24
Wilshire estaba vacío cuando nos detuvimos delante del edificio del consulado. Cuando nos apeábamos del vehículo vimos que había alguien frente a la puerta del vestíbulo apagado.
El hombre nos examinó y luego se adelantó a la luz de la calle. Era joven y llevaba chaqueta deportiva y pantalones. Tenía los hombros anchos y las manos grandes, en una de las cuales llevaba un walkie-talkie. Sus cabellos eran negros y muy cortos, al igual que el guardián que se encontraba tras la ventanilla de recepción del consulado. Podían haber sido el mismo hombre.
—Los acompañaré —dijo en tono categórico.
Emprendió la marcha seguido de nosotros, abrió la puerta y cruzamos el resonante vestíbulo. Los tres subimos en ascensor hasta la planta diecisiete. Parecía aburrido.
La puerta se abrió y Zev Carmeli apareció en el pasillo.
—B’seder —dijo.
Y el joven se quedó en el ascensor y descendió en él.
Carmeli vestía traje negro y camisa blanca pero iba sin corbata y apestaba a tabaco. Aunque se había mojado y peinado los cabellos se le veían algunos remolinos.
—Por aquí —dijo.
Giró bruscamente y nos condujo a la puerta blanca de la misma sala de conferencias. En esta ocasión la atravesamos y llegamos al sector de los cubículos de la zona de trabajo. Maquinaria de oficinas, un refrigerador de agua, un tablero de corcho lleno de memorándums y los carteles de viajes que yo había visto tras la ventanilla de la recepción. Los paneles fluorescentes del techo estaban apagados y la luz procedía de una sola lámpara de pie situada en una esquina. Nada distinguía aquel lugar de cualquier otro recinto burocrático.
Carmeli seguía andando, encorvado, oscilando vagamente los brazos hasta que llegó a una puerta en la que figuraba su nombre. Giró el pomo, se hizo a un lado y nos invitó a entrar.
Al igual que el apartamento de Irina Budzhyshyn, su despacho era impersonal, con cortinas azules, según supuse sobre ventanas, una pared con estanterías semivacías de madera sujetas con elementos en ele, una mesa escritorio asimismo de madera con patas metálicas, un sofá gris y un diván.
En este se hallaba sentado un hombre que se levantó al vernos llegar sin sacar la mano izquierda del bolsillo de sus tejanos azules.
El hombre rondaba los cuarenta, debía de medir metro sesenta, pesaría sesenta y cuatro kilos y vestía una cazadora de nailon negra, camisa azul claro y zapatos deportivos negros. Su pelo, muy ensortijado, era negro moteado de gris y lo llevaba cortado al estilo afro. Tenía el rostro delgado y muy terso y cutis café con leche tenso sobre rasgos finamente moldeados. Su nariz era firme y con aletas infladas, y sus labios eran gruesos, llenos y curvados. Tenía los ojos de color castaño muy claro, en realidad dorados, y sombreados por largas y curvadas pestañas. Las cejas arqueadas le daban un aire de permanente sorpresa que contradecía el resto de su rostro: pétreo, inescrutable.
Probablemente procedería de Oriente Medio, aunque podía haber sido latino, indio americano o un negro de cutis claro.
Me resultaba familiar sin saber por qué… ¿Lo habría visto antes?
Su mirada se encontró con la mía y la desvió rápidamente. Sin hostilidad, todo lo contrario. Agradable, casi amistoso.
Entonces comprendí que su expresión no había cambiado. Como una tarjeta de Rorschach, su neutralidad me había inducido a interpretar.
Milo lo estaba mirando pero desvió su atención a Carmeli cuando el cónsul pasó tras el escritorio y se sentó.
Mi compañero apretaba sus grandes manos y vi que las abría en aquel momento. Se esforzaba por parecer relajado. Durante el trayecto desde Holloway Drive había permanecido en silencio, conduciendo a demasiada velocidad.
Se sentó en el sofá sin ser invitado y yo hice lo mismo.
El hombre moreno de ojos dorados aún seguía mirándonos. O quizá miraba más allá de nosotros.
De pronto comprendí que ya lo había visto antes y recordé dónde.
Cuando desaparecía del escenario del crimen de Latvinia Shaver. Conducía una especie de coche no muy grande, un Toyota gris, en el instante en que llegaron los equipos de filmación. Llevaba un uniforme como el de Montez, el conserje.
Se me representó otra imagen.
