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A la mañana siguiente, cuando me dirigía a la universidad, comprobé que Helena aún no había llamado.

Dejé descansar el suicidio de Nolan. Tenía mucho que hacer.

Me enganché a la terminal de un ordenador Biomed, entré en Medline, Psyc. Abstracts, el índice de periódicos, y en todas cuantas bases de datos pude encontrar, buscando referencias sobre eugenesia pero sin hallar nada relacionado con homicidios.

Recogí montones de diarios encuadernados y estuve buscando Fuga de cerebros. La obra estaba archivada bajo el epígrafe «Inteligencia, medida»; había tres ejemplares, dos recogidos. El que quedaba era grueso, reencuadernado en color carmesí, apretujado entre manuales de pruebas sobre cociente intelectual. Entre algunos libros de la estantería inferior advertí un ejemplar delgado, en rústica, titulado Ciencia retorcida: la verdad oculta tras la fuga de cerebros, y cogí ambos ejemplares.

Encontré un escritorio tranquilo en un rincón de la décima planta e investigué en todas las fuentes en busca de alguna cita de DVLL.

Pero no encontré absolutamente nada.

Tampoco ningún artículo que vinculara la eugenesia con los crímenes en serie, pero lo que estaba viendo me impulsaba a seguir pasando páginas.

Porque la idea de que algunas vidas tenían que ser sustentadas y otras eliminadas por el bien de la sociedad no había comenzado con el Programa Higiénico Racial del Tercer Reich.

Ni tampoco había concluido allí.

La reproducción selectiva había atraído a la élite durante siglos, pero había obtenido el respeto científico en Europa y Norteamérica a finales del siglo XIX tras ser defendida por una figura muy respetable: el matemático británico Francis Galton.

Galton, incapaz de tener descendencia, abrigaba firmes creencias sobre la supervivencia de los más capacitados étnicamente. Razonaba que cualidades tales como intelecto, celo y laboriosidad eran simples rasgos, tanto como la altura o el color del cabello, y que estaban gobernados por las normas básicas de la herencia. Con el fin de mejorar la sociedad, el Estado necesita recoger una detallada información mental, física y racial sobre todos los ciudadanos, emitir certificados a los superiores y pagarles por procrear y estimular a los inferiores para que permanezcan célibes. En 1883, Galton acuñó el término «eugenesia», que procede del griego «bien nacido», para describir este proceso.

Las simplistas teorías de Galton sobre inteligencia fueron socavadas por un renacimiento de las obras de Gregor Mendel, el monje austríaco que cultivó miles de plantas y descubrió que algunos rasgos eran dominantes y otros recesivos. Posteriores investigaciones demostraron que los genes más defectuosos eran transmitidos por padres aparentemente normales.

Ni siquiera los vegetales seguían el modelo simplista de Galton.

Pero la habilidad de Mendel de determinar las pautas de la herencia animaron a los discípulos de Galton y la eugenesia dominó la corriente académica, de modo que hacia los años veinte y los treinta casi todos los genetistas asumieron que a la gente mentalmente retrasada y a otros «degenerados» se les debía impedir la procreación de manera activa.

Estas opiniones se introdujeron en la política pública a ambos lados del Atlántico, y hacia 1917 un genetista de Harvard llamado East promocionaba enérgicamente la reducción de «plasma de germen defectuoso» mediante la segregación y la esterilización.

East ejerció una de sus principales influencias sobre alguien a quien yo consideraba un sabio en el campo por mí escogido.

Me habían enseñado que Henry H. Goddard, de la Vineland Training School de Nueva Jersey, había sido un pionero de las pruebas psicológicas. Lo que yo ignoraba era que Goddard mantenía que la «debilidad mental» se debía a un solo gen defectuoso y se ofrecía entusiastamente para administrar test de cociente intelectual a los miles de inmigrantes que llegaban a la isla de Ellis con el fin de extirpar a los indeseables.

El singular descubrimiento de Goddard —que más del ochenta por ciento de italianos, húngaros, rusos y judíos eran mentalmente retrasados— fue aceptado sin vacilaciones por una amplia gama de intelectuales y legisladores, y en 1924 el Congreso de Estados Unidos aprobó un acta de inmigración que restringía la entrada de europeos del sur y del este. El proyecto de ley fue ratificado por el presidente Calvin Coolidge, quien declaró: «Norteamérica debe mantenerse norteamericana. Las leyes biológicas demuestran que los nórdicos se deterioran cuando se mezclan con otras razas».

