edificio?
—Copropietario.
Breve mirada al suelo.
—Con mis padres. Se retiraron a Palm Springs y yo me hice cargo para ayudarlos.
Bostezó.
—¿Puedo irme ya a dormir?
—¿Lleva ella también una empresa llamada Electricidad Hermes? —preguntó Milo.
—Que yo sepa, no… ¿De qué va todo esto?
—¿Dónde está esa compañía de seguros en la que ella trabaja?
—En algún lugar de Wilshire. Tengo que consultar mi archivo.
—¿Podría hacerlo, por favor?
Laurel sofocó otro bostezo.
—¿Es realmente tan importante? Vamos, ¿qué se supone que ha hecho?
—Ha surgido su nombre en una investigación.
—¿Sobre electricistas? ¿Alguna especie de fraude de la construcción? Podría contarle anécdotas sobre la construcción. Todos los que trabajan en ella son sórdidos, la ética laboral ha desaparecido totalmente de la civilización norteamericana.
Se interrumpió. Milo sonrió. Laurel se frotó la barbita y suspiró.
—De acuerdo, aguarde. Buscaré el archivo… ¿Desean pasar?
—Gracias, señor —dijo Milo—. Gracias por dedicarnos su tiempo.
Laurel se fue arrastrando los pies y agitando las zapatillas y regresó con un papel amarillo pegado al pulgar, como una diminuta bandera.
—Aquí lo tiene. Estaba equivocado. Es una empresa de depósitos, Metropolitan Title. Como le dije, se encuentra en Wilshire. En su solicitud ella indicó directora de datos. No me siento cómodo facilitándole esta información sin tener su autorización, pero también es cierto que usted podría conseguirla en cualquier otro lugar.
Milo cogió el papelito amarillo y leyó la dirección. Era el bloque 5500 de Wilshire, en algún lugar próximo a La Brea.
—Gracias, señor. Ahora vamos a hacerle una visita a la señorita Budzhyshyn.
—¿A estas horas?
—Nos comportaremos con discreción.
Laurel parpadeó.
—¿No se producirán… alborotos o algo por el estilo?
—No, señor. Solo charlaremos.
Un ascensor pequeño y con espejos nos subió, chirriando, a la segunda planta y nos detuvimos en un descansillo amarillo.
Había dos unidades por planta. El número 6 estaba a la izquierda.
Milo llamó. Durante varios momentos no sucedió nada y se disponía a repetir su llamada cuando la mirilla se iluminó. Mostró su insignia.
—Policía, señorita Budzhyshyn.
—¿Cómo?
—Policía.
—¿Qué desea?
—Hablar con usted, señora.
—¿Conmigo?
Se expresaba con voz ronca y acento velado.
—Sí, señora. ¿Podría abrir la puerta, por favor?
—¿La policía?
—Sí, señora.
—Es muy tarde.
—Lo siento, señora, pero es importante.
—¿Sí?
—Señora…
—¿Desea hablar conmigo?
—Sobre Electricidad Hermes, señora.
La mirilla se cerró.
Y se abrió la puerta.
Debía de tener unos cuarenta años y mediría metro sesenta, era corpulenta e iba descalza. Llevaba una camiseta blanca Armani, talla grande, sobre pantalones de chándal. Tenía el pelo castaño y muy corto y su rostro era agradable. Tal vez había sido bonita hacía diez años, con una nariz pequeña pero bulbosa sobre unos labios gruesos.
Su cutis era hermoso, mejillas sonrosadas sobre marfil. Ojos grises, inquisitivos y despiertos bajo cejas cuidadosamente depiladas.
Abrió la puerta lo suficiente para acomodar sus caderas. Sobre su cabeza se veía una sala principal a oscuras.
—¿La señorita Budzhyshyn? —preguntó Milo.
—Sí.
—¿De Electricidad Hermes?
Una pausa momentánea.
—Yo represento a la escuela de idiomas Hermes —dijo con especial pronunciación. Sonrió—. ¿Hay algún problema?
—Bien, señora —dijo Milo—, estamos algo confundidos. Porque su dirección coincide con una empresa llamada Electricidad Hermes del Valley.
—¿De verdad?
—Sí, señora.
—Esto es… un error.
—¿Lo es realmente?
—Sí, desde luego.
—¿Qué nos dice del señor Almoni?
La mujer retrocedió y entrecerró la puerta.
—¿Quién?
—P. L. Almoni. Conduce una furgoneta para Electricidad Hermes. Tiene un buzón postal no lejos de aquí.
