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El sábado Daniel durmió desde las cuatro de la tarde hasta las ocho, se despertó, se puso unos tejanos limpios, mocasines, camiseta negra y su mejor chaqueta deportiva también negra, de Hugo Boss, que su suegra le había regalado la pasada Hanuká, la fiesta de la dedicación judía. Tras comprar el periódico matutino se dirigió a Marina del Rey, donde paseó desde el hotel Marina Shores y hasta el puerto.

Se protegió el rostro con el periódico e inspeccionó el barco de Baker. Fue muy sencillo. La descripción de Alex había sido exacta.

El Satori era estilizado, radiante, blanco. ¿Entraba dentro de las posibilidades del salario de un sargento de policía o el doctor Lehmann había compartido su riqueza en toda clase de aspectos?

Distinguía el olor del mar, oía las gaviotas. Resultaba imposible discernir desde allí si Baker se encontraba a bordo, pero de un modo u otro, lo descubriría.

Anduvo arriba y abajo por el pantalán, simulando que curioseaba. Al cabo de veinte minutos Wesley Baker apareció en cubierta con una taza de café, desperezándose y contemplando el cielo.

Se veía robusto con su camiseta y sus pantalones cortos blancos. Bronceado, musculoso, con gafas de montura dorada. Un auténtico californiano, absolutamente corriente. Hanna Arendt se hubiera sentido complacida…

Se desperezó de nuevo, desplegó una tumbona y la acercó a la puntiaguda proa del barco. Se sentó en ella con la taza en la mano y los pies en el antepecho inferior.

Con el rostro lleno de sol.

Otro día esplendoroso para la élite.

Daniel se esforzó por mantener su vigilancia.

Regresó a su casa de Livonia antes de mediodía y celebró un poco el sabbat, estudiando la parte semanal de la Torá, recitando kiddush y tomando una ligera comida acompañada de pomelo en lugar de vino.

Ahuyentó de su mente los crímenes durante una hora pero, después, se convirtieron en su único pensamiento.

Milo llegó a las dos de la tarde y ambos discutieron su equipamiento. La pistola no metálica alemana le interesó muchísimo al norteamericano: era ligera, se convertía en automática con solo pulsar un botón, llevaba doce balas en un cartucho y era fácil y rápida de cargar.

Daniel tenía tres y le ofreció una. El hombretón lo pensó unos instantes y finalmente aceptó murmurando algo parecido a que «la próxima vez deseo introducir algo furtivamente en un avión». Charlaron de armas largas y convinieron que Daniel se llevaría un rifle con un visor especial para la noche porque se encontraría en la ladera.

Milo se había pasado la mañana revisando los archivos de personal de la policía correspondientes a Baker con la mayor discreción posible. El traslado de Baker al centro de la ciudad se había producido pocos días después del asesinato de Irit pero en los archivos nada indicaba que se tratara de un castigo. No aparecían datos de sanción alguna ni descenso de categoría debidos a las quejas de Zev Carmeli, como tampoco había ningún tipo de documento que hiciera referencia al incidente ocurrido con Liora Carmeli.

—Cifras —dijo Milo—. El alto mando investiga las quejas rápida y entusiastamente. Como Miguel Ángel investigaría al esculpir a David entre mierda de perro.

El hombre tenía una manera muy peculiar de expresarse.

—Los oficinistas son iguales en todas partes —repuso Daniel.

Milo profirió su característico gruñido y se marchó a las tres y media.

Alex se proponía llamar a Zena Lambert a las cinco para confirmar la cita nocturna. No hubiera resultado insólito anular el encuentro… Milo se sentía protector de su amigo. Eso le hizo pensar a Daniel en cosas que era preferible que se ignorasen, por lo que se detuvo y se concentró en llegar a aquella ladera.

A las cinco y cuarto sonó su teléfono y Milo dijo:

—Sigue en pie.

Daniel salió a las ocho y media. Estaba bastante oscuro para ocultarse y contaba con el tiempo suficiente para apostarse detrás de la casa mucho antes de las diez, hora en que llegaría Alex.

Llevaba pantalones negros ultraligeros con bolsillos de paracaidista, camisa y gorra de punto negro, amén de un abrigo también negro con una bolsa cosida en el forro y sujeta con velero donde ocultaba el rifle; asimismo tenía otros bolsillos para su pistola alemana y municiones. En su mochila llevaba el micrófono, un par de granadas pequeñas, botes de gas lacrimógeno y un cuchillo de combate que poseía desde su época de servicio en el ejército… Aún le resultaba difícil encontrar algo mejor que aquella vieja hoja.

Se sentía lleno de adrenalina y hasta un poco ridículo. El fuerte y resistente comando. Como una de esas películas de ninjas que les encantaban a sus hijos. Le había asegurado a Milo que podía encargarse de ello porque no estaban hablando de liberar a múltiples rehenes, solo se trataba de sentarse en la ladera, escuchar, grabar y volver a casa.

Cuando se dirigía a la puerta sonó el teléfono.

¿Sería Milo de nuevo? ¿Habrían cambiado los planes?

—¿Diga?

Shavuah tov.

Zev Carmeli lo saludaba con la tradicional frase que se pronunciaba después del sabbat, deseándole una buena semana.

—Lo mismo para ti, Zev.

—Necesito verte, Daniel.

—¿Cuándo?

—Ahora.

—Lo siento, pero…

—Ahora —repitió Carmeli.

—Estoy en medio de…

—Sé en medio de qué estás. Pero vas a venir aquí, al consulado. He enviado un chófer a buscarte, ha aparcado exactamente detrás del Toyota que tiene los neumáticos deshinchados.

—Estás cometiendo una enorme equivo…

La conexión se interrumpió. Mientras colgaba el aparato entraron dos hombres en la sala, ambos jóvenes, uno rubio y el otro de cabellos negros. Los conocía de vista y sabía sus nombres: eran Dov y Yizhar, guardias del consulado. No los había oído entrar.

Carmeli sabía que la llamada telefónica lo distraería. Realmente era el señor ninja.

—Erev tov —dijo Dov.

Y buenas noches para ti también, idiota.

—¿Tenéis alguna idea de lo que estáis haciendo?

El hombre se encogió de hombros.

Yizhar sonrió y dijo:

—Cumplimos órdenes. ¿Quién dijo que solo los buenos alemanes son alemanes?