Pies de barro.

Pero Goddard no estaba solo. Al investigar las notas a pie de página y diversas citas me encontré con los escritos de otro gigante de la psicología: Lewis Terman, de Stanford, que había desarrollado el test de cociente intelectual Stanford-Binet. Aunque el test del francés Binet había sido elaborado para ayudar a identificar a los niños con problemas de aprendizaje para que pudieran recibir clases particulares, el norteamericano que lo modificó declaró que su principal objetivo era «restringir la reproducción de los débiles mentales» con la consiguiente reducción de la «ineficacia industrial».

Según Terman, la debilidad intelectual era «en extremo común entre los hispano-indios y mexicanos del suroeste y también entre los negros. Su torpeza parece ser racial… Los hijos de este grupo deberían ser segregados en clases especiales… No pueden dominar las abstracciones pero con frecuencia pueden ser eficaces obreros… Desde un punto de vista eugenésico, constituyen un grave problema por su reproducción insólitamente prolífica».

Pero el primer inspirador del movimiento eugenésico de Estados Unidos fue el profesor Charles Davenport, de la Universidad de Chicago, quien creía que las prostitutas escogían su profesión por un gen dominante hacia el «erotismo innato».

El método de Davenport de conservar el futuro de la Norteamérica blanca consistía en la castración de los varones de los grupos étnicos inferiores.

Castración, no vasectomía, subrayaba porque mientras esta última impedía la procreación estimulaba, asimismo, la inmoralidad sexual.

Las opiniones de Davenport influyeron en la legislación mucho más allá de los estatutos de inmigración al ser adoptadas por muchos grupos de asistencia social, entre los que estaban comprendidos algunos pioneros del movimiento planificador familiar. La expresión «solución final» se utilizó por primera vez en la Asociación Nacional de Beneficencia y Reformas en la década de los veinte, y entre 1911 y 1937 se aprobaron leyes de esterilización eugenésica en treinta y dos estados norteamericanos y en Alemania, Canadá, Noruega, Suecia, Finlandia, Islandia y Dinamarca.

El más entusiasta entre los custodios genéticos por nombramiento propio fue el estado de California, donde en 1909 se ordenó esterilizar obligatoriamente a todos los internos de hospitales estatales que fueran considerados «sexual o moralmente pervertidos, mentalmente enfermos o débiles mentales». Cuatro años después, la ley se amplió para incluir en ella a gente no acogida en instituciones que se resintiera de «notable desviación de la mentalidad normal».

En 1927 la esterilización obligada alcanzó su más elevada sanción cuando una joven soltera llamada Carrie Buck fue esterilizada contra su voluntad en Virginia, en virtud de una decisión del Tribunal Supremo de Estados Unidos decretada por Oliver Wendell Holmes. La decisión de Holmes no solo permitía que se llevase a cabo el procedimiento, sino que también lo elogiaba «con el fin de evitar vernos inundados de incompetencia… El principio que sustenta la vasectomía obligatoria es bastante amplio para abarcar el corte de las trompas de Falopio… Con tres generaciones de imbéciles es suficiente».

El bebé de Carrie Buck —la tercera generación de imbéciles en cuestión— se convirtió en una estudiante brillante. La propia Carrie Buck fue finalmente liberada de la Colonia de Débiles Mentales y Epilépticos de Virginia y acabó discretamente su vida como esposa del sheriff de una pequeña ciudad. Posteriormente se descubrió que no era retrasada.

La decisión de Buck aceleró el ritmo de esterilización forzosa y en todo Estados Unidos fueron operadas más de sesenta mil personas, la mayoría residentes en hospitales estatales, aún en la década de 1970.

En 1933 la opción de Carrie Buck se adoptó como ley en Alemania, y al cabo de un año, cincuenta y seis mil «pacientes» alemanes habían sido esterilizados. Hacia 1945, bajo la égida de los nazis, la cifra se había elevado a dos millones. Tal como Hitler escribió en Mein Kampf, «el derecho a la libertad personal retrocede ante el deber de proteger la raza. La exigencia de que se impida a la gente defectuosa propagar prole igualmente defectuosa es una exigencia de la más clara razón, y si se ejecuta sistemáticamente, representa el acto más humano de la humanidad».

