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—El cuerpo está guardado, están a punto de llevárselo ya —dijo el detective de Central de Homicidios—. Ha sido un apuñalamiento frenético.

Se llamaba Bob Pierce y era un hombre de unos cincuenta, ancho de cintura y con ondulados y grises cabellos, potente mandíbula y acento de Chicago. Cuando íbamos a su encuentro, Milo me explicó que en otro tiempo había sido un gran especialista en resolver casos, que le faltaban dos meses para jubilarse y que solo pensaba en Idaho.

Aquella tarde parecía resignado y estoico, aunque cogía y dejaba el borde inferior de su americana, pellizcándola y soltándola una y otra vez.

Permaneció con nosotros en la calle Cuarta, ante la entrada de la callejuela entre Main y Wall, mientras el equipo trabajaba en el escenario del crimen con focos portátiles. Las luces eran selectivas y la sucia franja en la que se alineaban los cubos de basura exhibía sombras extrañas y con manchas. Un hedor a comida en proceso de descomposición se extendía por la calle.

—¿Trabajas solo hoy, Bob? —le preguntó Milo.

—Bruce tiene la gripe. ¿Qué interés tienes por nuestro supuesto delito?

—Un caso pendiente, una niña retrasada, por lo que estoy examinando todos los 187 con víctimas minusválidas.

—Bien, este lo era. El forense dice que los ojos eran sin duda alguna de invidente, que no le funcionaban. Que tenía la esclerótica atrofiada o algo por el estilo. Probablemente nació ciego. ¿El tuyo es de color?

—No.

—Este, sí.

—¿Alguna identificación? —se interesó Milo.

—Muchas.

Pierce sacó su bloc de notas.

—Tarjeta médica, algunos otros objetos próximos al cuerpo junto con su cartera, de la que había desaparecido todo el dinero.

Se puso sus gafas de ver de cerca y pasó páginas.

—Melvyn Myers, varón negro, veinticinco años, domicilio en Stocker Avenue.

Cerró el bloc y se volvió a observar a los técnicos.

—Stocker se encuentra en el distrito de Crenshaw —observó Milo.

—No sé qué estaría haciendo aquí, pero uno de los agentes dijo que no muy lejos hay una escuela para minusválidos, por la calle de Los Ángeles, cerca de los puntos de venta de prendas de vestir. Mañana investigaré si Myers era alumno de ella.

—¿Qué le sucedió?

—Cuando pasaba por la calle fue apuñalado por detrás unas diez veces con un gran cuchillo y luego otras diez veces más de frente.

—¡Qué exceso! —comentó Milo.

—Eso creo yo también.

Pierce se retorció rápidamente el borde de la chaqueta.

—¿Te imaginas? Sin poder ver… solo sintiéndolo. Esta es la civilización en la que presuntamente vivimos.

Las últimas palabras iban dirigidas a mí, al tiempo que fijaba y retiraba su mirada de mí como había estado haciendo desde que nos habían presentado. ¿Sería porque iba sin afeitar o por el hecho de que Milo me hubiera dado a conocer como asesor?

—¿Alguna idea de cuándo sucedió, Bob? —preguntó Milo.

—En algún momento a última hora de la tarde. El doctor de urgencias dijo que el cuerpo estaba bastante caliente.

—¿Quién lo descubrió?

—Uno de nuestros coches patrulla. ¿Acaso es algo nuevo? Llegaron por la calle y vieron asomar una pierna por detrás de los contenedores de basura. Al principio pensaron que era un drogata que se había quedado dormido y acudieron a despertarlo.

—A última hora de la tarde —repitió Milo—. En horas de trabajo. Supone un enorme riesgo.

—No cuando se es un sociópata descerebrado. Y se salió con la suya, ¿no es cierto?

Pierce le dirigió una agria mirada.

—El caso es que, aunque fuera en horas laborables, esta calle en especial es muy tranquila, muchos edificios de Wall están vacíos y la mayoría de la gente que trabaja en Main o Wall se abstiene de venir por aquí porque solía ser un mercado de crack. Los únicos ciudadanos que vienen son los conserjes que traen la basura a los contenedores.

Milo escudriñó la calle.

—Los contenedores facilitan una buena tapadera —dijo.

