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Se marcharon los tres, hablando de procedimientos, una conversación entre policías, mientras yo pensaba en Nolan Dahl.
Consideraba el paralelismo con Ponsico: otro muchacho brillante que se había suicidado.
Pero la similitud no era muy profunda. El cociente intelectual no constituía una defensa contra el dolor. A veces hacía daño percibirlo con excesiva claridad.
Pero a la mañana siguiente seguía pensando en ello.
La sombría situación del doctor Lehmann, cosas que era mejor que Helena ignorara.
¿Cosas que habían sumido a Nolan en un profundo sentimiento de culpabilidad?
Supuse que debía de tratarse de algún secreto de carácter sexual, pero tal vez no. Helena había comentado que Nolan tendía a ser extremista.
¿Hasta qué punto lo había sido?
¿Lo habían trasladado de West Los Ángeles por algo que había hecho allí?
Irit había sido asesinada en West Los Ángeles. Cuando visité el escenario del crimen tras la muerte de Latvinia imaginé a un monstruo uniformado.
¿Un policía?
¿Un joven policía grande, fuerte, sonriente y atractivo?
Era algo indignante… Pero un policía de West Los Ángeles hubiera conocido los caminos posteriores del parque y hubiera sido capaz de despistarse por ellos.
Un policía siempre podía dar alguna razón para encontrarse en algún lugar.
Pero la policía de West Los Ángeles no patrullaba el parque, sino que lo hacían los guardabosques… ¿Se encontraría allí durante el descanso de mediodía?
¿El código siete para donuts y homicidio?
Pero no, aquello no tenía sentido. Nolan llevaba varias semanas muerto cuando se produjeron los asesinatos de Latvinia y Melvin Myers. Y no existía la menor evidencia de que Nolan le hubiera hecho jamás daño a nadie más que a sí mismo.
Imaginación desbordante, Delaware. El factor tiempo era erróneo.
A menos que hubiera más de un asesino.
Que no se tratara solamente de una cuestión muchacho-muchacha, sino de un club de asesinos. Eso explicaría la diversidad de modus operandi.
Un juego de grupo: dividir la ciudad, un distrito policial por jugador. Nolan les diría cómo hacerlo porque era un experto en procedimientos…
Ya era suficiente. Estaba difamando a un hombre muerto porque había sido inteligente. Por eso y por un terapeuta escurridizo. No cabía duda de que Nolan había revelado secretos a Lehmann que este creía mejor mantener enterrados. Protección que no lo diferenciaba mucho de mí.
Aun así, Helena había huido.
¿Por qué?
Decidí intentarlo una vez más con ella.
En aquellos momentos, el teléfono de su domicilio no funcionaba. Debía de haberse marchado para mucho tiempo.
Tras perder a sus padres y sin familia próxima, ¿a quién recurriría en momentos de tensión?
¿A parientes lejanos? ¿Amigos? Yo no conocía a ninguno de ellos.
En realidad, apenas sabía nada de ella.
Me había mencionado a un pariente: el exmarido.
Gary es neumólogo, básicamente un tipo agradable. Pero decidió que quería ser granjero y se trasladó a Carolina del Norte.
¿Se expresaba de modo caritativo o la ruptura había sido amistosa?
Llamé a Rick a Cedars y se puso al aparato con tono impaciente, que se suavizó al enterarse de que era yo.
—Desde luego —dijo—, Gary Blank. Había trabajado aquí también. Buen neumólogo, sureño. En el fondo era una especie de campesino.
—¿Procedía de Carolina del Norte?
—No lo sé, Alex, ¿por qué?
—Me pregunto si Helena habrá recurrido a él.
—Hum… el divorcio fue amistoso, dentro de lo que cabe, claro. Y Gary es un tipo tolerante. Si ella le pidió alojamiento, no me cabe duda de que le abrió las puertas de su casa.
—Gracias.
—¿De modo que aún tratas de localizarla?
—Ya me conoces, Rick. Nunca me ha gustado dejar los casos sin concluir.
—Sí —dijo—. Yo también era así.
—¿Eras?
Se echó a reír.
—Ayer.
Carolina del Norte tiene tres prefijos telefónicos: 704, 910 y 919. Consulté en Información por todos ellos antes de embarcarme en el 919.
Gary S. Blanck, a secas, sin título alguno. Un camino rural próximo a Durham.
Hora de cenar en Carolina del Norte.