El día en que Milo me llevó al parque natural a presenciar el escenario del crimen de Irit también habíamos visto a un hombre uniformado de piel oscura.
Llevaba el uniforme de trabajador del parque y conducía una especie de segadora, sacos de hojas se amontonaban en el césped.
Un salacot le había ocultado el rostro.
¿Nos seguía? No, en ambos caso había llegado antes allí.
¿Se nos anticipaba?
¿Llevaba ventaja porque tenía acceso a la información de la policía?
Milo había dicho que Carmeli parecía haber cambiado súbitamente de actitud, que se había mostrado más colaborador.
¿Sabía que Milo era serio y se esforzaba en su trabajo porque no lo había perdido de vista?
Saludé con la cabeza al hombre moreno sin esperar respuesta, pero él me devolvió el saludo. El gran rostro de Milo expresaba plena curiosidad y furia.
Zev Carmeli sacó un cigarrillo y lo encendió sin ofrecerle al moreno. Quizá sabía que él no fumaba. Debía de conocer sus costumbres.
El hombre permanecía inmóvil, con la mano izquierda metida en el bolsillo.
Carmeli dio varias caladas, se aclaró la garganta y se irguió en su asiento.
—Caballeros, les presento a Daniel Sharavi, subjefe de la Policía Nacional Israelí, Distrito Sur.
—Distrito Sur —repitió Milo lentamente—. ¿Qué significa eso?
—Jerusalén y las zonas circundantes —repuso Carmeli.
—De modo que su mapa comprende también Carolina del Sur.
Sharavi se arrellanó en el sofá. Llevaba la cazadora abierta, con las solapas separadas, y asomaba su torso delgado y liso. No parecía llevar funda sobaquera ni armas visibles y el bulto que se advertía en el bolsillo era demasiado pequeño y solo podía corresponder a sus cinco dedos.
—Hace varios años, el subjefe Sharavi dirigió una importante investigación sobre una serie de crímenes sexuales cometidos en Jerusalén conocidos Como los «crímenes del Carnicero».
—Hace varios años —dijo Milo—. Debió de pasárseme por alto.
—Los crímenes en serie son casi inexistentes en Israel, señor Sturgis. Carnicero fue el primer caso de nuestra historia. Somos un país pequeño y el impacto fue enorme. El subjefe Sharavi resolvió el caso. Desde entonces no se ha producido nada similar.
—Felicidades —dijo Milo, volviéndose hacia Sharavi—. Debe de ser agradable tener tiempo que perder.
Sharavi no se movió.
—El subjefe Sharavi también está familiarizado con Los Ángeles porque forma parte del contingente de seguridad que acompañó a nuestros atletas en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles —prosiguió Carmeli—. Me gustaría que trabajara con él en los actuales asesinatos.
—Asesinatos —dijo Milo sin apartar su mirada de Sharavi—. Plural, no solo se refiere a su hija. Parece que está usted al corriente de todo.
Carmeli dio una calada y limpió su escritorio con la palma de la mano.
—Estamos enterados de… los acontecimientos.
—Apuesto a que así es —repuso Milo—. Así que, ¿dónde han colocado ustedes los micrófonos? ¿En el salpicadero de mi coche? ¿En el teléfono de mi oficina? ¿En la suela de mi zapato? ¿Por toda la parte de arriba?
No obtuvo respuesta.
—Probablemente, también en mi casa —dije—. La noche que se disparó la alarma de seguridad. Por lo que oigo aquí, han tenido acceso a muchísima información. Pero el subjefe ha estado con nosotros desde mucho antes.
Me enfrenté a Sharavi.
—Lo he visto dos veces. En la escuela elemental Booker T. Washington el día en que se descubrió el cuerpo de Latvinia Shaver y en el parque natural cuando Milo y yo examinamos el escenario del crimen. Usted conducía una segadora. Las dos veces llevaba uniforme.
La expresión de Sharavi no se alteró lo más mínimo y tampoco respondió.
—¿No es interesante? —dijo Milo.
También se esforzaba por mantener la calma. Había mucha tensión en el ambiente.
Carmeli fumaba con avidez y solo se detenía a mirar el cigarrillo como si ese acto exigiese concentración.
—Bien —dijo Milo—. Estoy seguro de que me encuentro ante un auténtico experto. Un verdadero sabueso.
