46
Se había teñido el pelo de negro y se lo había dejado crecer hasta los hombros y lucía un flequillo en grandes mechones que le cubría la frente y un aire impertinente a lo Doris Day. Pero su rostro seguía siendo el mismo, estrecho y pálido, y utilizaba el mismo lápiz de ojos negro. En la vida real era menos «teatro japonés que porcelana china». De rasgos limpios y equilibrados, nariz pequeña y recta y labios menudos pero plenos, de un rosa brillante. Resultaba más atractiva que en la foto.
Tenía la clase de rostro candoroso genuinamente norteamericano preferido por los directores de castings para anuncios de detergentes.
Sally Branch había dicho que era menuda pero se había quedado corta. Debía de medir metro cincuenta y dos y pesaría cuarenta y un quilos. Era una mujer niña con los senos pequeños y puntiagudos y los brazos delgados pero de aire flexible que exhibía con un top rosado y sin mangas.
Modelaba sus esbeltas caderas con unos pantalones tejanos ceñidos de color negro, y su cintura era diminuta. Tenía las piernas proporcionalmente largas para su reducida estatura.
Lucía pendientes sintéticos negros y calzaba sandalias de tacón alto con lazos claros de plástico en el empeine.
Pese a los zapatos, seguía siendo de estatura reducida. Tenía veintiocho años pero podía haber pasado por una universitaria.
Andaba oscilando las caderas. Negro, rosa, negro, rosa.
¿Iríamos disfrazados los dos?
El suyo parecía retrospectivo de los años cincuenta. ¿Nostalgia de los viejos y buenos tiempos en que los hombres eran hombres y las mujeres, mujeres, y los tarados sabían el lugar que les correspondía?
Se había preparado para llamar la atención, sin duda esperaría atraer las miradas. Oculté el rostro tras un libro sobre enanos y traté de observarla sin que se diera cuenta.
Pero ella me descubrió.
—Hola —exclamó en tono fuerte y vivo—. ¿Puedo ayudarte en algo?
La obsequié con el más hosco cabezazo de Andrew, devolví el libro a su sitio y concentré mi atención en la estantería.
—Que disfrutes mirando —dijo.
Y se fue hacia la caja contoneándose. Antes de que llegara, el tipo del cigarro dejó la cabina sin pronunciar palabra y salió de la librería.
—Asqueroso —lo insultó mientras se cerraba la puerta.
Se instaló en la silla, redujo a Stravinsky a un volumen aceptable y, tras accionar a su vez el aparato, pasó a una fuga de clavicordio.
—Gracias —le dije.
—No se merecen —replicó con voz cantarina—. No hay por qué destrozarle los tímpanos a los lectores.
Me volví hacia el libro que había escogido al azar: una publicación trimestral titulada Sexo sísmico y le dirigí miradas furtivas. Ella recogió el ejemplar de Venda mojada que el tipo del chaleco había dejado en el mostrador, lo apartó a un lado y sacó lo que parecía un libro de contabilidad. Se lo colocó en el regazo y comenzó a hacer anotaciones.
Llevé a la cabina el folleto de Sanger y el libro de Galton.
Distinguí columnas de cifras: definitivamente, era un libro de contabilidad. Ella lo hizo desaparecer y se dirigió a mí con una sonrisa.
—¿Contado o tarjeta?
—Tarjeta.
—Treinta y dos con sesenta y cuatro —me dijo antes de que sacara la cartera.
Mi expresión de sorpresa fue auténtica.
Ella se echó a reír, mostrando unos dientes blancos, un incisivo mellado y una mota de lápiz de labios en otro.
—¿No confías en mi suma?
Me encogí de hombros.
—Sin duda será correcta, pero la has hecho muy de prisa.
—Es aritmética mental —repuso—. Gimnasia intelectual. Si no la utilizas, la pierdes. Pero si eres escéptico…
Sin dejar de reír, cogió los dos libros del mostrador y pulsó las cifras en la caja registradora.
Un tintineo y el total: treinta y dos con sesenta y cuatro.
Ella se humedeció los labios con su lengua diminuta y sonrosada.
—Sobresaliente —le dije.
Y le entregué la nueva MasterCard de Andrew.
Ella la miró y dijo:
—¿Eres profesor?
—No, ¿por qué?
—A los profesores les encanta calificar.
—Raras veces califico.
Metió los libros en una bolsa de papel sin ningún tipo de inscripción y me los tendió.
—¿Eres de los que no juzgan?
Me encogí de hombros.
—Bien, disfruta con los libros, A. Desmond.
Me dirigí hacia la puerta.