Helena respondió al segundo timbrazo.
Reconoció mi voz en seguida y la suya se volvió tensa.
—¿Cómo ha podido encontrarme?
—Cuestión de suerte. No pretendo ser entrometido pero deseaba saber cómo le va. Si esto le hace pasar un mal rato, dígamelo.
Ella no respondió. Distinguí música de fondo. Algo barroco.
—Helena…
—No pasa nada. Estoy… supongo que emocionada de que se haya preocupado. Lamento haberme escabullido sin darle ninguna explicación pero… es muy duro, doctor Delaware. Yo… es muy difícil. Realmente me ha cogido desprevenida.
—No es necesario que…
—No, no pasa nada. Solo… que me sentí muy estresada y decidí dar un giro rotundo a mi vida.
—¿Se trata de algo que supo sobre Nolan?
—¿Qué quiere decir? —exclamó, elevando el tono de voz.
—No volvió a concertar otra entrevista tras encontrar aquel álbum fotográfico familiar en el garaje de Nolan. Me preguntaba simplemente si había algo allí que la había trastornado.
Otro silencio prolongado.
—¡Cielo Santo! —exclamó—. ¡Mierda!
—Helena…
—¡Por Dios…! ¡En realidad no deseo hablar de esto!
—No se preocupe.
—Pero yo…, doctor Delaware, este asunto es agua pasada. No hay nada que yo pueda cambiar. No es asunto mío, en realidad. Tengo que concentrarme en lo que pueda hacer. Superar esto, seguir adelante.
No respondí.
—Usted es bueno —dijo ella—. Brillante, extraño… Lo siento. Lo que digo no tiene sentido, ¿verdad?
—Sí, sí que lo tiene. Se enteró de algo inquietante y no desea sacarlo a relucir.
—Exactamente, eso es.
Dejé transcurrir unos segundos.
—Solo una cosa, Helena. Si Nolan estaba implicado en alguna actividad que aún está en marcha y usted tiene la posibilidad de…
—¡Desde luego que aún está en marcha! El mundo apesta, está lleno de… de esa clase de cosas. Pero yo no puedo asumir la responsabilidad por la menor… ¿qué? Aguarde.
Voces sofocadas. Su mano sobre el teléfono.
—Mi ex me ha oído gritar y ha venido a ver qué sucedía —prosiguió con un hondo suspiro—. Oiga, lo lamento. La muerte de Nolan fue un trago bastante duro, pero enterarse después de que era… Lo lamento, no puedo enfrentarme a esto. Gracias por llamarme, pero no. Estoy bien. Me las arreglaré… esto es realmente muy hermoso, tal vez intente llevar una vida rural… Lamento estar tan nerviosa, doctor Delaware, pero, por favor… Trate de comprender.
Tres disculpas en pocos segundos.
—Desde luego —dije—. No tiene por qué disculparse. Aunque Nolan formase parte de algo en extremo…
—Yo no lo llamaría extremo —dijo, de pronto irritada—. Enfermizo, pero no extremo. Los hombres lo hacen constantemente, ¿no es cierto?
—¿Es así?
—Diría que sí. Es el oficio más antiguo del mundo, ¿verdad?
—¿La prostitución?
Silencio.
—¿Cómo? —preguntó—. ¿Qué quiere decir?
—Solo me preguntaba si Nolan se había metido en alguna especie de actividad política extremista.
—Ojalá, a eso estaba acostumbrada. —Se echó a reír—. De modo que no lee usted la mente… Política. Si fuera eso… No, doctor Delaware, solo estoy hablando del antiguo oficio de la prostitución. La aparente obsesión de mi noble hermano agente de policía.
No respondí.
Volvió a reírse. Siguió riendo, cada vez con mayor intensidad, más de prisa, hasta que su voz cobró un tono quebradizo de histeria.
—Nada podía importarme menos que las tendencias políticas de Nolan. Siempre saltaba de una a otra insensatez, ¡vaya cosa! Lo cierto es que en ese aspecto no podría importarme nada de lo que hubiera hecho.
Se le quebró la voz.
—¡Oh, doctor Delaware, estoy tan enojada con él! ¡Tan terriblemente enfadada! Por lo que hizo… y por qué lo hizo.
Las últimas palabras llegaron en un susurro ahogado. Se liberó de las lágrimas y volvió a reír.