Sharavi sacó la mano del bolsillo y la puso sobre su regazo. La parte superior relucía con el tejido grisáceo-marrón de una cicatriz profundamente hundida, como si le hubieran vaciado un trozo de carne y hueso. El pulgar estaba atrofiado y retorcido de forma antinatural y yo había valorado en exceso su número de dedos. El pulgar estaba intacto, pero todo lo que quedaba del índice era el muñón de un nudillo y los tres dedos restantes también estaban desechos, apenas consistían en hueso desnudo con una funda de color pardo.
—Comencé a investigar el caso poco antes de que usted apareciera, detective Sturgis —dijo.
Su voz era juvenil, apenas se le advertía acento.
—Confío que podamos dejar esto a un lado y trabajar juntos.
—Desde luego —dijo Milo—. Como una familia feliz. Yo ya confío en usted.
Cruzó y descruzó las largas piernas y sacudió la cabeza.
—Así pues, ¿cuántos delitos graves ha descubierto hasta el momento jugando a James Bond?
—El subjefe Sharavi está actuando bajo plena inmunidad diplomática —repuso Carmeli—. Está protegido de amenazas y acusaciones…
—¡Ah! —exclamó Milo.
—¿De modo que queda convenido, señor Sturgis?
—¿Convenido?
—Un acuerdo para compartir trabajo y colaboración.
—Compartir… —repitió Milo, riendo—. ¡Dios Santo! ¡Enséñame lo tuyo y yo te enseñaré lo mío! ¿Y si digo que no?
Carmeli no respondió.
Sharavi simuló examinar su destrozada mano.
—Déjeme adivinar —dijo Milo—. Llamará al despacho del alcalde, me quitarán el caso y me sustituirán por algún lacayo deseoso de compartir.
Carmeli dio una profunda calada.
—Mi hija fue asesinada. Confiaba en una actitud mucho más madura por su parte.
Milo se levantó.
—Permita que le ahorre la molestia. Búsquese a un tipo más maduro y yo regresaré a enfrentarme con homicidios corrientes con obstrucciones corrientes. No será una gran pérdida para usted; puesto que lo ha estado siguiendo de cerca, ya sabe que no hemos realizado muchos progresos. Adiós… shalom.
Se levantó dispuesto a marcharse y yo lo imité.
—Hubiera preferido que siguiera en el caso, detective Sturgis —dijo Carmeli.
Milo se detuvo.
—Lo siento, señor. Pero me temo que no funcionaría.
Salimos de la oficina y regresamos a la puerta que daba a la sala de conferencias cuando Carmeli nos dio alcance. Milo giró el pomo de la puerta, que no se movió.
—Hay un cierre maestro para toda la suite —dijo Carmeli.
—¿Secuestro también? Creía que sus muchachos rescataban rehenes…
—Le hablo en serio, detective Sturgis. Deseo que lleve usted el caso de mi hija. Fue asignado a él en primer lugar porque lo pedí yo personalmente.
Milo dejó caer la mano del pomo.
—Pedí que fuera usted porque las cosas se habían atascado —repitió Carmeli—. Gorobich y Ramos son buenas personas y parecían bastante competentes para casos rutinarios. Pero yo sabía que no se trataba de nada rutinario y que pronto resultaría evidente que ellos no estaban a la altura. No obstante, les di tiempo. Porque, contrariamente a lo que usted cree, nunca fue mi intención entorpecer la investigación. Lo único que deseo es encontrar al miserable que asesinó a mi hija. ¿Lo comprende usted? ¿Es así?
Se había acercado a Milo, cortándole el paso, al igual que… exactamente como yo había visto hacer a Milo con los sospechosos.
—Eso es lo único que me preocupa, señor Sturgis. Los resultados. ¿Comprende? Nada más. Gorobich y Ramos no consiguieron nada, por lo que…
—¿Qué le hace pensar…?
—… fueron retirados del caso y se lo asignaron a usted. Yo realicé alguna investigación. La actuación de los detectives de Robo y Homicidios en la comisaría de West Los Ángeles. Deseaba saber qué detectives evitaban lo rápido y fácil y tenían un historial de asumir casos atípicos. Y, entre ellos, qué detective tenía el promedio más elevado de resolver casos durante los últimos diez años. Son cosas que el departamento no desea hacer públicas, los datos eran difíciles de obtener, pero lo conseguí. ¿Y sabe, señor Sturgis? Su nombre era el que más destacaba. Su promedio de resolución es un dieciocho por ciento superior al de su más próximo competidor, aunque su promedio de popularidad es considerablemente más bajo. Lo cual también es estupendo, pues no dirijo un club social. En realidad…
—Nunca he visto estadísticas como esas…
—Estoy seguro de que así es.
