49
Era viernes por la noche. Daniel odiaba trabajar en sabbat.
Cuando se hallaba en Israel, antes de incorporarse al cuerpo de policía, había consultado el problema con su padre, un erudito. Abba Yehesqel había solicitado consejo a Rav Yitzhak, un hakham yemení nonagenario, y había recibido rápida respuesta.
La legislación era clara: salvar una vida tenía prioridad sobre el sabbat. En cuanto al deber militar, cuando el trabajo policial comprendiera una situación de vida o muerte no solo se le permitía trabajar a Daniel, sino que estaba obligado a ello.
Con el paso de los años había intentado hacer horas extra los días laborables con el fin de estar libre los viernes por la noche y los sábados. Evidentemente, sin dudar lo más mínimo en emplearse a fondo en cuestiones como el Carnicero, violadores y suicidas terroristas. A medida que ascendía de rango y se le asignaban más obligaciones administrativas en lugar de trabajo callejero, le resultó más fácil. Esa era la única ventaja de convertirse en un oficinista.
En aquellos momentos se encontraba en el aeropuerto, sentado ante el volante de un taxi amarillo en la zona de recogida de la terminal de American Airlines.
En Jerusalén había orado en la pequeña y antigua sinagoga yemení próxima a la Ciudad Vieja. Aunque no estuviera de servicio había evitado la adoración en grupo, pues necesitaba conservar la mayor discreción ya que no deseaba tener que rechazar a algún bienintencionado fiel que, sabedor de que él era un israelí «técnico en software» y asesor de alguna empresa anónima del Valley, quisiera tenerlo allí para el sabbat.
Aquella mañana temprano había llamado a Laura y a los niños para decirles que regresaría lo antes posible, aunque no sabía lo que aquello significaba realmente.
Shoshana, su hija mayor, de dieciocho años, se hallaba en casa pasando el fin de semana, de permiso en el destino de servicio nacional en Kiryat Shemona. Había sido destinada a una clínica psiquiátrica, donde trataba de confortar a niños pequeños aterrorizados por las bombas de Hezbollah del Líbano.
—He estado pensando, Abba. Tal vez estudie psicología en la universidad.
—Estás preparada para ello, motek.
—Los niños son tan lindos, Abba. He descubierto que me gusta ayudar a la gente.
—Siempre has tenido cualidades para hacerlo.
Hablaron un poco más y entonces ella le dijo que lo quería y que lo echaba de menos y fue en busca de los muchachos. Mientras aguardaba, fantaseó imaginando que se la presentaba algún día a Delaware para que el psicólogo la guiara en su carrera; que papá le solucionaba las cosas con sus contactos. Delaware se sentiría satisfecho de ayudarla… Cuanto más trabajaba con aquel hombre, más le gustaba, por su intensa energía y concentración…
—¡Abba!
Desde el aparato surgió la voz aún sin mudar de su hijo Mikey, de doce años y medio. Dentro de seis meses tendría lugar su bar mitzvah, una gran fiesta que los padres de Laura deseaban que se celebrase en el hotel Laromme. Luego, un año después, sería el bar mitzvah de Benny. Un período ajetreado para los Sharavi, algo que esperar ansiosamente.
—¡Hola, Mikey! ¿Cómo marchan los estudios?
—Van bien.
De pronto parecía alicaído. No era tan buen estudiante como su hermana. El muchacho preferiría haber jugado a fútbol todo el día, y Daniel se arrepintió de haber sacado el tema. Pero el bar mitzvah significaba aprenderse de memoria una porción de la Torá que se leería en la sinagoga. Sería una lástima si su padre no estaba allí para verlo…
—Estoy seguro de que lo llevas perfectamente, Mike.
—No lo sé, Abba, solo espero tener suerte para conseguir la porción más extensa de todo el chumash, del Pentateuco.
—No la más extensa, hombre, pero desde luego larga. Tal vez Dios te concedió nacer en esa fecha porque sabía que podrías encargarte de ello.
—Lo dudo. Tengo el cerebro como un trozo de mármol.
—Tu cerebro es fantástico, Mike. Al igual que tu corazón… y tus músculos. ¿Cómo va el fútbol?
—¡Estupendo! ¡Hemos ganado!