—¿No lo esperas así? —preguntó.
Me detuve.
—¿Esperar qué?
—Leer lo que acabas de comprar. Pareces realmente malhumorado. ¿No es por placer?
Me detuve y la obsequié con mi sonrisa más pesimista.
—Plasta que no los lea no lo sabré, ¿no es cierto?
La sonrisa se le congeló en el rostro y luego la amplió. Cogió un mechón de cabello y lo estiró. El rizo recobró su forma elástica. Yo había visto aquel tipo de cabellos en mi niñez en los anuncios televisivos en blanco y negro para hacerse la permanente uno mismo.
—Además de ser un escéptico, el hombre es empírico —dijo.
—¿Existe otra alternativa?
—Hay alternativas para todo —respondió.
Agitó la mano pequeña y delicada. Llevaba las uñas largas, en forma de huso, y de un rosa brillante.
—Bien, bien, sigue tu camino, A. Desmond. No pretendía inmiscuirme, pero el tópico me llamó la atención.
—¿Sí? —Miré la bolsa—. ¿Los has leído? ¿He elegido bien?
Ella paseó los ojos de manera persistente de mi rostro a mi pecho y al cinturón. Siguió hasta los zapatos y luego subió rápidamente en completa ojeada.
—Muy bien. Galton fue el progenitor de todo ello. Y sí que los he leído. Se trata de algo en lo que estoy interesada.
—¿En la eugenesia?
—En toda clase de mejoras sociales.
Me permití una sonrisa mezquina.
—Bien, en eso tenemos algo en común.
—¿Es cierto?
—Creo que la sociedad necesita arreglarse.
—Eres un misántropo.
—Eso depende del día en que me pillas.
Se apoyó en el mostrador y sus pequeños senos se aplastaron contra la madera.
—¿Swift o Pope?
—¿Qué quieres decir?
—Me refiero a la dicotomía Swift-Pope sobre el Gran Criterio de la Misantropía. ¿No estás familiarizado con ello, A.?
Negué con la cabeza.
—Debo de habérmelo perdido.
Se examinó una uña sonrosada.
—En realidad es muy sencillo. Jonathan Swift odiaba a la humanidad como unidad estructural, pero lograba abrigar afecto por los individuos; Alexander Pope profesaba amor hacia la humanidad, pero no podía aprobar las relaciones interpersonales.
—Así es.
—Por completo.
Me puse un dedo en la boca.
—Entonces supongo que soy a un tiempo Swift y Pope, de nuevo según el día en que me pillas. También hay ocasiones en que desprecio la igualdad de oportunidades. Eso sucede cuando leo el periódico demasiado temprano por la mañana.
Ella se echó a reír.
—Eres un ser desabrido.
—Eso me han dicho.
Me incliné torpemente y le tendí la mano.
—Me llamo Andrew Desmond.
Ella miró la mano y por fin me tocó las puntas de los dedos muy levemente.
—¡Qué sociable por tu parte concederme un saludo, Andrew Desmond! Yo soy Zena.
—De la a a la zeta —observé.
Ella apagó la música.
—Muy bonito. Atravesamos el alfabeto de golpe.
Avancé un poco y ella se echó hacia atrás, irguiéndose más en el taburete. Volvió a mirarse las uñas.
—Este barrio es muy curioso —le dije—. ¿Lleváis mucho tiempo aquí?
—Unos meses.
—Me fijé en esto cuando recogí mi coche del depósito y vi el letrero.
—Nuestros clientes nos conocen.
Miré en derredor por el local vacío. Ella me observó sin reaccionar.
—¿Hay algún lugar para comer por aquí cerca? —le pregunté.
—En realidad, no. Ese puesto mexicano de la acera de enfrente está cerrado porque mataron a balazos al hijo del propietario la semana pasada… Bandas imbéciles, la habitual entropía étnica.
Aguardó mi reacción.
—¿Es el único lugar? —respondí.
—Hay otros parecidos más abajo de Hyperion, si te gustan esa clase de cosas.
—Me gusta lo bueno.
—Entonces, no. Hablamos de antros de cucarachas.
Otro tirón de cabello.
—Judías pintas incrustadas en manteca de cerdo y cerdo desmenuzado elevado a un grado admisible de deglución por abyecta necesidad. ¿Te mueres de hambre, A.?
—Nunca —respondí—. No hay nada que merezca rebajarse hasta ese punto.
—Précisément.
Se distinguía un ángulo del libro contable en la estantería inferior de la caja registradora. Lo empujó hacia adentro.
—Prefiero cenar a comer —dije—. ¿Adónde vas tú?