Carmeli sacó otro cigarrillo y lo agitó como la batuta de un director.
—Oficialmente no existen. De modo que felicidades. Es usted el ganador. No se trata de que ello contribuya al progreso de su carrera… También ha sido descrito como alguien que suele carecer de refinamiento y buenos modales, alguien a quien no le importa un bledo lo que la gente piense de él. Alguien que puede ser un matón.
Nuevas caladas.
—También hay gente en el departamento que cree que alberga tendencias violentas. Estoy enterado del incidente en el que le partió la mandíbula a un superior. Mi interpretación del hecho fue que estaba moralmente justificado, pero no obstante fue un acto necio e impulsivo. Me molestó, pero el hecho de que no haya vuelto a hacer nada parecido durante cuatro años me ha animado.
Se aproximó aún más y miró a Milo directamente a los ojos.
—Su condición de homosexual también me estimula, porque es evidente que, por muy liberal que sea la línea que adopte en público el Departamento de Policía, y por muy elevado que sea el calibre de su trabajo, siempre será un marginado, nunca alcanzará los escalafones más altos.
Otra profunda calada.
—Esto es a lo más alto que llegará usted, señor Sturgis. Lo que, para mis necesidades, es perfecto. Alguien que ambicionara alcanzar la cumbre… alguien prudente, un arribista, es exactamente lo que no deseo. Algún mono cegado por la ambición que se precipite por la escalera administrativa, mirando por encima del hombro a cada segundo y cubriéndose las espaldas.
Parpadeó.
—Mi hija me fue arrebatada. La burocracia es lo último que necesito, ¿comprende? ¿Lo comprende usted?
—Si lo que espera son resultados, ¿por qué ha hecho que fuera tan difícil para mí conseguir infor…?
—No, no, no —repuso Carmeli, fumando y parpadeando entre el humo—. Por lo que se refiere a interpretar mis motivaciones no es usted tan astuto como se cree. No le he ocultado nada importante. Me hubiera desnudado y exhibido por el bulevar Wilshire si eso hubiera conducido a la justicia al canalla que asesinó a mi Irit. ¿Lo comprende?
—Yo…
—La vida tiene sus altibajos, nadie lo sabe mejor que los israelíes. Pero perder a un hijo joven es un hecho antinatural y perderlo con violencia es una abominación. Uno nunca puede estar preparado para ello y se siente incapaz de ayudar a aquellos que…
Agitó la cabeza violentamente.
—No deseo un compañero de equipo, Milo.
Había utilizado su nombre como si estuviera acostumbrado a ello.
—Por el contrario. Venga e infórmeme de que lo ha encontrado, de que lo ha matado de un tiro o degollado y seré el hombre más dichoso del mundo, Milo. No feliz, no jocoso, alegre ni optimista. Nunca he sido así, incluso en mi niñez tenía una perspectiva pesimista del mundo. Por eso fumo sesenta cigarrillos diarios. Por eso trabajo para un gobierno. Pero más dichoso. Parcialmente sanado de la herida. Restañando el pus.
Tocó la solapa de Milo y este se lo consintió.
—Ha visto a mi esposa. Esta vida, estar casada conmigo y reprimirse, siempre ha sido difícil para ella. Ahora no se siente deseosa de vivir como una sombra, de soportar las más triviales imposiciones. Trabaja, regresa a casa y no sale, no me acompaña en mis funciones. Aunque sé que no puedo reprochárselo, me enojo y discutimos. Mi trabajo me ayuda a evadirme pero el de ella la obliga a contemplar los hijos de los demás, día tras día. Le he dicho que lo deje, pero se ha negado. No deja de autocastigarse.
Se meció sobre sus talones.
—Costó treinta y tres horas dar a luz a Irit. Surgieron complicaciones y ella siempre se sintió culpable de las incapacidades de la niña, aunque en realidad las ocasionó una fiebre meses después. Ahora sus sentimientos son… Cuando voy a casa no sé qué voy a encontrarme. ¿Cree usted que deseo un compañero de equipo, Milo?
Le soltó la solapa. Milo estaba palidísimo, la piel en torno a su boca tan tensa que las marcas de acné se habían comprimido hasta convertirse en una especie de picaduras.