Se había animado de pronto, y siguieron hablando de deporte hasta que le llegó el turno a Benny. El pequeño, antes tan salvaje como un gato de la Ciudad Vieja, era ahora tan estudioso como Shoshi. Las matemáticas eran su asignatura preferida. Tenía una voz suave.
Hablar con su familia alivió el espíritu de Daniel.
El acuerdo con Petra Connor fue claro: la detective, vestida con el uniforme de auxiliar de vuelo de Alaskan Airlines y equipada con una maleta de ruedas, debía demorarse por la terminal, leer un libro y vigilar la aparición del abogado de Nueva York.
En la maleta, entre otras cosas, había un teléfono móvil conectado con el que Daniel llevaba en el taxi.
Una vez Sanger/Galton hubiera desembarcado, debería seguirlo. En cuanto se asegurase de la situación de su equipaje y lo hubiera transportado al control, debía telefonear a Daniel.
Si Sanger/Galton cogía un coche de alquiler, informaría a Daniel de la compañía, marca, modelo y matrícula y trataría de llegar a tiempo a su coche particular, un Ford Escort verde oscuro, para intervenir y hacer un seguimiento doble.
Y lo mismo debía hacer si en el aeropuerto había algún amigo del abogado que hubiera ido a buscarlo.
Si Sanger/Galton necesitaba un taxi y Daniel acababa siendo su chófer, él llamaría a Petra y la informaría de su destino, simulando ponerse en contacto con la central del servicio. Si otro chófer se llevaba al cliente, Daniel vería obstaculizada su misión y Petra tendría que seguir la pista y aguardar hasta que Daniel esquivara a algún posible cliente y lograra salir del aeropuerto.
De un modo u otro, el eugenista estaría controlado.
Aún no había noticias de Petra.
Parecía buena. Seria, tranquila, centrada en su trabajo. Hasta el momento, toda la gente que había conocido de Los Ángeles era eficaz pese a la experiencia de Zev.
Sabbat… aun así se sentía satisfecho de estar haciendo algo. En especial tras haber perdido el tiempo la tarde anterior en la escuela comercial de Melvin Myers.
No encontró nada extraño en aquel lugar, parecía que realmente preparaban a la gente minusválida para la vida laboral. No le había sido posible entrevistarse con Darlene Grosperrin y tuvo que conformarse con mantener una breve conversación con una joven asistenta social llamada Veronica Yee.
Cada uno de ellos había imaginado que su interlocutor era el protagonista.
La señorita Yee, sonriente y cortés, había cogido un breve historial y le había explicado que la escuela gozaba de una sólida reputación, había sido fundada hacía veinte años y que estaba financiada principalmente por el gobierno y ofrecía una amplia gama de servicios educativos, entre los que se comprendían empleo y asesoramiento psicológico. Y, desde luego, probablemente tendrían algo para él, pero no sería posible hasta que comenzara el nuevo curso dentro de dos meses. Lo invitó a rellenar la solicitud.
Le entregó un montón de papeles: el impreso de solicitud, folletos del gobierno sobre los derechos de los minusválidos, posibilidad de obtener subvenciones educativas y material de relaciones públicas sobre la escuela.
Había tratado de distinguir algún indicio de que la muerte de Melvin Myers hubiera causado algún impacto: información del funeral o servicio conmemorativo, algo, y tan solo había encontrado un anuncio en el tablón de noticias: «Lamentamos informar…» en letras y en braille.
Eso le había dado la oportunidad de introducir a Myers en la conversación con la señorita Yee.
—Sí, fue asesinado en el centro de la ciudad —respondió ella—. Algo terrible. Para serle sincera, este es un vecindario peligroso, señor Cohen.
Franca y honrada.
Nada que objetar.
El taxi que se hallaba frente a él se apartó de la línea y él se adelantó.
Había aguardado hasta que la cola se extendió tras la zona de recogida para colocarse detrás. Esperaba que la situación se desarrollara lentamente y que no alcanzara la parte delantera antes de que llegara Sanger; y entonces se esforzaría por pasar corriendo ante un cliente, llamando su atención.
El teléfono sonó.
