13

Milo apareció mordiendo un cigarrillo apagado y llevando un gran sobre blanco, sin membrete alguno, que contenía los anónimos amenazadores recibidos en el consulado.

—El trabajo de un año —dijo desde la terraza.

—¿Qué hacen con los antiguos? —inquirí.

—No lo sé. Esto es lo que me dio Carmeli. O, más bien, su secretaria. De nuevo sigo sin pasar del vestíbulo. Gracias, Alex. Regreso a los teléfonos.

—¿Aún no ha habido suelte?

—Muchas llamadas pendientes de responder. Hooks ha comenzado a trabajar con Montez. Hasta ahora, el tipo está totalmente limpio. Solo por precaución comprobé una vez más los archivos de los delincuentes: nada. Nos vemos.

Me dio unos golpecitos en el hombro y se volvió, dispuesto a marcharse.

—¿Estás enterado de cualquier escándalo que se esté cociendo en el departamento, Milo? ¿En West Los Ángeles o en Hollywood?

Se detuvo bruscamente.

—No. ¿Por qué?

—No puedo decírtelo.

—¡Ah! —exclamó—. Te refieres a ese muchacho, a Dahl. ¿Alguien lo ha criticado? ¿Sabes algo?

Negué con la cabeza.

—Es posible que no sea nada, pero su terapeuta insinuó que no debería formular demasiadas preguntas.

—¿No alegó ninguna razón?

—Confidencialidad.

—Hum. No, nada que yo sepa. Y aunque no soy el rey de la popularidad, si hubiera algo importante creo que lo sabría.

—De acuerdo, gracias.

—Sí. Que vaya bien el análisis.

Vacié el sobre en mi escritorio. En cada carta aparecía grapado un papelito azul donde figuraban las iniciales LA y la fecha de recepción del documento.

Cincuenta y cuatro cartas; la más reciente era de hacía tres semanas, la más antigua de once meses atrás.

La mayoría eran breves y consecuentemente perversas.

Los anónimos se centraban en tres temas principales.

1. Los israelíes son judíos y, por consiguiente, enemigos, porque forman parte de una comisión conspiradora capitalista banquero-masónica-trilateral para dominar el mundo.

2. Los israelíes son judíos y, por consiguiente, enemigos, porque todos los judíos forman parte de una comisión comunista-bolchevique-cosmopolita para dominar el mundo.

3. Los israelíes son el enemigo porque son usurpadores coloniales que robaron terreno a los árabes y siguen oprimiendo a los palestinos.

Muchísimas faltas de ortografía, la caligrafía más desorganizada que había visto desde hacía tiempo.

El tercer grupo —Israel versus los árabes— contenía las frases más torpes y la mayoría de los errores gramaticales, y supuse que algunos de sus autores serían de origen extranjero.

Cinco cartas del grupo 3 también incluían referencias a niños palestinos asesinados. Las aparté.

Pero no aparecían avisos específicos de venganza contra los hijos del consulado ni contra otros israelíes ni referencia alguna a las iniciales DVLL.

Centré mi atención en los sobres y examiné los matasellos. Procedían de toda California. Veintinueve habían sido expedidos dentro del condado de Los Ángeles, dieciocho desde el condado de Orange, seis de Ventura y uno de Santa Bárbara.

De los cinco que aludían a niños, cuatro eran locales y el otro procedía de Orange.

Los releí. Contenían el veneno racista habitual y no pude distinguir modo alguno de relacionarlo con Irit.

La puerta del despacho se abrió y apareció Robin con Spike. Mientras acariciaba el cuello del animal, Robin reparó en las cartas.

—Cartas de admiradoras —dije.

Leyó una frase y se apartó.

—¡Qué perversas! ¿Se las enviaron al padre de la muchacha?

—Las enviaron al consulado —respondí mientras comenzaba a recogerlas.

—Por mí, no lo dejes —me dijo.

—No, ya he terminado. ¿Cenamos?

—Venía a preguntártelo.

—Podría guisar yo.

—¿Deseas hacerlo?

—Me gustaría sentirme útil; si a ti no te importa, que sea algo sencillo y rápido. ¿Qué tal unas chuletas de cordero? Tenemos algunas congeladas. Coceré unos cereales. Ensalada, vino, helado… el completo, pequeña.

—¿Vino y el completo? Mi juvenil corazón se deshace.

Concentrarme en la parrilla me ayudó a relajarme. Comimos fuera, lenta, tranquilamente y concluimos en la cama una hora después. A las siete y media Robin estaba en la bañera, y yo, tendido sobre las sábanas.

Diez minutos después me llamó Helena.

—Ahora puedo salir, pero en realidad no tiene por qué molestarse —me dijo.

Fui al baño y se lo dije a Robin.

—Bien, aquí ya has hecho tu buena obra, ¿por qué no?