—La tensión ya se ha cobrado su precio —dijo Carmeli—. Algunas cosas no se pueden cambiar. Pero yo… deseo saber. Deseo soluciones.
—De modo que se propone utilizarme como un verdugo…
—No. Dios no lo quiera. Deje de leer entre líneas que no tienen interpretación. Lo que deseo es sencillo: saber, justicia. Y ahora debe admitir que no es justo para mí ni para mi familia, ¿no es cierto? Esa muchacha del patio de la escuela, posiblemente el muchachito de East Los Ángeles. ¿Por qué debía matar ese monstruo a más niños?
—¿Justicia definitiva? —inquirió Milo—. ¿Yo lo encuentro y sus hombres acaban con él?
Carmeli retrocedió unos pasos, aplastó el cigarrillo y buscó otro a tientas en su bolsillo.
—Entiendo su indignación. A nadie le agrada ser observado y, menos que a nadie, a un detective. Pero aparte a un lado su ego y deje de ser tan obstinado.
Encendió su cigarrillo.
—Hemos transgredido algunas normas para obtener información… Bien, ya hemos confesado. Soy diplomático, no terrorista. He visto lo que hacen los terroristas y respeto las normas legales. Capture a ese montón de basura y llévelo ante los tribunales.
—¿Y si no puedo?
—Entonces su promedio de resolver casos desciende y yo busco otras soluciones.
Mientras Milo lo observaba, Carmeli aspiraba bocanadas de humo y daba golpecitos en el suelo con el pie. Sus ojos tenían una expresión salvaje y, como si lo comprendiera, los cenó.
Cuando los abrió, su mirada era inexpresiva y el aspecto de su rostro me produjo un escalofrío.
—Si rechaza mi propuesta, no haré llamadas telefónicas vengativas al alcalde ni a ninguna otra persona, Milo, porque la venganza es personal y usted no tiene ningún interés para mí personalmente, solo como medio para un fin. Usted haría bien en adoptar la misma actitud. Considéreme como un necio burócrata, maldígame todas las mañanas por escuchar sus conversaciones. Yo aceptaré sus maldiciones. ¿Pero acaso su opinión sobre mí significa que el asesino de Irit no merece sus mejores esfuerzos?
—Este es el caso, señor Carmeli. Usted ha estado obstaculizando mis mejores esfuerzos.
—No, lo rechazo. Lo rechazo por completo, y si analiza la situación honradamente, también usted lo hará. Si las zapatillas del niño Ortiz fueron expuestas ante la policía para atraer la atención, ¿acaso han concedido más atención hacia el canalla para resolver el problema? Sea sincero.
Buscó un cenicero, encontró uno en un cubículo próximo, lo cogió y sacudió en él la ceniza.
Pensé en la conversación que había oído en la cocina. Mis teorías y los procedimientos de Milo.
Ahora volvía a enfrentarse cara a cara con Milo, a escasos centímetros de distancia, sosteniendo el cigarrillo cerca de la pernera de su pantalón.
—Escuche —dijo Milo—, no voy a quedarme aquí y darle mucha importancia a todo esto porque usted ha pasado por ello y tiene razones de peso. Pero tampoco pienso dejarle controlar la investigación por su indignación ni por quien pueda ser usted. Usted se halla fuera de su elemento, y no sabe qué diablos está haciendo.
—Lo admito.
—El caso es, señor Carmeli, que mi trabajo consiste en más transpiración que inspiración, y si resuelvo algunos casos más que otros, probablemente es porque trato de no distraerme. Y usted me ha estado distrayendo. Desde el principio ha tratado de dominar la situación. Y ahora surge toda esta tontería del espionaje. He perdido horas de tiempo de investigación persiguiendo a su hombre en lugar de buscar al asesino de Irit y, ahora, me ordena que lo adopte y precisamente…
—No es una orden, sino una petición, y además puede serle útil. Es un detective muy hábil.
—Sin duda lo es —repuso Milo—. Pero un caso en un país donde los crímenes violentos son limitados no tiene nada que ver con lo que nos estamos enfrentando. Y ahora tendré que dedicar tiempo del que preciso en esta investigación para tratar de averiguar dónde colocó sus condenados micrófonos…
—No será necesario —dijo alguien con voz queda e infantil.
No había oído salir a Sharavi del despacho pero allí se encontraba, de nuevo con la mano en el bolsillo.
—Yo le diré exactamente dónde están instalados.
—Estupendo —repuso Milo, volviéndose hacia él—. Muy consolador.