—Está aquí, el avión ha llegado antes de lo previsto —le dijo Petra—. No ha venido nadie a esperarlo. Lleva cartera, maleta de ruedas y equipaje portatrajes, por lo que probablemente no pasará por ningún control… Me aseguraré de ello. Ahora llega a la cinta transportadora. Me encuentro a diez metros de él. Es grande, como Milo, y lleva un blazer azul con botones dorados, pantalones de color caqui y un polo azul oscuro. Tiene el pelo negro, peinado hacia atrás, usa gafas con montura de carey y tiene el rostro grande. La maleta y la cartera son verde oliva, y el portatrajes, negro… Bien, ya estamos en el fondo, ahora rodea la cinta transportadora… Se dirige hacia… Avis, parece que ya lleva preparado el papeleo.
Algo más a lo que no habían tenido acceso las fuentes de Daniel. Tal vez Sanger había contratado el alquiler del coche durante el vuelo.
—Está rellenando un formulario urgente —dijo Petra—. Yo simulo utilizar un teléfono público situado al otro lado del vestíbulo. Te informaré cuando se dirija al aparcamiento de Avis.
El coche alquilado por Sanger era un Oldsmobile Cutlass de color tostado con el que se dirigió al bulevar Century. El taxi de Daniel iba inmediatamente delante de él.
Ambos vehículos se internaron entre el tráfico y Daniel se situó en el carril izquierdo, redujo su marcha, permitiendo que Sanger se adelantara y consiguió echar una mirada al abogado por la ventanilla.
Sanger se veía corpulento, erguido en el asiento. De expresión grave, sus mejillas sonrosadas y tersas formaban carrillos de suaves contornos y su nariz era gruesa y sonrosada. Un cigarrillo semiconsumido le pendía de los labios. Conducía con rapidez, sin prestar gran atención, y tiraba la ceniza por la ventanilla.
Daniel lo siguió hasta los accesos del aeropuerto pasando por almacenes de mercancías, hangares comerciales, hoteles de extrarradio, cobertizos de importación/exportación y bares de nudistas.
—Estoy en Century y me aproximo a Aviation —dijo Petra—. ¿Dónde te encuentras tú?
—Me dirijo a la autovía Cinco —le respondió Daniel—. Vamos muy rápido. Va en busca de la autovía, hacia… parece dirección norte… Sí, norte. Ahora estamos en la autovía, sí, entramos en ella.
Sanger se mantuvo en el carril lento durante unos minutos y luego pasó al siguiente y mantuvo una velocidad constante de noventa kilómetros por hora.
Según la perspectiva de Daniel, el tráfico era ideal: bastante escaso para facilitar el movimiento, sin atascos y los imprevistos que ello pudiera reportar y, sin embargo, bastante denso para poder mantener tres vehículos entre ellos. ¿Quién repararía en un taxi?
Sanger pasó por el cruce de la autovía de Santa Mónica y salió poco después al bulevar de Santa Mónica, en el este. Tomó una calle escasamente concurrida pasando de Century City a Beverly Hills, donde giró a la izquierda en Beverly Drive y luego en dirección norte por la vía amplia y residencial en la que se alineaban las mansiones.
Seguirlo por allí era algo más difícil y Daniel tuvo que esforzarse un poco por mantener a un Jaguar y a un Mercedes entre el taxi y el Cutlass tostado. Petra acababa de llamar, se hallaba a un kilómetro de distancia, detenida ante el semáforo de Beverly-Santa Monica.
Sanger cruzó Sunset y se metió directamente en la entrada del hotel Beverly Hills, restaurado recientemente por un sultán considerado el hombre más rico del mundo por sus negocios petrolíferos. Años atrás, durante su misión olímpica, Daniel había realizado algún trabajo de seguridad en el hotel, vigilando a la mujer de un ministro en un bungalow, y el complejo le pareció algo decrépito y sorprendentemente sonrosado.
Seguía siendo rosado y aún más brillante. El consulado israelí no organizaba allí ningún acto porque el sultán era antisemita, aunque se celebraban muchos bar y bat mitzvahs.
Rosado y brillante. Sanger se había alojado allí la última vez, pero él hubiera imaginado que un abogado empresarial de la Costa Este elegiría algo más tranquilo.
Tal vez cuando acudía allí se dirigía a Hollywood.
El hecho de que no llevase corbata respaldaba esa teoría. ¿Se preparaba para la fiesta informal de Zena Lambert?
Sin decírselo a Milo, Daniel había acudido aquella mañana temprano a la casa de Zena, antes de que se abriera la escuela comercial. Confiaba poder echar un vistazo a aquella mujer, al parecer tan extraña, cuando saliera de la casita blanca con adornos azules, tal vez con uno de sus huéspedes. Tal vez se abriría la puerta del garaje y podría anotar el número de alguna matrícula.