—Tiene razón. Fue el álbum fotográfico —dijo—. Sucias polaroids. El escondite privado de Nolan. Las guardaba exactamente en medio de uno de los álbumes, mezcladas con fotos de mamá y papá, nuestra antigua reserva familiar. Primero se quedó con el álbum de mamá sin decirme nada y luego lo usó como su condenado escondrijo sicótico-porno.
—Porno —repetí.
—Porno personal. Fotos de él y de putas. Jovencitas, no niñas, gracias a Dios. No fue tan enfermizo. Pero la mayoría de ellas parecían bastante jóvenes para ser ilegales. Quince, diecisiete. Flacas muchachitas negras e hispanas. Sin duda, prostitutas por el modo en que vestían. Zapatos con tacón de aguja, ligueras. Todas parecían estar colocadas, a un par de ellas aún se les podían distinguir señales de pinchazos en los brazos. En algunas se dejó el uniforme puesto, por lo que probablemente lo hacía durante su trabajo, acaso fuera esa la razón de que se trasladase a Hollywood, para estar más cerca de las prostitutas. Es posible que las escogiera cuando se suponía que luchaba contra el crimen, se las llevaba Dios sabe adónde y sacaba fotos.
La oí dar un resoplido.
—Basura —exclamó—. Las convertí en confeti y las tiré. Después de cerrar el cubo de la basura pensé en qué estaba haciendo allí. En la ciudad todos están locos. A continuación, alguien asaltó mi casa y eso fue todo.
—¡Qué horrible experiencia! —exclamé.
—Doctor Delaware, yo, en realidad, nunca conocí a Nolan, pero no estaba en absoluto preparada para ver esas fotos. Es muy difícil reconciliarse con alguien con quien te has criado… De todos modos, aquí me siento a salvo. Gary tiene dieciocho hectáreas de terreno con caballos, todo cuanto veo por la ventana es hierba y árboles. Aunque sé que no puedo quedarme aquí eternamente, en estos momentos funciona. No pretendo ofenderlo, pero ahora un cambio de escenario parece más efectivo que la terapia. De todos modos, gracias por llamar. No se lo he dicho a nadie. En realidad, no ha estado mal poder desahogarme con otra persona sabiendo que no se difundirá por ahí.
—Si puedo hacer algo…
—No.
Se echó a reír.
—No, creo que esto ya ha sido suficiente, doctor Delaware. Mi querido hermanito me abruma primero con su suicidio y luego me deja sus recuerdos.
Código siete para prostitutas.
Sórdido, pero no mortal.
Muchas razones para sentirse culpable.
Una situación sombría.
Tal vez Nolan había sido descubierto por el sargento Baker u otra persona y había consultado con Lehmann. Discutieron, no obtuvieron respuestas fáciles. Lehmann le dijo que debía dejar el cuerpo de policía, y Nolan optó por la salida final.
Ahora podía comprender el nerviosismo de Lehmann.
Cuestiones confidenciales y demás. Se ganaba la vida trabajando para la policía de Los Ángeles. Sin embargo, lo último que haría sería exponer otro escándalo policial.
Me sentía triste pero aliviado. Regresé a mi oficina y pensé en convertirme en Andrew Desmond.
Lugar de nacimiento: St. Louis. Suburbio: Crève Coeur.
Padre hecho a sí mismo, burgués, conservador, manifestando desprecio por la psicología y por las pretensiones intelectuales de Andrew.
Madre: Donna Reed, irritable. Voluntaria civil, lengua afilada. Convencida de que Andrew era precoz, hizo comprobar su cociente intelectual en la infancia. Se sintió frustrada por el crónico fracaso escolar del muchacho, pero siempre lo justificó como fallo de las instituciones, que no estimulaban al pobre Andrew.
Por simple ingenuidad: era hijo único.
Pobre Andrew…
Robin se presentó a las seis.
—¿Qué sucede?
—Nada. ¿Por qué?
—Pareces… diferente.
—Diferente… ¿cómo?
—No lo sé.
Me puso la mano en el hombro y me acarició la mejilla con la barba semicrecida.
—¿Estás algo deprimido?
—No, me siento bien.
Apoyó su otra mano en mi hombro.
—Estás muy tenso, Alex. ¿Cuánto tiempo llevas sentado, encorvado de este modo?
—Varias horas.
Spike entró en la habitación. Suele acudir a lamerme.
—¡Hola! —le dije.
Ladeó la cabeza, me miró y salió de la estancia.