Irina Budzhyshyn no respondió. Finalmente, se encogió de hombros y dijo:
—No lo conozco.
—¿De verdad?
Milo se inclinó hacia adelante y deslizó el pie más próximo a la puerta.
Ella volvió a encogerse de hombros.
—Usted es Hermes y ellos son Hermes y su número está relacionado con su dirección.
No hubo respuesta.
—¿Dónde está Almoni, señora?
Irina Budzhyshyn retrocedió aún más, como si fuera a cerrar la puerta y Milo la asió.
—Si intenta protegerlo, puede meterse en graves problemas…
—No conozco a esa persona.
—¿No conoce a ese individuo? ¿Es un nombre falso? ¿Para qué lo necesita su novio?
Había gritado las preguntas. La corpulenta mujer apretó los labios hasta ponerlos blancos, pero no respondió.
—¿Qué más es falso? ¿Su escuela de idiomas? ¿El trabajo de directora de datos en Metropolitan Title? ¿Con qué se gana realmente la vida, señorita Budzhyshyn? Si no nos lo dice, lo descubriremos, de modo que ahórrese algunos problemas ahora mismo.
Irina Budzhyshyn permaneció impasible.
Milo empujó la puerta para abrirla más y ella suspiró.
—Pasen —dijo—. Charlaremos un poco.
Encendió una lámpara de sobremesa con la forma y el color de una larva. Su salón era como muchos otros: de modestas proporciones, techo bajo, tapicería beige de un extremo a otro de pared y mobiliario desechable. Una mesita plegable y tres sillas también plegables constituían una zona comedor. Tras un mostrador de formica blanco se veía una cocina de color roble claro.
—Siéntense, por favor —dijo, ahuecándose el pelo.
—De acuerdo —repuso Milo.
Y miró a una puerta posterior, tapada por una cortina de cuentas ensartadas a través de la cual se distinguía un cuarto de baño con la puerta abierta sumida en la oscuridad de la noche y ropa interior sobre la puerta de una ducha.
—¿Qué otras habitaciones hay allí?
—Un dormitorio.
—¿Hay alguien en él?
Irina Budzhyshyn negó con la cabeza.
—Estoy sola… ¿Quiere que prepare té?
—No, gracias.
Milo desenfundó su arma, pasó entre las cortinas y giró a la izquierda. Irina permaneció inmóvil sin mirarme.
Al cabo de unos momentos, Milo retornaba.
—De acuerdo. Háblenos de Electricidad Hermes y del señor P. L. Almoni.
En esta ocasión el nombre la hizo sonreír.
—Necesito hacer una llamada telefónica.
—¿A quién?
—A alguien que puede responder a sus preguntas.
—¿Dónde está el teléfono?
—En la cocina.
—¿Hay algo más allí que yo deba conocer?
—Tengo una pistola —repuso tranquilamente—. Está en el cajón próximo al frigorífico, pero no pienso dispararle a usted.
Tras unas rápidas zancadas se hizo con ella. Era una automática cromada.
—Cargada y preparada.
—Soy una mujer que vive sola.
—¿Tiene otras armas?
—No.
—¿Y no hay ningún P. L. Almoni acechando en algún ático?
Ella se echó a reír.
—¿Qué es eso tan divertido?
—No existe esa persona.
—Si no lo conoce, ¿cómo puede estar tan segura?
—Déjeme hacer esa llamada y lo comprenderá.
—¿A quién se propone llamar?
—No puedo decírselo hasta que haya hablado. Usted no es el sheriff del condado, por lo que no tengo que prestarle mi colaboración.
Era una simple exposición de los hechos, no un desafío.
—Pero de todos modos está colaborando.
—Sí. Es… práctico. Voy a llamar ahora. Puede vigilarme si quiere.
Entraron en la cocina y él permaneció junto a ella, dominándola con su altura mientras marcaba los números. Dijo algo en un idioma extranjero, escuchó, dijo algo más y luego le tendió el aparato.
Milo se lo acercó a la oreja y apretó las mandíbulas.
—¿Qué? ¿Cuándo? —En aquellos momentos gruñía—. No sé… De acuerdo, de acuerdo. ¿Dónde?
Y colgó.
Irina Budzhyshyn salió de la cocina y se sentó en un diván con aire satisfecho.
Milo se volvió hacia mí. Se había sonrojado y parecía tenso.
—Era el vicecónsul Carmeli. Debemos reunimos con él en su oficina dentro de un cuarto de hora. En punto. Quizá esta vez nos deje pasar del condenado vestíbulo.