No tuvo esa suerte, pero había sido conveniente ver el lugar con sus propios ojos, comprobar lo que Milo había dicho acerca de una situación peligrosa de vigilancia.
Hasta entonces había llevado una furgoneta, una cortadora de césped y otros útiles de jardinería. Con su cutis moreno parecía un jardinero mexicano y pasaba prácticamente inadvertido.
Pero aquella no era una solución a largo plazo, porque allí había poco trabajo de jardinería que hacer, ya que en su mayoría se trataba de zonas hormigonadas que sustituían al césped, como en casa de Zena, y los terrenos inclinados de la ladera eran incultivables.
Aceleró y distribuyó mentalmente su tiempo, pensando en cuándo y cómo regresar a Rondo Vista mientras se preguntaba hasta dónde alcanzaban los límites de la lealtad.
Aparcó el taxi en la entrada del camino de acceso al hotel y subió la pendiente hasta la entrada, a tiempo de ver que un botones abría la puerta del Cutlass de Sanger y luego sacaba su equipaje del maletero.
Sanger cruzó con despreocupación la entrada principal, al parecer indiferente, mientras el portero le abría la puerta.
Estaba acostumbrado a que le sirvieran.
El equipaje lo siguió al cabo de unos momentos.
Daniel retornó por el camino, anduvo hasta Sunset y, cuando el semáforo se puso verde, cruzó el bulevar a pie. En la parte sur, Beverly, Crescent y Canon se unían en un cruce confuso. En el centro había un parque al que Daniel había llevado en otro tiempo a sus hijos a ver la fuente florentina que manaba incesante en un estanque lleno de carpas. Sin embargo, ahora la fuente estaba seca y la mayoría de las flores que recordaba habían desaparecido. Aguardó en el extremo sur a que llegara Petra.
Petra entró en el hotel.
Su uniforme de asistente de vuelo, sin alas ni insignia alguna, se había convertido en un simple traje sastre. Con sus cabellos negros y cortos, su rostro de finos rasgos y discreto maquillaje parecía simplemente una empleada más de Beverly Hills.
La maleta negra de piel de cocodrilo era propia de una empleada bien situada. Se dirigió al mostrador con aplomo. El vestíbulo estaba atestado de gente. Muchos se inscribían, principalmente turistas japoneses. Varios empleados con aspecto abrumado, hombres y mujeres de rostros atractivos, cumplían su deber, entregaban llaves y registraban a los clientes. Petra aguardó en una de las colas y se dejó adelantar por un japonés para poder ser atendida por un empleado masculino.
Era un joven de aspecto agradable, rubio, que se esforzaba por representar su papel tras repetidos bostezos. El pobre muchacho estaba asqueado, infeliz bajo su sonrisa.
La mujer consultó el reloj.
—Traigo una entrega de DeYoung y Rubin para el señor Galton. ¿Ha llegado ya?
El rubio le dirigió una brevísima mirada y luego sonrió, mientras tecleaba en el ordenador.
—Frank Galton —añadió ella con cierta impaciencia—. Telefoneó desde el avión, dijo que en estos momentos ya estaría aquí.
—Sí, así es… Acaba de llegar. ¿Desea que lo avise?
Petra volvió a consultar su reloj. Sentía una presión en el pecho.
—No es necesario. Está esperando esto. Dijo que hiciera que se lo subiesen en seguida.
El rubio miró más allá hacia la interminable fila.
Petra tamborileó las uñas en el mostrador de granito.
—De acuerdo, se lo subiré yo misma. ¿Cuál es su habitación?
—La mil trescientos catorce —dijo el empleado, desviando la mirada—. Gracias.
Daniel puso el letrero de «Fuera de servicio» y trasladó su taxi a Hartford Way, en la parte oeste del hotel, donde cambió el vehículo por el Toyota gris y se cambió de ropa, poniéndose un uniforme verde oliva con el nombre de Ahmed bordado en un bolsillo.
Petra se tomó una Coca-Cola en el bar del hotel y, evitando las miradas masculinas, realizó varias visitas a la tercera planta.
En la tercera ocasión Daniel subió también con una escoba y ella regresó al vestíbulo y leyó un periódico con aire muy concentrado.