Ella frunció los labios, formando una burlona sonrisa de capullo de rosa.
—¿Eso es una insinuación?
Me quité las gafas oscuras y me froté la barba.
—Si aceptas, era una invitación. En caso contrario sería una pregunta real.
—Preservas la vieja autoestima, ¿eh?
—El honor compromete —dije—. Soy psicólogo.
—¿De verdad?
Desvió la mirada como si tratara de no mostrar interés.
—¿Clínico o experimental?
—Clínico.
—¿Practicas por aquí?
—Por el momento no practico en ningún lugar. En realidad, no he llegado a graduarme. Es lo único que me falta.
—Todo menos la graduación —dijo—. ¿Eres un desertor?
—Exactamente.
—¿Estás orgulloso de ello?
—Ni orgulloso ni avergonzado —repuse—. Como te he dicho, me abstengo de ser crítico. Cumplí mi sentencia en la escuela para graduados, aprendí principalmente que la psicología consiste en migajas de ciencia mezcladas con pegotes de galimatías. Explicaciones de lo evidente que se hace pasar por algo profundo. Antes de llevarlo adelante decidí pensarlo algún tiempo y calcular si podía aceptarlo.
Levanté la bolsa que contenía los libros.
—Ergo, esto —concluí.
—Ergo, ¿qué?
—Lecturas no impuestas, no la bazofia académica con la que te abruman. Deseo decidir por mí mismo si algo de todo ello es o no pertinente. Poner freno al resbaladizo descenso a la mediocridad. Cuando entré aquí no tenía la menor idea de lo que habría en este local, imaginaba que se trataría de cómics. Al ver estas obras… —Agité la bolsa—. Me dijeron «cómprame».
Ella se inclinó hacia mí con los codos apoyados en el mostrador.
—El descenso a la mediocridad. Diría que hemos superado eso sobradamente.
—Trataba de ser caritativo.
—No lo seas. La caridad conduce al engaño. Ahora vuelves a ser un casi-sicólogo. Te constituyes en un casi-guardián del sagrado cáliz del amor propio.
—O de los humos egoístas —repuse—. Depende de tu punto de vista.
Ella se echó a reír. Si seguíamos por aquel camino, correría el peligro de vomitar.
—Bien, A., en respuesta a tu pregunta, suelo cenar en La Petite, un antro francés de Echo Park, provenzal y todas esas cosas buenas.
—¿Cassoulet?
—Se sabe qué es lo que comes.
—Tal vez seré afortunado. Gracias.
—Tal vez lo serás.
La mujer semientornó los ojos, exhibiendo sus párpados azules.
—Así pues —dije—, ¿qué será? ¿Invitación o pregunta real?
—Me temo que lo último, estoy trabajando.
—¿Estás encadenada a la roca? ¿Hay algún jefe espiándote?
—De ningún modo —repuso, repentinamente malhumorada—. Yo soy la dueña.
—¿Entonces por qué no huir? —le propuse—. Como dices, tus clientes te conocen. Estoy seguro de que disculparán una breve ausencia.
Sonrió ampliamente pero con la boca cerrada, casi pesarosa.
—¿Cómo sé que no eres un psicópata peligroso?
—No lo sabes.
Exhibí los dientes en una sonrisa feroz.
—¿Eres carnívoro?
—Todos los animales no fueron criados de igual modo en la cadena alimentaria. Ese es el quid de toda esta cuestión, ¿no es cierto?
Agité la bolsa de nuevo.
—¿Lo es? —preguntó.
—Para mí, sí, Z. Sin embargo, discúlpame si te sientes herida en tu sensibilidad.
Ella me dirigió una larga y dura mirada. A continuación se sacó una llave de los pantalones y cerró la caja registradora.
—Recogeré mi bolso y cerraré. Nos encontraremos en la puerta… ¿Llevas tu coche?
Al cabo de unos minutos salía frotándose las manos y entraba en el Karmann Ghia.
—Todo menos habilidad de conducción —comentó.
Y frunció la nariz ante el desorden reinante.
—Si lo hubiera sabido, habría traído el Rolls.
La radio difundía las noticias.
—Vamos —dijo ella.
Manipuló el dial hasta encontrar música ambiental, estiró las piernas, movió los dedos en las abiertas sandalias de color de rosa y miró hacia atrás.
—No se ven policías, A. Gira en redondo y métete en Sunset y luego en dirección este.
Ordenaba sin sonrisas ni musicalidad en la voz. Miró por su ventanilla abierta.
No dijo nada mientras yo maniobraba.
Una manzana más allá extendió el brazo y me asió por la entrepierna.