Sycamore era una calle sombreada y atractiva situada al oeste del parque Hancock, llena de dúplex elegantes construidos durante los años veinte. El edificio donde había vivido Nolan Dahl correspondía a esa época, pero como pariente pobre de la misma. Se hallaba estucado en blanco en superficie desigual, sin adornos arquitectónicos y con ventanas estrechas. Algunas yucas se levantaban contra la ventana principal y se veía un pedazo de césped empobrecido. No sugería que recientemente hubiera estado habitado por una víctima mortal, sino de un presupuesto ajustado.

Llegué dos minutos antes que Helena.

—Lo lamento. He tenido que rellenar algunos impresos de alta. Espero que no lleve esperando mucho tiempo.

—Acabo de llegar.

—Su piso es el de abajo —dijo mostrando una llave.

Fuimos hacia la puerta principal. Habían introducido una tarjeta entre la puerta y la jamba y ella la retiró.

—«Detective Duchossoir» —leyó—. Bien, gracias por aparecer por aquí, muchacho… En ningún momento me llamaron para declarar. ¡Qué gracioso!

Abrió la puerta principal, encendió una luz y nos introdujimos entre el desorden mitigado por pesados cortinajes de terciopelo dorado que parecían tan antiguos como el edificio. El salón era espacioso, con techo de vigas y paredes blancuzcas, pero olía a polvo y a sudor y parecía un campo de batalla. El mobiliario que los ladrones habían dejado estaba volcado y estropeado: sillas plegables de madera con las patas rotas y un sofá de pana marrón con adornos apoyado en sus brazos; de su fondo despanzurrado asomaban los muelles y el relleno por las aberturas. Una sencilla lámpara de cerámica estaba destrozada en la alfombra de pelusa verde y sus blancos fragmentos se diseminaban desde el montón principal. En las paredes no se veía nada más que oscuros rectángulos en los que alguna vez había pendido algo.

Una mesa plegable del comedor había sido arrojada contra la pared y había agrietado el yeso. Se veían más sillas plegables. Los cajones de la pequeña cocina estaban abiertos, la mayoría vaciados contra las paredes empapeladas en amarillo. La escasa colección de vajilla de Nolan estaba esparcida por el suelo desigual de linóleo. Como Helena había dicho, no se veían cubiertos.

La nevera, una antigua y blanca Admiral, demasiado pequeña para el espacio previsto, podía proceder de una venta benéfica de objetos usados. La abrí y comprobé que estaba vacía.

Nolan había adoptado el estilo de vida básico de solterón solitario que yo conocía muy bien de tiempo atrás.

—Entraron por aquí, a través de la puerta de la cocina —dijo Helena.

Y señaló un pequeño porche de servicio más allá de un cubo vacío de basura.

En la puerta de atrás aparecía una ventana cuyo cristal había sido destrozado brutalmente y cuyos bordes aún estaban astillados. Les había resultado fácil pasar el brazo por allí y abrir el cerrojo.

Era un cerrojo muy sencillo, que ofrecía una protección nula.

—No adoptaba muchas medidas de seguridad —observé.

—Nolan siempre se jactaba de saber cuidar de sí mismo y probablemente pensaba que no las necesitaba.

Recogió un cuenco roto y lo dejó, al parecer, agotada.

Agotada sin duda al contemplar aquel caos y comprender cómo había vivido su hermano.

Recorrimos un bajo y estrecho pasillo hasta un baño embaldosado de verde con un botiquín vacío. La pasta de dientes, el cepillo y las toallas se amontonaban en el suelo. La ducha estaba seca.

—Parece que también se llevaron las medicinas —dije.

—Si las había. Mi hermano nunca estaba enfermo. Ni siquiera tomaba aspirinas. Por lo menos cuando lo conocí… mientras vivió en casa.

Había dos dormitorios. Uno, totalmente vacío, se mantenía en penumbra por las cortinas. Helena se quedó en la puerta mirando mientras se esforzaba por proseguir. Aquel que había ocupado Nolan tenía un colchón gigantesco y un somier con muelles que acaparaba casi todo el espacio. Una cómoda con cuatro cajones de imitación de madera, que también parecía proceder de alguna reventa, había sido apartada de la pared, sus cajones sacados y arrojados al suelo. La ropa interior, los calcetines y las camisas estaban desperdigados a nuestros pies. A los pies de la cama había habido un televisor, pero ahora no había rastro de ningún aparato. La antena de orejas se hallaba en un rincón. La colcha negra había sido retirada de las sábanas sucias de sudor y el colchón había sido estirado a mitad del somier. Contra las paredes se apoyaban dos almohadas arrugadas, aporreadas hasta la inconsciencia.

Sobre el lecho, en la pared, se veía un círculo donde anteriormente había pendido un reloj.