A las nueve de la noche Daniel vio que un camarero le servía a Farley un bocadillo, una cerveza y un café en la habitación.
¿No habría comida en la fiesta? ¿Acaso pensaba llegar tarde?
Telefoneó a Petra y le dijo que volvía al Toyota, que lo informara si Sanger bajaba.
Rodeó lentamente el recinto del hotel.
A las diez, cuando se detenía en la entrada del camino por quinta vez, recibió una llamada de Petra.
—Sigue sin haber ni rastro de él. Tal vez no vaya a la fiesta.
Daniel pensó que era una posibilidad. Tal vez —como gran parte del trabajo policial—, toda aquella velada sería una conjetura errónea basada en lógica sutil.
A las diez y cuarto Daniel estaba dispuesto a creer que el abogado se había acostado. Para Sanger, que aún seguiría con el horario de la Costa Este, era la una de la madrugada.
Le concedería una hora más para asegurarse.
Al cabo de cinco minutos Petra le dijo:
—Ya salimos. Lleva americana deportiva de color gris claro y camisa y pantalones negros.
Daniel le dio las gracias, puso en marcha el taxi y le deseó buenas noches.
—¿Seguro que no me necesitas? —preguntó ella.
—No, gracias. Sigue de guardia.
Ella no replicó: comprendió que un coche extraño cerca de la casa de Ronda Vista ya sería excesivo.
A las diez y veinte, el abogado se alejó hacia Sunset, en dirección este, y Daniel se dispuso a seguirlo.
Sanger siguió por el bulevar, dejó Beverly Hills, circuló lentamente por el Strip, el distrito de boutiques de la plaza Sunset, y siguió hasta Hollywood, donde el mármol, el granito y la fortuna del sultán eran lo más inimaginable del mundo.
Daniel lo veía bastante bien para apreciar cómo fumaba sin cesar, cigarrillo tras cigarrillo, tirando por la ventanilla las colillas aún encendidas, que chispeaban en el asfalto, y cómo miraba de un lado a otro.
El paisaje consistía en negocios auxiliares de la filmación: establecimientos de revelado de fotos, laboratorios de color y estudios de sonido, amén de tiendas de comida preparada y bebidas alcohólicas y moteles económicos con las habituales prostitutas ante las puertas.
¿Buscaría algo de lo que su mujer en Manhattan no debiera enterarse? ¿Un poco de diversión antes de la fiesta?
¿No sería eso interesante?
Pero no, Sanger seguía mirando mas no se detenía.
Ya fumaba su tercer cigarrillo desde que había salido del hotel.
Y aquella cartera significaba negocios.
Se detuvieron ante un semáforo en rojo en el cruce de Fountain y Daniel se preparó para girar a la derecha hacia Hyperion pero, al cambiar la luz, Sanger continuó por Sunset.
Y aceleró.
Siguió por el este, hacia un montón de luces situadas en la distancia.
El centro de la ciudad.
Daniel lo siguió bajo el paso superior de la autovía de Pasadena hacia Figueroa. Por Figueroa sur a la calle Séptima, de la Séptima a la esquina de Flower, donde Sanger dejó su vehículo en un aparcamiento de pago, se apeó, miró en derredor unos segundos y emprendió el camino calle abajo.
Una calle con edificios financieros, a la sazón oscuros y abandonados.
Sanger parecía algo nervioso, miraba hacia atrás por encima del hombro e inspeccionaba a derecha e izquierda, a la vez que apretaba la cartera verde contra su cuerpo.
¿Llevaría demasiado dinero en efectivo para hallarse en un barrio peligroso?
Daniel aparcó al otro lado de la calle, en otro parking, y observó cómo Sanger se detenía en un edificio de seis plantas y de piedra caliza. El vestíbulo estaba tenuemente iluminado, aunque lo suficiente para que Daniel distinguiera granito color carbón con discreto adorno dorado.
Tuvo la impresión de reconocer algo.
En aquella ocasión, ante el pequeño escritorio, se sentaba un guardia de seguridad uniformado.
Sanger se detuvo ante la doble puerta cerrada y dio unos golpecitos con el pie en el suelo hasta que el guardia lo vio, abrió las puertas y lo siguió al interior.
¡Sorpresa!
Daniel permaneció sentado al volante, tratando de encontrar algún sentido a aquella situación.