—Y que lo digas. Uno tras otro, como hileras de chabolas. Me recuerdan a las casitas verdes del Monopoly.

—¿De modo que ya no es un mercado de crack?

—Esta semana, no. Orden política desde el cuartel general. El alcalde ha ordenado que reprimamos un montón de crímenes que atenten contra la calidad de vida, que hagamos de nuestro centro de la ciudad un auténtico centro de ciudad para que podamos simular que vivimos en una ciudad de verdad. El cuartel general dice que eliminemos pronto el promedio de droga pero sin personal ni coches patrulla adicionales. Lo cual es casi tan probable como que O. J. Simpson sintiera remordimientos después de lo que hizo. Tal como funcionamos ahora, cuando patrullamos por una calle, los drogatas se marchan a otra. Igual que en el parchís, avanzando a saltos y moviéndose en círculos…

—¿Con cuánta frecuencia patrulláis?

—Varias veces al día.

Pierce sacó un paquete de pastillas de menta.

—Evidentemente, no en el momento oportuno para el pobre señor Myers. Este es un lugar fatídico para que un ciego se pierda por él.

—¿Perdido? —puntualizó Milo.

—¿Y cómo, si no? A menos que también fuese un drogata que buscara algo de recreo e ignorase que la acción tiene lugar tres calles más allá. Pero prefiero creerlo inocente hasta que se demuestre su culpabilidad, a menos que nos enteremos de algo distinto. Hasta este punto, se perdió.

—Creí que los ciegos tenían un buen sentido de la orientación —dijo Milo—. Y, si asistía a alguna escuela de por aquí, es de suponer que conocía el vecindario y que se andaba con mucho cuidado.

—¿Qué puedo decirte? —repuso Pierce. Echó otra mirada hacia atrás—. Bien, ahí está.

Los ayudantes del forense depositaron la bolsa negra que contenía el cadáver en una camilla. Cuando las ruedas corrían sobre el destrozado asfalto, el motor del coche comenzó a rugir.

—Un segundo, Bob —dijo Milo.

Se adelantó, les dijo algo a los ayudantes y aguardó a que abrieran la bolsa.

—De modo que usted es el asesor —me dijo Pierce—. Tengo una hija en Cal State que desea ser psicóloga, tal vez trabajar con niños…

La voz de Milo nos hizo volvernos.

Había andado dejando atrás la furgoneta del forense y estaba junto al muro este de la callejuela, semioculto por un contenedor, su parte visible iluminada por un foco.

—¿Qué sucede ahora? —exclamó Pierce.

Y se adelantó hacia él.

El perfil hecho con tiza que señalaba dónde había sido encontrado el cadáver de Melvin Myers se dibujaba irregularmente sobre el desigual alquitrán. En ángulo recto, doblado. Yo podía distinguir dónde había estado de pie.

Un punto rodeado por el óxido aceitoso de las manchas de sangre.

Un bache en el centro del recuadro señalaba una herida simbólica.

Milo señaló la pared. Le brillaban los ojos, fríos, satisfecho pero furioso.

Los rojos ladrillos estaban ennegrecidos por décadas de grasa, niebla y destilación de basuras, era un revoltijo desenfrenado de obscenos grafitti.

Al igual que Pierce, no vi nada más que cosas pintarrejeadas.

—¿Qué pasa? —preguntó el hombre.

Milo se adelantó hasta la pared, se inclinó y señaló con el dedo algo a pocos centímetros del lugar donde el ladrillo se encontraba con el suelo de la calle. Tras el punto donde había descansado la cabeza de Melvin Myers una vez muerto.

Pierce y yo nos aproximamos. El hedor a basura era insoportable.

Milo señalaba con el dedo cuatro letras en blanco, tal vez del tamaño de media mano.

Escritas con tiza blanca, al igual que el contorno del cuerpo, pero más tenues.

Letras mayúsculas pulcramente inscritas.

DVLL.

—¿Significa algo eso? —preguntó Pierce.

—Significa que te hemos complicado la vida, Bob.

Pierce se puso sus gafas de lectura y acercó su fuerte mandíbula a las letras.

—No es muy permanente. Por lo general, esos idiotas usan pintura en spray.

—No hacía falta que fuera permanente —intervine—. Lo principal era entregar el mensaje.