Y le dirigió una mirada de indignación.
—No nos proponíamos causar ningún daño, Milo —intervino Carmeli—. La intención siempre ha sido ser francos, finalmente…
—¿Cómo finalmente?
—La vigilancia no era nada personal. Y si debe culpar a alguien, cúlpeme a mí. El subjefe Sharavi se hallaba casualmente en Estados Unidos por otros asuntos y lo hice trasladar a Los Ángeles porque Gorobich y Ramos no llegaban a ninguna parte. Ellos dos hablaron conmigo, pero nunca me dijeron nada. Estoy seguro de que sabe lo que quiero decir.
Milo no respondió.
—Yo necesitaba un punto de partida —prosiguió Carmeli—. Alguna información básica. ¿Puede usted asegurar honradamente que, en mi situación, no hubiera hecho lo mismo? La idea, en todo momento, era que si el subjefe Sharavi descubría algo, usted sería el primero en…
—¿Finalmente? ¿Y si el doctor Delaware no hubiera reparado en la furgoneta que estaba en el callejón? ¿Hubiera llegado a decirnos algo?
Se enfrentó a Sharavi.
—Me hubieras atornillado, ¿verdad, James Bond?
—Sí —respondió Sharavi con absoluta indefensión.
Milo meneó la cabeza.
—Cambio de matrículas, servicio de entrega de correo y una falsa profesora de idiomas para ocultar la pista. ¿Quién es Irina? ¿Una agente secreta con todas las de la ley o solo una colaboradora independiente? ¿Y quién diablos es P. L. Almoni?
Carmeli sonrió y ocultó su rostro tras la mano que sostenía el cigarrillo.
—Mi error consistió en no apreciar las dotes de observación del doctor Delaware —dijo Sharavi.
—Subestimar al doctor Delaware no es un modo de ganar a las cartas —replicó Milo—. Es un tipo detallista que se adapta a todos los matices.
—Es evidente —dijo Sharavi—. Fue quien instó a investigar por la vertiente del DVLL.
—Nuestro primer auténtico golpe de suerte —repuso Carmeli, agitando su cigarrillo—. Por fin. Lo hemos introducido en todas nuestras bases de datos. Aquí, en Israel, en Asia y en Europa. Contamos con recursos de los que usted no dispone. Si vamos a una, no se trata de dejar paso a los egos…
—¿Se ha enterado de algo a través de sus bases de datos? —le preguntó Milo.
—Todavía no, pero el caso es que cuanto más amplia sea la red…
—A veces cuanto más amplia es la red, mayores son los embrollos, señor Carmeli —lo interrumpió Milo.
Se volvió hacia Sharavi y le dijo:
—Y bien, dígame, subjefe, ¿también está siendo grabada esta conversación?
Sharavi enarcó aún más las cejas. Miró a Carmeli.
—No, hemos desconectado las grabadoras de la suite —respondió Carmeli—. Sin embargo, sí grabamos nuestra primera entrevista.
Milo se permitió esbozar una tenue sonrisa. Se confirmaba su intuición personal.
—A partir de ahora —prosiguió Carmeli—, le doy mi palabra de que no se realizará más vigilancia sin su…
—Suponiendo que haya un «a partir de ahora» —dijo Milo.
—¿Tan egoísta es usted? —exclamó Carmeli.
Se volvió hacia mí.
—Cuando me dirijo a Milo lo incluyo a usted, doctor. A la luz de la vertiente del DVLL y otros dos crímenes relacionados, nos enfrentamos claramente a un asesino psicopatológico, por lo tanto, se requiere un factor psicológico. No trato de interferirme entre usted y Milo, pero sea cual sea su decisión, el consulado israelí está dispuesto a satisfacerle generosamente sus honorarios. El consulado, asimismo, está dispuesto a extendérselo a usted considerablemente. Porque sabemos que las circunstancias son contrarias al éxito y todo cuanto podamos hacer…
—¿Todo? —dijo Milo—. ¿Está diciendo que la investigación goza de toda la influencia de su oficina?
—Ciento por ciento. Siempre ha sido así.
—¿Está en condiciones de prestar toda su influencia siendo tan solo un director social? ¿Con licencia para servicio de banquetes?
Carmeli estaba exultante.
—Todo cuanto esté en mi mano, yo…
Dirigió su mirada a Sharavi, que no hizo comentario alguno.
—Soy un organizador —dijo Carmeli—. Organizo toda clase de cosas.