Y eso era todo.

—Lo que no logro comprender es dónde están sus libros —comentó Helena—. Porque es una de las cosas que siempre tenía en abundancia. Le encantaba leer. ¿Cree que los ladrones pueden habérselos llevado?

—¿Criminales instruidos? —respondí—. Tal vez. ¿Cree que alguno de ellos podía ser de valor?

—¿Se refiere a libros de coleccionista? Lo ignoro. Solo recuerdo que, en casa, en la habitación de Nolan había libros por doquier.

—¿De modo que usted nunca había estado aquí?

—No —respondió como si fuera una confesión—. Él había vivido antes en el Valley y yo fui allí en algunas ocasiones. Pero cuando se incorporó al departamento, se trasladó al otro lado de la colina…

Se encogió de hombros y tocó la colcha.

—Es posible que los regalara —dije.

—¿Por qué iba a hacer eso?

—A veces la gente que considera el suicidio regala cosas que son importantes para ellos. Es un modo de formalizar el paso definitivo.

—Oh —exclamó.

Se le humedecieron los ojos y se volvió. Comprendí que pensaba: «No me los dio a mí».

—Podría haber otra razón, Helena. Usted dijo que Nolan cambiaba muy repentinamente de forma de pensar. Si los libros trataban de política, algo en lo que él ya no creía, tal vez decidió librarse de ellos.

—Es posible. Salgamos de aquí y veamos si aún está el coche.

La parte posterior del jardín estaba más cuidada que la delantera; varios albaricoqueros, melocotoneros y limoneros florecidos y bien podados perfumaban el ambiente. El garaje tenía capacidad para dos plazas. Helena empujó la puerta de la izquierda. Un cordón a la derecha iluminaba el angosto espacio con paredes cubiertas de listones.

El Fierro era de un rojo vivo, estaba cubierto de una fina capa de polvo y sus ruedas estaban semidesinfladas. Hacía mucho tiempo que no se utilizaba.

Me acerqué a inspeccionar la puerta del conductor. Había profundas marcas junto a la cerradura y la ventanilla estaba rajada pero no rota.

—Lo intentaron, Helena. Pero se echaron atrás o tal vez les faltó tiempo.

Ella se acercó y suspiró.

—Lo haré remolcar hoy mismo.

El resto del garaje estaba ocupado por un banco de trabajo de madera, estanterías con botes de pinturas y pinceles secos, una bicicleta con una rueda, una pelota de baloncesto desinflada, varias cajas de cartón bajo un arrugado traje de buceo. El cuadro de instrumentos sobre el banco estaba vacío.

—Han desaparecido sus herramientas —dijo Helena—. Las tenía desde que fue al instituto. Pasó por una fase artística, tallado de madera, y convenció a mamá y papá para que le compraran un juego completo de herramientas. Era un equipo muy caro. Poco después perdió interés en ello… Tal vez los libros estén en esas cajas de ahí.

Se acercó a comprobarlo, apartando a un lado el negro traje de neopreno. Había cinco cajas de cartón; la primera estaba abierta.

—Vacía —dijo—. Es una pérdida de tiempo.

Levantó una segunda caja. Por el modo en que tensó los brazos, parecía que pesaba.

—Aún está cerrada.

Con ayuda de la llave trató de romper la cinta adhesiva, aunque sin éxito. Saqué mi navaja del bolsillo y corté profundamente.

Se quedó boquiabierta.

En el interior se encontraban varios álbumes grandes de polipiel de varios colores. El de encima de todo era negro y en la parte superior en letras doradas decía fotografías. Helena lo ojeó y aparecieron las fotos protegidas bajo las hojas de plástico.

Pasó con rapidez las hojas, casi frenética.

La misma imagen en diversas formas: la madre regordeta, el padre ectomorfo, dos lindos niños rubios. Árboles en el fondo, el océano, un ferry, o simplemente el cielo azul. Helena, que no debía de tener más de doce años, en todas ellas. ¿Se había detenido entonces la vida familiar?

—Son nuestros álbumes de familia —dijo—. Los tenía mamá. He estado buscándolos desde que ella murió, no sabía que los conservara él.

Pasó otra página.

—Papá y mamá… se veían tan jóvenes. Esto es tan…

Cerró el álbum.

—Las miraré más tarde.

Cogió la caja y la transportó hasta su Mustang. Tras colocarla en el asiento delantero del pasajero, cerró la puerta.

—Bien, por lo menos he conseguido algo. Gracias, doctor Delaware.

—No se merecen.

—Encargaré que trasladen el coche mañana.

Se puso la mano en el pecho. Le temblaban los dedos.

—Nolan cogió los álbumes de casa de mamá sin avisar. ¿Por qué no me lo dijo? ¿Por qué nunca me contaba nada?