Tras la segunda guerra mundial, la marea comenzó a revertir. La repulsión ante las atrocidades cometidas por los nazis —pero aún más importante, las necesidades de servicio de cirujanos en tiempos de guerra— redujo el promedio de esterilizaciones eugenésicas, y aunque la práctica prosiguió durante décadas, la mayoría de las leyes eugenésicas fueron finalmente modificadas por completo frente al descrédito científico.

Pero la causa no había sido abandonada. Ni mucho menos.

Y la esterilización parecía una nimiedad en comparación con algunas ideas que actualmente se propugnan. Me encontré nadando en un pozo negro ético.

Demandas de suicidio asistido que degeneraban rápidamente en recomendaciones de ser aliviados de sus desdichas a aquellos que no tenían razones para vivir.

Un informe de Holanda, donde se había liberalizado el suicidio asistido por médicos, manifestaba que se habían llevado a cabo sin el consentimiento de los pacientes un tercio de eutanasias, «muertes misericordiosas».

Un «bioético» australiano proclamaba que la religión ya no era la base para establecer juicios morales y que la santidad de la vida humana había dejado de ser un concepto válido. Su alternativa: sus compañeros éticos debían asignar medidas numéricas de «calidad de vida» a la gente y repartir cuidados sanitarios basados en las puntuaciones.

Los retrasados, los minusválidos, los ancianos y los enfermos se encontrarían en la parte inferior de la lista y serían tratados de acuerdo con ello. En el caso de bebés deformes o retrasados se ofrecería un período de espera de veintiocho días, de modo que los padres pudieran decidir el infanticidio para «una vida que había comenzado con mal pie».

Cualquiera que no alcanzara los criterios objetivos de «personalidad: pensamiento racional y timidez» podía ser eliminado sin temor a ser castigado. Algo muy humano.

Ciertamente, estrangulación suave.

La seguridad sanitaria nacional británica había publicado recientemente una norma según la cual ofrecía abortos gratuitos a madres de hijos genéticamente defectuosos que revocaba el límite usual de veinticuatro semanas y permitía poner fin a la vida del bebé poco después de nacer.

Asimismo, en Inglaterra la conferencia anual del partido de los verdes propuso una reducción muy intencionada del veinticinco por ciento de la población de Gran Bretaña en nombre de la salvación del planeta, que indujo a los críticos a evocar recuerdos de la afición nazi por la ecología, la pureza nacional y el antiurbanismo.

El gobierno de China estaba en vanguardia de todo esto, pues contaba con un prolongado y obligado control de la población por medio del aborto coaccionado, la esterilización y la muerte por inanición de los huérfanos acogidos en instituciones dirigidas por el gobierno.

En Estados Unidos, los llamamientos para dar prioridad a los servicios sanitarios y la administración de cuidados en la era de la escasez pecuniaria habían inducido a muchos a preguntarse si debería permitírseles a los gravemente enfermos y a los genéticamente desfavorecidos «dominar» los gastos sanitarios.

Encontré un artículo en el U. S. News and World Report que detallaba la lucha de una mujer de treinta y cuatro años con síndrome de Down para ser sometida a una operación a vida o muerte de corazón-pulmón. El Centro Médico de la Universidad de Stanford la había rechazado porque «no creemos que pacientes con síndrome de Down sean candidatos apropiados para trasplantes de corazón-pulmón», al igual que la Universidad de California en San Diego, porque la consideraban incapaz de cooperar con el régimen médico. Su doctor no estuvo de acuerdo y la publicidad había obligado a ambos hospitales a reconsiderar su posición. ¿Pero cuántos otros languidecerían lejos del centro de atención de los medios informativos?

Eso me recordó un caso que había conocido hacía años, cuando trabajaba con pacientes infantiles de cáncer en el Western Pediatrics Hospital. A un niño de catorce años se le había diagnosticado leucemia aguda, por entonces una enfermedad tratable con excelente pronóstico de remisión. Pero aquel paciente con leucemia era retrasado y varios internos y residentes comenzaron a murmurar acerca de que malgastaban su precioso tiempo.

Los sermoneé con escasos resultados porque yo no era doctor en medicina, no me cuidaría de administrar quimioterapia ni radioterapia y, sencillamente, no comprendía lo que eso implicaba. El doctor que lo asistía, un hombre apasionado y entregado a su profesión, se enteró de la protesta y les lanzó una diatriba sobre Hipócrates y la moralidad que silenció a los gruñones. Pero había sido una obediencia a regañadientes.

¿En qué clase de doctores se habrían convertido aquellos internos?

¿A quiénes estarían juzgando ahora?

Calidad de vida.

He trabajado con miles de niños con defectos de nacimiento, deformidades, retrasos mentales, incapacidad de aprendizaje y enfermedades crónicas, dolorosas y fatales.

La mayoría experimentaban una amplia gama de emociones, entre las que se comprendía la alegría.

Recuerdo a una pequeña de ocho años víctima de la Thalidomida, sin brazos, con esmirriados pies de aletas, ojos brillantes y avidez de aferrarse a la vida.

Con mejor calidad de vida que muchos de los psicópatas que había conocido.

No porque me importara, porque tampoco era mi papel juzgar a nadie.

Los eugenésicos argumentaban que el progreso de la sociedad podía ser medido por los logros de los superdotados, y en parte, eso era cierto. ¿Pero cuán beneficioso era el progreso si conducía a la crueldad y a fríos juicios sobre merecimientos, a una degradación del chispazo divino que existe en todos nosotros?

¿Quiénes serían los nuevos dioses? ¿Los «éticos» o los genetistas?

Una gran parte de los científicos se habían apuntado al nazismo.

¿Y los políticos?

¿Y los ejecutivos del HMO, la organización estadounidense de salud pública, ávida de obtener resultados finales?

Y después de haber limpiado el mundo de un grupo de «degenerados», ¿quién sería el siguiente en la lista de éxitos de los cromosomas?

¿Los gordos? ¿Los desagradables? ¿Los aburridos? ¿Los feos?

Me disgustaba aquella cuestión espeluznante y el hecho de que, en otro tiempo, la psicología lo hubiera absorbido todo.

La bazofia racista propagada por Goddard y Terman aún resonaba en mi cabeza. Ambos habían sido nombres pronunciados con reverencia por los pasillos de la Torre de la Psicología.

Sentía un frío y oscuro foso abierto en mis entrañas, como un niño que descubre que sus padres son malvados.

Yo había aplicado innumerables tests de cociente intelectual y me había enorgullecido de conocer las limitaciones del instrumento, así como sus virtudes.

Los test, correctamente aplicados, eran valiosísimos. Aun así, el punto corrompido que acababa de descubrir en el corazón de la manzana de oro de mi campo me hacía preguntarme qué más me había perdido pese a toda mi educación.

Era la una de la tarde y había estado cinco horas en la biblioteca. Era hora de comer, pero no tenía apetito.

Cogí Fuga de cerebros.

La única premisa del libro se hacía evidente en pocas páginas.

Éxito material, moralidad, matrimonios felices, paternidad superior, todos causados por un elevado g, un rasgo supuesto de inteligencia general cuya validez se había estado debilitando desde hacía años.

El autor lo presentaba como un hecho reconocido.

El libro tenía un tono cobista y de felicitación: se dirigía a «ti, el lector de gran inteligencia».

El máximo intento de acercamiento, por virtud de la asociación.

Tal vez eso —además de un aprovechamiento de la inquietud de la clase media superior en tiempos difíciles— explicaba que hubiese llegado a ser un bestseller.

Desde luego no sería por sus cualidades científicas, porque me encontré con un montón de páginas llenas de suposiciones defectuosas, referencias chapuceras, artículos que el autor pretendía que sustentaban su tesis, aunque cuando yo los examiné me pareció todo lo contrario.

Promesas de respaldar asertos con números que nunca aparecían. Reactivación de la teoría de un gen de inteligencia de Galton.

Un siglo de absurdos. ¿Quién habría escrito aquella basura?

La biografía del autor en la contracubierta decía un «erudito social» llamado Arthur Haldane, doctor en filosofía.

Residente en el Loomis Institute de la ciudad de Nueva York.

Sin más credenciales.

En el ejemplar de la biblioteca no había sobrecubierta y, por tanto, no existía foto alguna.

Era un asunto desagradable.

Tiempos desagradables.

De modo que ¿qué más había de nuevo?

Me dolía la cabeza y me escocían los ojos.

¿De qué podría informar a Milo y a Sharavi?

¿De aquella basura seudocientífica que se vendía bien?

¿Qué relación podía haber allí con tres muchachos muertos?

El asesino que observaba, acechaba, mataba al rebaño…

¿Con justificación erudita?

¿Por qué algunas vidas no merecían la pena ser vividas?

De modo que él no era realmente un asesino.

Era un bioético por cuenta propia.